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sábado, 10 de agosto de 2013

Otro mundo posible Una iglesia abierta al mundo Escrito por: Frei Betto





Escrito por: Frei Betto
Fraile dominico brasileño, teólogo de la liberación.





LR 21


El papa Francisco cautivó al pueblo brasileño por su simpatía, sencillez, la permanente sonrisa en el rostro, la atención de parar el cortejo para santiguar a un enfermo, besar a un niño, bendecir a un fiel.
Fueron innumerables los fallos del poder público durante la Jornada: el carro del papa atascado en la avenida Presidente Vargas; problemas en el metro de Rio; falta de suficiente transporte público para trasladar a la multitud; la incompetencia de no prever que la lluvia transformaría el campo de Guaratiba en un gran lodazal.
A pesar de todo, el papa y el pueblo fueron lo mejor de la fiesta. Y él realizó dos milagros: hizo sonreír a la presidenta Dilma como una niña el día de su primer comunión y los brasileños amaron de corazón a un argentino.
Francisco evitó tocar los temas polémicos que afectan a la Iglesia Católica, como la moral sexual. Ni una palabra sobre pedofilia, uso del preservativo, homosexualidad, aborto, etc. No dijo nada tampoco sobre la ordenación de mujeres, la rehabilitación de los curas casados (cinco mil en el Brasil, cien mil en el mundo) o el fin del celibato obligatorio. Sólo pidió a los obispos que impriman más calidad a la formación de los sacerdotes.
El papa prefirió delinear su perfil de Iglesia: misionera, orientada “hacia fuera”, desenclaustrada, comprometida con la periferia y servidora de los pobres. Una Iglesia: “abogada de la justicia y defensora de los pobres ante las intolerables desigualdades sociales y económicas que claman al cielo”, como dijo al visitar la favela de Varginha.
La actuación pastoral de la Iglesia debe dedicar especial atención a los niños, a los jóvenes y a los ancianos. Los primeros por representar el futuro; los segundos por almacenar sabiduría.
La Iglesia debe reflejar la sencillez de Jesús, como Francisco de Asís y el papa Francisco, que ha prescindido de la capa de armiño, de los zapatos rojos, del anillo y la cruz de oro, de los títulos de Sumo Pontífice y Su Santidad, para preferir ser llamado solamente papa, obispo de Roma, siervo de los siervos de Dios. Y necesita saber “perder tiempo” con los pobres, saber escucharlos.
Desafió a los cristianos a combatir la “cultura de lo descartable”, que ignora el valor de las personas y estimula el consumismo y el hedonismo. La seguridad de las personas de fe debe estar en la confianza en Dios y no en el excesivo confort que aleja de los pobres y del pueblo.
Habló también de política al decir que se debe combatir la corrupción y, al mismo tiempo, alentar la esperanza en “un mundo más justo y solidario”. La solidaridad -“casi una palabrota”, dijo el papa- debe ser el eje de nuestra pastoral, dispuesta a “echar más agua a la olla”.
La política debe “evitar el elitismo y erradicar la pobreza”, condenando a los opresores, como hizo el profeta Amós al denunciar a los que “venden al justo por dinero y al pobre por un par de sandalias”. Francisco dejó claro que la Iglesia debe retomar el profetismo: ser voz de los que no tienen voz.
Recalcó que es necesario recuperar la confianza de los jóvenes en las instituciones políticas, motivarlos a la esperanza, y “rehabilitar la política, una de las formas más perfectas de la caridad”. Con un plato de comida se mata el hambre de un mendigo; con la política se evita o se promueve la miseria, depende de cómo se ejerza.
Apoyó las manifestaciones de los jóvenes en las calles al afirmar que merecen nuestro apoyo, pues ellos “salieron a las calles del mundo para expresar el deseo de una civilización más justa y fraterna”. Recordó que la sociedad futura, “más justa, no es un sueño fantasioso” sino algo que podemos alcanzar. Los jóvenes deben ser los “protagonistas de la historia”, constructores del futuro, de un mundo mejor.
El papa convocó a todos a promover la “cultura del encuentro”, favoreciendo un diálogo sin prejuicios, combatiendo los fundamentalismos y las segregaciones.
Francisco ha iniciado la reforma de la Iglesia por el papado, como quien está convencido de que, para cambiar el mundo, es necesario cambiarse primero a sí mismo. Quizás no tarde en reformar la Curia Romana y, quién sabe, suprimir el IOR, el banco del Vaticano, blanco de graves denuncias de corrupción, y también las nunciaturas apostólicas, las representaciones diplomáticas del Vaticano en el exterior, para revalorizar las conferencias episcopales y la colegialidad en la Iglesia.
Algo nuevo hay en la barca de Pedro, cuyas velas están siendo hinchadas por el soplo del Espíritu Santo.

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