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viernes, 16 de agosto de 2013

ROBERTO SUÁREZ : “EL EGO NOS MATA” por Fósforo




elMontevideano - Laboratorio de Artes

(reportaje recuperado de Equipo Editorial, 19 / 07 / 2013)

Lo primero que notás son esos ojos gigantes, abiertos hasta sus límites, con ganas de arrasarlo todo. Roberto Suárez tiene tanto algo de ángel como algo de demonio, como si en todo momento estuviera intentando hacerte firmar un contrato en el que todo se juega en la letra chica, microscópica. En una mano sostiene la copa de vino y el cigarrillo, la otra se mete en el bowl de papas chips y gesticula. Agarra una lapicera y dibuja, se levanta y trata de explicarte sus ideas como si el mismo living en donde le estás realizando la entrevista fuera uno de aquellos sets encastrables y continuados en los que se montan sus obras. En la transcripción de la entrevista hay un poco de ese desasosiego de perder algo que no se puede poner en el texto, por más que uno cada tanto se esfuerce en agregar “traza un dibujo”, o “se levanta”, como si estuviéramos armando un guión. Aún filmando la entrevista se perdería la verdadera dimensión de lo que es el encuentro, y ahí se percibe la fundamental esencia de Roberto Suárez y su obra: un hombre que es todo teatro, algo que sucede y se desvanece antes de que puedas registrarlo.
Las obras de Suárez siempre coquetean con esa idea de lo imposible. En El bosque de Sasha, Suárez nos hacía adentrar a la Quinta de Santos convertida en un pequeño feudo propio en donde aparecía un barco en el medio de un jardín, casi como si fuera una intrusión de Fitzcarraldo al ámbito teatral. En El hombre inventado la cuarta pared se rompía en un sistema en el que el actor hablaba directamente al público, jamás generándose una instancia de diálogo entre el resto de los personajes.

Su último trabajo, Bienvenido a casa, era una obra de culto incluso antes de estrenarse, con varias historias circulando sobre un extensísimo proceso de ensayos que duró más de dos años, extrañas anécdotas de hipnotismo, enfermedad y trapecistas brasileras muertas. En Bienvenido a casa el dispositivo teatral se desmonta en dos fechas, la primera con el público viendo la obra en un sentido clásico, bordeando lo cinematográfico, y la segunda atravesando una cuarta pared, siendo parte de un juego en el que uno no sabe si la obra ha terminado incluso después de salir de la Galería de las Américas, donde se encuentra el teatro La gringa. Estudiar a Roberto Suárez es intentar tironear de los límites de lo que es o no es teatro. Es, como dirá más adelante, animarse a jugar, ofrecerse como un sujeto a su hipnotizador.

Por primera vez Fósforo cumple con la tan demandada cuota femenina, contando con la valiosísima colaboración de Lourdes Silva (licenciada en Facultad de Humanidades y en Facultad de Psicología, UDELAR), quien sirvió de contacto con Suárez y aportó importante conocimiento sobre teoría teatral y otro material que excedía a los integrantes fijos del Equipo Editorial.
Un living, cuatro personas, cinco litros de vino. Fósforo le abre las puertas a Roberto Suárez.
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Ahora nomás están en receso con Bienvenido a casa, pero después parten para España. ¿Qué ideas tenés de este proceso?

Hicimos una parada, porque Mariano, uno de los actores, se fue a España a hacer funciones con Las Julietas. Nos viene bárbaro además para parar un poquito. Después vuelve, retomamos y después nos vamos de viaje. Vamos primero a Colombia, después Buenos Aires, después a España y después a Chile. Después, al otro año nos vamos para Europa de vuelta.

¿Cómo afecta el cambio de público a la obra?

