Abogado, escritor,
periodista.
El 22 de noviembre
de 2015, en un resultado hasta antes impensable, Mauricio Macri
derrotó a Daniel Scioli en las elecciones presidenciales doblegando
al invencible peronismo argentino; un mes más tarde en los comicios
parlamentarios en Venezuela, lo impensable volvió a suceder: la
oposición de ese país aventajó por un amplio porcentaje al régimen
gobernante.
Un resultado que
golpeó fuertemente al presidente Nicolás Maduro que había hecho de
su mayoría absoluta basada en los repetidos éxitos plebiscitarios
de Hugo Chávez el eje de su gobierno. Transcurrido otro mes, Evo
Morales, no logró que los bolivianos aceptaran su reelección
indefinida.
Ello, junto a la
obligada renuncia del ecuatoriano Rafael Correa a su similar
reelección infinita más los impactantes sucesos de Brasil, dieron
carácter relacional a estos desenlaces. Los que mostraron la caída
de un sistema común de la izquierda populista latinoamericana,
desarmado por un súbito guadañazo de decepción electoral que
atravesó el continente. No derribando a este o aquel gobierno
populista en particular sino a la alternativa común frente al
neoliberalismo, que se hundió en pocas semanas acusada de
corrupción, debacle económica, autoritarismo creciente y desorden
social. Todo ello obtenido por la voluntad de los ciudadanos de sus
respectivos países. O, como mostraron las encuestas en Brasil, por
la destitución de una presidenta que incluso perdió el apoyo de sus
más recientes votantes.
Este sorprendente
ocaso de la izquierda latinoamericana en su formato populista, tal
como este se mostró en Argentina, Venezuela, Bolivia y Ecuador y
menos marcadamente en Brasil, no solo resultó inesperado y
sorprendente por su velocidad y rotundidad, sino que pone de
manifiesto otro aspecto, quizás más relevante que la periódica
alternancia de signo político que las naciones americanas han
mostrado en el último siglo. Me refiero a la idea que estos
regímenes, bautizados como neopopulismos para distinguirlos de sus
antecesores del siglo XX, como el varguismo y el primer peronismo, y
que, sin perjuicio de sus particularidades, aúnan el nacionalismo
antiimperialista con un fuerte impulso movilizador, fundan y expresan
un nuevo camino para la izquierda. Una renovada ideología que define
la política como lucha entre fracciones enemigas (sociales,
culturales o étnicas), desconfía de la democracia representativa,
se basa en conductores mesiánicos y trascendiendo al clasismo
proletario, reduce las complejidades sociales a la dicotomía entre
pueblo y oligarquía. Y si bien no renuncia al socialismo, se propone
lograrlo superando la rigidez del anterior paradigma marxista.
Toda esta revisión
es ahora puesta en cuestión por este abrupto desenlace -en cierto
modo parecido en los efectos que en su momento la caída del muro de
Berlín tuvo sobre la izquierda clásica- que cuestiona tanto sus
anteriores bases conceptuales, como su implementación política.
Tanto que se ha dicho, quizás algo apresuradamente, que si en los
ochenta la izquierda perdió al marxismo hoy se derrumba el populismo
que lo sucedió. Pero que en cualquier caso plantea un interrogante
que no admite fácil respuesta. ¿Qué puede explicar que en tan
breve lapso, se haya derrumbado, de una manera tan reiterada, esta
concepción de la política?
Para la crítica
liberal (desde los socialdemócratas a los liberales más
mercantilistas) lo ocurrido con el populismo, admite una explicación
simple, aunque se conceda que seguramente no sea la única. En sus
primeros trece años el tangible éxito económico del populismo,
sustentado en un ciclo económico mundial altamente favorable,
habilitó, casi sin interrupciones, el crecimiento anual del producto
y el cumplimiento de los programas redistributivos, reductores de la
pobreza. Concluido este ciclo, en el que los excedentes generados no
modificaron de modo apreciable la infraestructura económica de la
sociedad, se regresó, como ahora ocurre, a las dificultades
conocidas, lo que redundó lisa y llanamente en el debilitamiento o
el fin del populismo.
Como es evidente se
trata de una explicación de tipo reduccionista, pero aun así,
seguramente cierta. Particularmente si se la combina con la creciente
percepción por parte de la ciudadanía de los diferentes países,
incluyendo a sus sectores populares, del progresivo aumento del
autoritarismo del populismo, con el consiguiente deterioro del estado
de derecho. Una conciencia en la que los latinoamericanos han venido
avanzando desde el fin de las dictaduras militares. Aun cuando estas
no sean las únicas visiones de este proceso.
Para las izquierdas
poscomunistas, (ideológicamente las comunistas remanentes han
perdido relevancia) abreviando, dos son las explicaciones. Para los
populistas, del tipo de Ernesto Laclau, lo ocurrido es una
consecuencia de la conspiración de los medios de comunicación en
manos privadas, que en todas partes tramaron para desfigurar el
proceso de liberación negando a los gobiernos progresistas la
difusión de sus logros al difundir una imagen catastrofista, tanto
de la corrupción como de los dolores del crecimiento. Para la otra
versión de esta izquierda, todavía minoritaria, lo ocurrido es el
precio por no haber desarrollado con más determinación una política
claramente anticapitalista. Para ella, siguiendo al celebrado Slavoj
Zizek, la solución no está en el Estado, sino en los Movimientos
Sociales emergentes de la sociedad civil, que en una primera etapa no
procuran el poder estatal, sino entablar luchas locales y
territoriales, que modifiquen gradualmente la sociedad y el sentido
común popular para construir un diferente relato hegemónico.
No es aquí nuestra
intención valorar estas explicaciones, solo las exponemos, porque
revelan un modo de internalizar la política y la sociedad, además
de mostrar, cómo, pese a su fracaso, gran parte de la reciente
izquierda socialista, aun la poscomunista, sigue manteniendo una gran
distancia de la visión liberal de la democracia y de los regímenes
sociopolíticos que con ella se relacionan.