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lunes, 1 de julio de 2013

El “síndrome de Dilma” pone un límite a los ajustes de CFK

El “síndrome de Dilma” pone un límite a los ajustes de CFK

El Observador

El caos brasileño es una advetencia respecto a adoptar medidas de recorte en el gasto público


Una serie de medidas moderadas llevaron a muchos analistas a apuntar que el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner estaba encaminándose a un ajuste más o menos ortodoxo.

Es que la primera mitad del año incluyó una acumulación de señales correctivas, como la férrea intervención gubernamental para que los salarios no aumentaran por encima de la inflación, más una suba de tasas de intereses, una aceleración en la tasa devaluatoria y un aumento en la presión impositiva. Si hasta hubo una moderación en la criticada política de expansión monetaria.

Pero claro, para que el ajuste sea completo, hay que llegar hasta el núcleo duro que todos los economistas señalan como origen de los problemas económicos argentinos: el gasto público, que asciende a 48 % del PBI (es decir, 15 puntos más que el promedio histórico). Y ahí es donde aparece el límite: el gobierno teme a la reacción ante eventuales recortes, y ya se habla el “síndrome de Dilma”.

Es que Cristina Kirchner ha prestado tanta atención a los disturbios en las calles brasileñas como si se tratara de un asunto doméstico. De hecho, su convencimiento es que, de no dar los pasos correctos, la pantalla de la televisión brasileña podría llegar a convertirse, para el gobierno argentino, en “un espejo que adelanta”.

El hecho de que una suba de US$ 0,20 centavos en el boleto del transporte colectivo haya disparado una crisis política es un dato de que el gobierno argentino tomó nota.

“Las protestas en Brasil nos dicen algo de lo que nos espera cuando queramos resolver las enormes distorsiones a las que nos acostumbró la década pasada”, dice Eduardo Levy Yeyati, director de la consultora Elypsis.

También Marcelo Capello, economista de la Fundación Mediterránea, advierte sobre la falta de “timing político” para avanzar con un recorte de subsidios a los servicios públicos o un freno en la obra pública. “Las recientes manifestaciones en Brasil volverán aún más cautelosas las decisiones gobierno a la hora de racionalizar el gasto público”.

Lo difícil de volver a pagar

Hasta los más críticos analistas opositores reconocen que hay un límite para quien esté pensando en un ajuste tradicional.

Es el caso de Ricardo López Murphy, uno de los más connotados defensores de las políticas de equilibrio fiscal, quien en una reciente charla en la Universidad de Montevideo reconoció que el gasto público se ha constituido en un problema difícil de superar.

Especialmente en lo que respecta a los subsidios al sector privado, un rubro que representa casi 20% del presupuesto estatal.

“Siempre me preguntan cómo se va a corregir el problema de las tarifas y la verdad es que no encontré una respuesta satisfactoria. Es muy difícil persuadir en la Argentina de que los costos de los servicios tienen que ser pagados por los usuarios”, reconoce el ex ministro.
Y advierte que “volver a cobrar lo que las cosas cuestan va a ser traumático”.

Los números parecen darle la razón. Un informe de la consultora Abeceb señala que, hasta el año pasado, el “peso” de la electricidad, el gas y el agua en el presupuesto de una familia de clase media equivalía a 2,7%. Es decir, menos de la mitad de lo que implicaba en 2001, cuando el pago de esos servicios representaban el 7,3% de la economía hogareña.

Dicho de otra forma, una familia de clase media disminuyó en dos tercios su “esfuerzo tarifario”, en un mundo donde el costo de los servicios no sólo no ha disminuido sino que se ha incrementado.

La diferencia entre ambos momentos explicó, en buena medida, el boom consumista que favoreció el éxito político del kirchnerismo.

Incentivos al desajuste

Desde ya, este problema había sido diagnosticado hacía tiempo en los debates internos del kirchnerismo. Varios economistas y analistas políticos cercanos al gobierno alertaban contra la tentación de adoptar medidas de ajuste de tipo tradicional, que podrían ser fáciles de diseñar desde los escritorios de los ministerios pero de consecuencias impredecibles en las calles.

El riesgo de un malhumor social se hizo más agudo desde los accidentes ferroviarios, y ahora se agrega el caso brasileño como un recordatorio del riesgo oculto.

Es un momento de disyuntiva para el kirchnerismo, porque al mismo tiempo que el agotamiento del modelo sojero-exportador está obligando a pensar correctivos, hay un contexto político que impide una baja del gasto.

En agosto hay elecciones primarias y en octubre legislativas. En esa instancia se define cuáles serán las chances efectivas de que el kirchnerismo pueda aspirar a un nuevo mandato en 2015.

“Si se sigue la lógica eleccionaria, que busca mostrar al público que ‘se está haciendo algo’, esta tendencia en la obra pública debería corregirse al alza”, explica Ariel Barraud, economista del IARAF.

En ese sentido, Capello, de Fundación Mediterránea, explica que al ser un año de mayores ingresos fiscales y menor pago de intereses se podrá gastar más en infraestructura, aunque recalca que “la cifra dependerá de la contención de otras partidas del gasto”, como pueden ser las transferencias al sector privado.

En definitiva, la expectativa generalizada es que lo que en la primera mitad del año fue visto como un tibio intento de ajuste por parte del gobierno, tendrá una reversión en los próximos meses.

Las elecciones obligan a mostrar “gestión” y las imágenes televisadas desde las agitadas calles brasileñas son un elocuente recordatorio de lo difícil que puede ser desarmar un esquema de gasto público al que la población se ha acostumbrado.


Los antecedentes de las contramarchas

El temor de Cristina Kirchner a las reacciones populares por los ajustes de servicios públicos ha quedado evidenciado al menos dos veces en los últimos años.

La primera en 2008, cuando se produjo un fuerte descontento en sectores de la clase media por el impacto de más de 200% de aumento en las tarifas de gas y electricidad. En aquel momento, el ministro Julio De Vido explicó que la medida sólo afectaría a una minoría de altos ingresos, que el recorte sería gradual y progresivo y que para el Estado implicaría un ahorro de unos US$ 200 millones. Pero el malestar social y las acciones legales de los consumidores obligaron a dar marcha atrás.

Tres años después, a fines de 2011, con el enorme respaldo político del recién logrado triunfo electoral de Cristina Kirchner, se anunció un recorte de subsidios para todos aquellos que no pudieran demostrar una necesidad real de contar con ayuda estatal para pagar los servicios públicos.De hecho, se había presupuestado apenas una suba de 15% en el presupuesto destinado a subsidios, lo cual –descontada la inflación– implicaba una reducción en términos reales.
Varios funcionarios K admitían que eran fundadas las críticas hacia el esquema tarifario que beneficiaba a los sectores de ingresos altos, con acceso al gas por cañería mientras en las zonas suburbanas se debía hacer uso de las garrafas a precio “de mercado”.
Y en cuanto al transporte, los funcionarios admitían que se necesitaba un sistema que discriminara por capacidad de pago de los usuarios, ya que en servicios como el subte –por ese entonces todavía bajo la órbita del gobierno nacional– un amplio 89% de los pasajeros estaba en condiciones de absorber un incremento. En ese momento, el monto total de los subsidios alcanzaba a US$ 16.000 millones, una cifra que se había multiplicado por 32 en 10 años.
Pero, una vez más, la presidenta temió por las consecuencias políticas. Lo que en un comienzo iba a ser una aplicación “casi universal” terminó siendo un plan delimitado a los habitantes de los countries. El accidente ferroviario de Once había cambiado súbitamente el clima social.

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