La verdad que no tengo ni idea. Esto va a irse en rock and roll, no sabemos qué va a pasar. Estamos cambiando la obra también. No para el viaje, sino para estar motivados, porque si no llega un momento en que te aburrís.
¿Cambio de montaje decís?
Sí, la segunda parte la cambiamos radicalmente ya e introducimos tres escenas nuevas. Ahora volvemos de ensayar y cambiamos la escena primera de nuevo.
Debe ser difícil introducir tantos cambios sin afectar al cronómetro que rige a Bienvenido a casa.
No, mantenés el cronómetro. La idea es intentar revivirla, porque la repetición en el teatro es la muerte. Cada obra tiene un tiempo y posiblemente llegue un tiempo en el que vamos a decir “tenemos que bajarnos”. En realidad, ahora la seguimos haciendo porque vamos a viajar y nos motiva y la seguimos haciendo. Pero en realidad para nosotros la tenemos que bajar. Si no es por esta motivación extra de viajar, la obra ya habría cumplido su ciclo. Igual, hay que ser sincero, cuando murió algo, murió. Digo para que esté viva, porque vos la podés seguir haciendo y vos peleás que esté viva hasta tus máximas posibilidades. Tiene algo de organismo vivo, tiene su propia existencia. Inclusive en la memoria del actor. Una cosa es repetir y otra cosa es revivir.
Igual, ¿no te perturba estar todo el tiempo buscando la vitalidad de la obra?
Una obra te perturba todo el tiempo. Siempre estás con esa cosa de que nunca sale bien. Siempre estás peleando ese imposible. Parte de que la obra se mantenga es que nosotros hacemos una hora de entrenamiento antes de arrancar. Entrar en sensibilidad. Lo más complicado del teatro es el coloque, no es tanto actuar, porque uno piensa actuar como una cosa mágica, pero en realidad es tener una apertura sensible y artística y estar conectado. El problema es cómo obtener ese coloque constante.
Es casi el mismo problema con la droga, en determinado momento el cuerpo va adquiriendo tolerancia y se va haciendo cada vez más difícil el coloque.
Exactamente. Entonces el asunto es cómo seguir cambiando para seguir vivo. Es así. Hay una primera etapa en el ensayo que vos estás investigando y eso está vivo, y todavía no llegaste. Cuando vos estrenás es cuando llegaste y ese punto es “acá está, ya llegué”. Si vos te pasás, es un peligro. Vos te podés pasar de ensayos y no tener la sensibilidad de darte cuenta y decir “vos venís ensayando, ponele, dos años y lo que te falta es montarla”. La verdad es que después de que el actor entendió, puede transformar de un día para otro una escena. No es una cuestión de memoria, es encontrar un punto de sensibilidad de decir “estamos en un estado artístico”. Esa sensibilidad es la que te permite comunicar.
¿Vos decís que si te pasás de ensayo podés perder el coloque de antemano?
Sí. Y siempre está la lucha contra el ego, ¿no? Es la gran pelea esa.
¿A qué te referirías?
El ego es lo que nos hace a nosotros en el teatro tener nuestras cualidades sobresalientes exaltadas. Pero al mismo tiempo, cuando las tenés exaltadas es cuando peor actuás, porque vos estabas mostrando tus virtudes. Son barreras mostrando tus virtudes. Cuando vos rompés eso y estás con tu hipersensibilidad abierta, relajada y dispuesto a estar en el aquí y en el ahora, es cuando empieza la magia del teatro.
Es el gran problema de muchos actores consagrados, que terminan haciendo de sí mismos, pero el personaje que interpretan queda difuminado…
Lo que pasa es que yo tampoco creo en los personajes. El personaje existe, pero siempre es él, el actor. Si no, esa capa pasa a ser una traba entre su sensibilidad y el espectador, un “me defiendo con un personaje”. Lo lindo es cuando el teatro está pasando y el actor es en ese momento. Cuando decís “esto, el juego, sucedió”. Lo que tiene que suceder es el juego del teatro, no importa si los personajes tienen determinadas características, o lo que sea. Eso sería muy simple. El asunto es cuando ese personaje está en mí, jugando. El teatro siempre es juego, nunca es verdad. No puede partir de una premisa de verdad. Para que sea verdad, para que suceda lo que es verdad es el juego. El juego es verdad. Yo lo que quiero cuando venís al teatro a verme es que vos juegues conmigo. Y yo el juego lo hago de verdad. Ese es el margen de ir sintiendo juntos. Desde ese punto sí el teatro se vuelve verdad. Pero no es que el actor cuando hace de asesino sea efectivamente un egocentrista asesino. Lo jugó él. Lo jugó bien.
Bueno, de hecho cuando termina Bienvenido a casa dicen “por suerte no pasó esto”.

Claro, y al mismo tiempo, en algún momento, realmente pasa. Ahí entramos en ese terreno que es el de la sugestión. Yo me sugestiono y me creo esto que está pasando, me creo el juego. La otra base del teatro es la contradicción. Siempre está la contradicción de las bases energéticas que nos pasa en la vida. Hasta con lo mágico. Hay una energía que viene hacia un lugar y siempre va a haber una que se le va a  contraponer. Es como si de repente estamos hablando y nosotros dos estamos complotados con ella [señala a Lourdes] y nosotros ya nos habíamos reunido antes. Y de repente estamos hablando y ahí empieza un conflicto. Vos y yo estábamos hablando, pero nos conocíamos de antes, ya habíamos hablado y todo esto lo estamos haciendo para vos [vuelve a señalar a Lourdes]. Esa incomodidad que genera comienza a ser un conflicto. El gran trabajo en el juego es inducir. Y no es fácil, porque no necesariamente pasa por la gran actuación. Yo con el tiempo me he ido convenciendo con eso, porque por ahí, un gran actor te termina haciendo una cosa fría, inclusive en el cine. Hizo todo perfecto, pero no te cambió el parámetro del juego. Vos lo seguiste con una cordura, lo viviste con una cordura, pero no hubo una transformación en vos. Por ese tema yo estoy obsesionado con el hecho de que si se empieza desde la sensación de que es una mentira es mucho más efectivo. Para convencerte de algo, a veces si yo te planteo “esto es verdad”, ahí ya te puse un límite. Si yo te digo “no te preocupes si es verdad, o mentira, vos vení y disfrutá, después vemos” es otra cosa [risas]. Ahí empiezan las sorpresas, si no hay una gran defensa antes. Nosotros inclusive, antes de empezar la obra, que nos limitó la galería donde la hicimos, teníamos la idea de invitar a la gente a tomar un vino antes, pasar música, un tiempo que en los primeros ensayos lo hacíamos. Inclusive, nosotros con Inés, que estaba en la dirección, siempre salíamos a interactuar con la gente con un problema, como “gracias por venir, pero estamos con un problema bárbaro”. Generábamos ciertas tensiones ya antes de empezar.
Creo que el gran mérito de Bienvenido a casa, al menos, es lograr que todo ese aparato de interpretación con el que vas como espectador se te venza.
Y la idea es que nos pase a nosotros también. Como juego, no como catarsis. Es decir, no hay catarsis, nada de lo que sucede es real.
¿Vos desconfiás de la catarsis?
Sumamente. Porque  a mí me pasa que si yo veo a un actor que está llorando por otra cosa que no es la situación, no lo creo: es catártico. Si un actor llora es porque se le cayó la copa.
En ese sentido ¿cómo te posicionarías frente al método de actores de Stanislavski, donde se juega bastante esto?
Me parece que no, no me convence. Es traumático. El teatro es desde el lugar de la felicidad, y no desde el “ay, yo cuando era chico yo viví esto y yo sufrí esto…”. No es personal. El ego nos mata. En todo ensayo, cada vez que vas a hacer la función, la lucha es contra el ego. El ego es la capa, es lo que uno inconscientemente se va colocando para defenderse contra el otro. Es una forma de demostrar, y ahí es cuando el gesto aparece demás y todo eso.
Bueno, pero así como lo planteás, el ego es ontológicamente fundamental para que se arme esa contradicción necesaria que hace que las cosas sigan marchando.
Por supuesto. Por un lado es positivo y por otro es la muerte. Esas cualidades sobresalientes son las que hacen que las cualidades nos fluyan.
¿Vos como autor con ese ego como te llevás?
Yo como autor pasé una etapa de trabajar solo a trabajar en equipo. Ahí crecí muchísimo, fue una evolución en el teatro que se viene haciendo hace rato. En un tiempo en el teatro había un tipo que estaba solo en su casa y escribía. En un sentido no hay que perder eso, no perder la soledad de escribir, pero el teatro no es eso, porque si no, el teatro empieza a ser por un lado el papel, por otro lado el actor, y si vos empezás a separar no podés liar. Cuando el entendimiento es total, cuando todo el mundo entiende y es parte de todo, todos son dueños de todo. Eso es lo difícil de llegar. Hasta el último día estás rompiendo para empezar de nuevo.
Es un poco lo que dice Heiner Müller, con respecto a la necesidad de la catástrofe y la fragmentación…
…Y el caos. Es ese proceso en el que todo revienta y genera conflictos personales y dudas. Después de eso, ahí empieza a haber una apertura hacia otra cosa. El teatro no tiene un método, no hay un método posible. Es según cómo vos venís, cómo programás ese ensayo, cómo el actor se planta… A veces te pasa que te llega un actor y el primer día es una maravilla, y después puede suceder que siga así o que en el medio le llegue la barrera.
EL MONSTRUO DEL CINE

Y frente a tu lucha con respecto al ego como actor, ¿como la llevás?
Lo que pasa es que yo hace años que no actúo.
No actuás en teatro, pero sí en televisión y en cine…
Sí, pero no es lo mismo [risas]. No es lo mismo porque el proceso energético del teatro es liberador. Es otra cosa.
Pero en ese instrumento que sos vos, ¿no te pasa de que al no hacer uso de él durante mucho tiempo no te sentís vos mismo?

Yo tengo muchas ganas, pero no me han llamado. Mirá, yo venía actuando, pero cuando me metí a dirigir la gente me dejó de llamar para actuar. Además de que siempre andás con un proyecto en mente, que es todo un tema. En el cine el laburo es más momentáneo, a veces directamente ni ensayás, es mucho más liviano. El rodaje es exigente, pero es como más de inmersión en el momento y quizás tenga algo más de Stanislavski, en ese sentido. Vos estás actuando una escena acá, una escena allá, y no hay una continuidad. A veces te pasa de estar haciendo una escena con alguien con quien nunca habías ensayado.
El cine tiene una estructura mucho más finalista, aquello del final del rodaje, pero la obra tiene esa idea de ser ensayada y que quizás nunca se llegue a estrenar.
Y yo creo que el cine debería ser igual. A mí el cine me parece que está en una etapa muy complicada, que me parece que el teatro pasó por ese proceso hace años y el cine todavía no. El rey en el cine es el productor, mientras que en el teatro se mantiene una relación mucho más horizontal. Por ejemplo, en Uruguay, nuestra forma de producir es yanqui. Te aseguro que Herzog no produce una obra desde la misma forma que se produce acá. Eso malcría a todo el mundo. Todo se rige como si papá fuera el productor que hace funcionar todo, pero nunca llega a ser una creación y una participación colectiva. En el cine la cosa es colectiva porque todos terminamos trabajando para la misma cosa, pero no en su forma. Eso funciona en un lugar con mucha guita, pero en Latinoamérica no. Ahí te pasa que las formas y condiciones hacen que para terminar un rodaje tengas que pactar con un montón de cosas porque no te da la guita para pagar a la gente, o se eternizan en terminar la película.
Eso pasa en Uruguay, en donde casi todas las películas son épicas de muchos años para llegar a reunir todos los fondos.
Mirá, yo vengo haciendo una película en la que vengo laburando desde hace más de diez años. Ojos de madera, se llama. La logramos filmar, ahora estamos teniendo un corte, pero todavía hay que hacer sonido y un montón de cosas. A mí no me importa nada, yo lo que quiero es terminarla y saber que me gustó. No es por la plata, ya a esta altura es terminarla y decir “bo, que lindo”. El tiempo que fue desde que empezó a armarse el guión hasta que se hizo son diez años. Lo que vos querés decir al principio ya se desvirtuó en todo el proceso. Creo que toda cosa que uno hace tiene que tener su forma y su forma no se puede traicionar en sí misma. Y en ese punto creo que el cine se está traicionando. La realización del cine uruguayo en general copia al cine de enorme producción y se imita esa forma en chico, y vos en realidad tenés que re-crear tu propia forma de trabajar. Y hay demasiados estatus, demasiados roles de dirección. Está por un lado la dirección, por otro la dirección de arte, por otro lado la producción, por otro lado la producción de campo y entonces el cine pasa a convertirse en un monstruo, un monstruo irrealizable, cuando en realidad hoy en día hay muchas cosas que lo harían mucho más accesibles, no como antes, que el revelado era carísimo. Lo que está matando es la producción y el ego.
¿En el teatro funciona diferente?
Yo creo que el teatro tuvo una gran evolución gracias a determinadas personas geniales que fueron los que convirtieron al actor, director y autor a ser teatrista. Un actor debe saber escribir, actuar, todo. Cada uno con sus posibilidades, pero empezó a unirse el concepto, no es que cada uno busca por su lado, sino que todos nos sumergimos, lo que terminás viendo es un equipo.
¿Quiénes creés que sean los agentes bisagra de ese cambio?
Creo que empezó en Buenos Aires. El gran cambio empezó ahí.
Con [Ricardo] Bartis, [Daniel] Veronese, [Rafael] Spregelburd…
Yo creo que sobre todo el gran cambio empezó con Bartis y Veronese. El resto se fueron plegando a esa energía que se iba creando. Pero creo que fue muy entendido y tuvieron una gran etapa. Ahora yo fui a Buenos Aires y lo vi triste. Como que están de nuevo apresurándose en los procesos y perdiendo el control. En Uruguay hubo simultaneidad y contagio con Argentina. Por un lado ese auge argentino dio vitalidad a esa gente que acá estaba intentando cambiar la situación. Cuando yo empecé a hacer teatro, en el lugar en donde nosotros estudiábamos teníamos que ser porteros, iluminadores, y nosotros teníamos una energía, una vitalidad, que parecíamos unos enfermos. Nos terminaron echando de la escuela de teatro y nos metimos a actuar en bares. En el momento era un delirio, pero surgió naturalmente. Los argentinos estaban mucho más avanzados y cada quién encontró su forma de buscar su camino. Ahí empezó una ruptura con el teatro institucional en Uruguay.
¿Eso no está enmarcado en determinados procesos históricos? Por ejemplo todos los desarrollos históricos que hay sobre el teatro post-dictadura.
Yo tengo una teoría pero lo que pasa es que es muy infame…
Mejor…
Cada vez que digo esto me quieren matar, pero por un lado la dictadura le hizo mucho mal al teatro de acá, pero por otro lo llenó de público, porque con el tema del teatro fantasma lo que hacía era que la gente iba al teatro, escuchaba “está amaneciendo” y salían de la sala llenos de vitalidad, pero al mismo tiempo a los creadores los mató. Porque con el solo hecho de estar trabajando con un texto fantasma vos ya estabas diciendo algo. Yo no digo que haya culpabilidad, digo que si con el solo hecho de vos decir “amanece”, la gente te aplaude, la búsqueda se complica. Eso, para mi gusto, es desgastante y fue mortal, porque a las instituciones las quebró creativamente, por más que tuvieran un gran auge de público. Se llenó de gente, porque la gente encontraba un oxígeno en esa esperanza, pero claro, cuando vos tenés un enemigo definido se termina la creación. Es temible cuando aparece el enemigo, porque ya no hablás de tu mano, tenés que hablar de lo político. Lo político puede aparecer, pero nunca puede aparecer como protagonista, porque uno debe tener mucha hu mildad y desconocimiento… debe tener una ética, y el mundo cambia. A mí, una película que me afectó mucho fue Mefisto, en eso de que vos podés entrar en un mundo y confundirte y decir “ahora me acomodo acá, ahora me acomodo allá” con tu mejor simpatía y caer en el peor error. El teatro nunca puede ser político, en eso soy firme. Sí tiene que ser humano. Tiene que ser político por añadidura, no se puede plegar a una bandera. Esa época para mí fue la que yo más fui al cine en un favor más en pos de la cultura y menos en un deseo de ver teatro. Es decir, esa cosa de decir “yo voy a ayudar a la cultura, yo voy a ayudar a todo lo que sea de izquierda”. Y eso es temible y se convierte en un monstruo. El problema político varía, dependiendo de la posición del humano. Puede ser muy atractivo trabajar sobre los ismos y ciertas fantasías, pero es también muy peligroso. Yo no digo que esto sea lo que está bien, pero es lo que pienso.
¿Qué opinás entonces de teatros como El Galpón, donde muchas de sus obras están bastante relacionadas con lo político y la historia reciente?
Hace poco tiempo, en una charla, alguien me preguntó en qué interfirió el Socio Espectacular con el teatro y yo dije “lo que hizo el socio espectacular fue ayudar a El Galpón y El Circular, porque se iban a fundir”. Y es verdad, los salvó. Pero por otro lado, generó una obligación a tener que hacer más espectáculos porque tenía mayor cantidad de público, e inevitablemente -y no a propósito- tu calidad se ve desmejorada.
Pero eso tiene que ver un poco con el problema de las políticas culturales, ¿no? El lema de Achugar es “cultura para todos”, que es algo super cuestionable porque se producen un montón de determinadas cosas en serie, a modo de rellenar determinados espacios públicos. Eso no se interpela, se lo apoya ideológicamente, pero la problemática estética que supone eso no se cuestiona.
La imagen del teatro para los barrios es falsa. Es decir, uno no tiene que decir “el teatro para los barrios”, no hay que hacer feudos. En todo caso, sería mucho más lindo que la gente que no sale de su barrio salga de su barrio y salga de su lugar a estudiar teatro gratis ¿Por qué te voy a encerrar en tu barrio con tus pequeñas cosas para que vos te quedes en tu pequeño feudo y nunca salgas? No, compartamos los barrios. Yo trabajo en el Programa Esquinas y la gente que va a Casavalle va de todos lados y es una fiesta. Un feudo para el teatro es lo menos que a vos te sirve, porque hay una mucho menor amplitud de ideas, porque al final, dependiendo de dónde sos, es cómo pensás. Yo he visto gente que venía de los barrios más salados que se juntaba con la gente del barrio más careta y entre los dos hacían una bomba. Y eran una bomba, vos veías a los dos juntos y era verdad ¿Quien tiene el talento? El talento no lo tiene nadie. Nadie es dueño de la creatividad. Vos podés recibir estímulos, pero es mentira esa posibilidad de decir que a mayor cantidad de estudios se habilita más. Con la creatividad podés tener suerte o no, depende con qué persona humana te juntaste, y no por su posición cultural o adquisitiva.
También está la gran falacia de asociar a locura con genialidad, como si todo loco fuese un Van Gogh en potencia.
Yo di clases para esquizofrénicos y el esquizofrénico no puede repetir y es de una tristeza absoluta. No hay forma de que pueda revivir, porque emocionalmente empieza a automatizarse. Empieza este automatismo a veces por la medicación o por la propia enfermedad. Recuerdo la experiencia y fue frustrante. Yo creo que en las instituciones psiquiátricas se perdió un poco la natura. Yo soy un amante de Freud en el sentido que fue un escritor genial. Yo leo a Freud y digo “qué imaginación, qué genialidad y qué capacidad para abrir puertas”. Hoy en día por más que se trate de cambiar el nombre a las enfermedades, se cambió eso. Por intentar generar una forma de decir  “esta es la verdad” se perdió su potencial mágico. Por ejemplo, ¿qué pasó con la hipnosis, tan dejada de lado? Yo soy un fanático de la hipnosis, porque creo que la sugestión es una forma de cura.
Igual, es extraño que vos desconfíes de la catarsis y al mismo tiempo te guste la hipnosis.
No, ¡yo digo la hipnosis para el teatro! ¿Por qué terminamos con la hipnosis cuando tiene elementos que son geniales?
El problema con la hipnosis en la terapia es la sugestión, que es justamente aquello que te fascina.
Nuestra propia vida es sugestionada por cosas. Nos sugestiona nuestra familia, todo lo que nos pasó… y resulta que cuando llega la hora de curar a alguien, no queremos usar determinada técnica. Ante la necesidad de quien lo necesita seguro que lo cree. Ante la necesidad va a aceptar la sugestión.
Igual, ante lo que decís corrés un riesgo, porque hay sugestiones y sugestiones. Puede haber una que esté completamente asociada a adaptar al tipo al medio. De hecho una de las ramas más populares de la psicología actual está muy basada en la sugestión, con esa noción del psicoanalista sabiendo lo que es mejor para el paciente…
¡Pero volvamos a la hipnosis! [risas] ¡Volvamos a la aventura! Ya pasó la etapa del tipo intelectual que te interpreta. Ya está, la gente está con la necesidad de otra aventura. Para mí la gente lo pide a gritos… Es impresionante el tema de la presencia del que tiene un poder. La hipnosis le roba al teatro y el teatro le roba a la hipnosis. El teatro es hipnótico en sí mismo. Vos ya partís de la base de lo que generás por la luz, por el sonido, por determinadas cosas. La tele mismo genera determinadas atracciones de la luz. De ahí también hay ciertos canales que según cómo te pares, cambia. Suponete  [se levanta] esta es una situación perturbadora [se coloca en la esquina del living, de espaldas a un largo espejo], al menos fotográficamente, por un ángulo. En el centro mismo [se coloca en el centro] es más perturbador, genera en el inconsciente una lectura no acostumbrada a leer en ángulo. Cuando vos estás acostumbrado a ver en centro, el ángulo te comienza a perturbar ciertas cosas del inconsciente.
En la puesta en escena de Bienvenido también está ese trabajo sobre los márgenes y los alrededores.

También hay una cosa de acercamiento y no acercamiento. Ponele, con los vendedores:  por ejemplo, en un momento te hablo desde determinada distancia, pero en determinado momento yo puedo querer un cierto acercamiento y eso genera una empatía. O también lo podés hacer por cierta mímesis. Por ejemplo, yo sé que estás sentado con el cigarro en la mano y con las piernas cruzadas y vos sin saber no te das cuenta de que yo estoy hablando y en vez de agarrar un cigarro agarro esto [agarra una lapicera] y generás un espejo. Eso también genera en el inconsciente una suerte de empatía. Y esa empatía genera un afecto. Y ese afecto genera una bajada de defensas de esa persona que te está mirando. Los vendedores trabajan desde ese lugar, de cómo generás el afecto en el comercio.
¿Te ha tocado la situación de tener que trabajar así?
Sí. Cuando yo era muy chico mi padre era estafador. Yo era muy chico y llegó el momento en el que él me quiso enseñar el oficio. Nunca llegué aprender del todo, porque opté por el teatro y abandoné.
¿Pero en el teatro no hay algo de eso?
Claro, en el teatro existe la estafa. Es parte del juego del teatro, pero de un lugar en el que yo no te saco, sino que te doy. El estafador no le vende nada al otro que el otro no quiera hacer ilegal.

¿Cómo se articuló esa idea original con Bienvenido a casa?
Lo que nosotros buscamos el primer día es que tenga esa sensación victoriana, por más que sea en un espacio más cinematográfico. Viste que vos te sentás en el teatro victoriano y lo que tenés adelantes es como una pantalla. Nuestra intención era en el primer día mantener la barrera, eso de que “lo que pasa acá no te va a tocar” y que en el segundo día eso sí te toque. Se abre el velo. El proyecto empezó en que estábamos haciendo una obra de teatro y yo estaba mirando la de atrás y me gustaba más la de atrás que la de adelante. Te juro que era una mentira. La de atrás era alucinante y entrabas en escena y decías “la concha de la madre”. Ese intermedio yo me di cuenta de que era el momento de la actuación. Ese intermedio es ese punto mágico, ese de que estoy jugando y no estoy exhibiéndome del todo. Es un huevo para el actor. En realidad la obra eran tres partes, no dos [Traza el dibujo que figura arriba]. Eran tres días. Vos llegabas a esta a las ocho y media. Después venías a esta que empezaba a las nueve y duraba una hora, te ibas a las diez. Y después venía a esta otra que empezaba a las nueve y treinta. Así era el principio. Entonces lo que habíamos logrado era que el público veía más hora de lo que el actor actuaba. El actor actuaba de las ocho y media hasta las diez y media y el público veía una hora por día, es decir, son tres horas. Entonces le ganábamos al tiempo. El actor actuaba dos horas y el público veía tres, porque era en simultáneo. Con todo este delirio de ver el atrás nos dimos cuenta de que podíamos ganarle al tiempo. Empieza a haber una cuestión con el tiempo que no es real. Se generaba esa idea del público diciéndole al actor “pero cómo es la cosa? ¿Vos me actuaste dos horas o tres horas?
¿Por qué no se terminó dando de esa forma?
Porque en realidad la ensayamos hasta el último año con los tres espacios, pero no encontrábamos un espacio para hacerlo. Al primer lugar que fuimos a pedir fue el San Martín y ahora nos vamos al San Martín, si será surrealista todo. Al final, partimos de esta forma [agarra una lapicera y traza el dibujo que figura arriba] y de la historia de El hombre elefante. Tenía que ser una historia que fuera clásica, que tuviera esa sensación de “ya lo vi”. Tiene que tener esa relación de teatro ya hecho, que es el victoriano, de esa tranquilidad de “esto ya lo vi”. Cierta necesidad de llegar a lo clásico.
De llegar también a cierta estructura mimética, ¿no?

Arquetípica. Que vos dijeras “ta”. Pero fue un laburo bárbaro, porque ésta, la ficción, es la excusa para hacer todas estas. Pero teníamos claro que ésta tenía que ser de verdad, porque al principio era hacer ésta como excusa para ésta, pero después te viene el veneno y te das cuenta de que si esto no es verdad no me lo como. Si los actores no se creían que esto era verdad, no funcionaba, no funcionaba nada. Vos tenés que creer a muerte en eso que estás armando, primero entre nosotros, después para el público. Si no creés en el juego a muerte, estás perdido.   

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