LA CUARTA PÁGINA
EDUARDO ESTRADA
La apuesta por políticas sociales segmentadas, en lugar de reducir, ayudan a reproducir la fuerte fractura social en la región. El verdadero reto de la izquierda reformista es optar por políticas que sean universalistas
El País de Madrid
La izquierda moderada de América Latina está de moda. En lo que
llevamos de siglo hemos oído innumerables alabanzas al Chile de
Bachelet, al Uruguay de Mujica o al Brasil de Lula y Rousseff por parte
de un gran número de analistas internacionales, incluyendo voces tan
liberales como las de Vargas Llosa o el semanario The Economist. Como colofón, este último ha declarado a Uruguay país del año, para regocijo del primero —que escribió El ejemplo uruguayo(EL
PAÍS, 29-12-13), elogiando las reformas emprendidas por el “simpático
estadista” Mujica, que “vive muy modestamente”. Y es que, con razón, los
apologetas de esta izquierda “inteligente” contraponen sus buenos
resultados —en libertades civiles, crecimiento económico y eliminación
de la pobreza— al desastroso socialismo bolivariano.
Sin embargo, esta comparación entre las izquierdas latinoamericanas tan subrayada en los medios es del todo insuficiente, sobre todo si tenemos en cuenta el nivel de desarrollo de la región en el año 2014. Deberíamos comparar los progresos de la izquierda latinoamericana con aquellos de la izquierda reformista que universalizó los Estados de bienestar en Europa durante el siglo XX —desde Suecia en los treinta, dando lugar al modelo paradigmático, a España en los ochenta, dando lugar a una versión más edulcorada (y que parece difuminarse en la actualidad a pasos agigantados)—. La clave de esta izquierda reformista europea —en contraste con experiencias previas, como la torpe izquierda de nuestra República, o con la izquierda dominante en el continente americano (de EE UU hacia abajo)— fue romper con la concepción del Estado que, histórica e intuitivamente, ha tenido el pensamiento progresista: el Estado como una especie de Robin Hood cuya función sería quitar a los ricos para dárselo a los pobres.
Obviamente, la izquierda tradicional ha planteado variantes muy distintas de Robin Hoods: desde un Estado “bolcheviquizado” (o bolivariano) que asalta a los capitalistas violando las reglas del Estado de derecho a otro que transfiere dinero, o cartillas de alimentos, a los más desfavorecidos con la aquiescencia del sheriff de Nottingham. El segundo Robin Hood es mucho mejor que el primero en todos los sentidos, pero ni uno ni otro representan una garantía para crear una sociedad equitativa a largo plazo, algo que podemos ver en América Latina. Como un reciente informe del Banco Mundial muestra, a pesar de que la población latinoamericana viviendo debajo del umbral de la pobreza extrema ha descendido a la mitad en las dos últimas décadas (gracias al fuerte crecimiento económico y los programas sociales puestos en marcha), la desigualdad económica continúa en niveles altísimos.
Una primera razón es que la izquierda moderada latinoamericana gobierna Estados con una capacidad recaudatoria muy pequeña. Eso sí, como las pequeñas bolsas recolectadas por estos amables Robin Hoods son redistribuidas inteligentemente entre los más desfavorecidos (y algunos grupos electoralmente estratégicos), son suficientes para apuntalar en el poder a Gobiernos de izquierda.
En segundo lugar, hay dudas sobre la efectividad a largo plazo de sus políticas contra la exclusión social. Fijémonos en los resultados del programa más ensalzado —las transferencias condicionadas a cambio, por ejemplo, de que los niños pasen revisiones médicas y vayan a la escuela (unos programas que cubren, en distintas versiones, a más de 113 millones de latinoamericanos)— en el país más ensalzado (Uruguay). A pesar de obvios beneficios inmediatos en términos de reducción de la pobreza, estas transferencias han generado incentivos perversos. Por ejemplo, el niño se registra en la escuela, pero no atiende a clase. Las transferencias tampoco enfrentan las causas de fondo de la desigualdad, como una alarmante tasa de abandono escolar (que se traduce en que un 70,8% de los uruguayos buscan su primer empleo solo con educación primaria), una fuerte segmentación del mercado laboral o una segregación urbana que separa a las clases sociales en barrios distintivos que, a su vez, también tienen escuelas que ofrecen unas oportunidades de aprendizaje muy diferentes.
Aquí radica un problema esencial de estas políticas tan extendidas. Actúan sobre la demanda de la educación, dando incentivos económicos a los padres; a expensas, porque los recursos son siempre limitados, de la oferta educativa. Es decir, de dotar al país de unas escuelas públicas de la máxima calidad para todos, que es lo que, a la postre, puede romper la intensa transmisión generacional de la pobreza que sufre la región.
A nivel general, las investigaciones de científicos sociales como Bo Rothstein han mostrado los efectos contraproducentes e inintencionados que tienen las políticas sociales condicionadas a las necesidades individuales: los que reciben las ayudas quedan estigmatizados (y eso puede afectar a su posterior integración social); los que no las reciben por poco, se enojan (o bien recurren al fraude para “colarse” entre los beneficiarios. Es importante subrayar que la corrupción puede ser un efecto lateral de programas sociales selectivos); y los que nos las reciben por mucho se dejan convencer fácilmente por demagogos de que ayudar a los otros equivale a malgastar. Además, todos pierden confianza social, que es el pegamento, delicado e imprescindible, que mantiene una sociedad cohesionada. Como resultado, los ciudadanos no se sienten partícipes de un proyecto común, sino identificados con su grupo social más cercano.
Esto es lo que tememos que está pasando en América Latina: una apuesta por políticas sociales segmentadas que, en lugar de reducir, ayudan a reproducir la fuerte segmentación social en la región. Pero ¿cuál es la alternativa? ¿Una izquierda más revolucionaria?
Desde luego que no. Garantizar una verdadera igualdad de oportunidades solo es posible con una izquierda reformista que, reprimiendo la tentación de Robin Hood (que es muy atractiva), opte por políticas verdaderamente universalistas. Una educación, sanidad, políticas de ayuda a la familia y demás que alcance a todos, o la inmensa mayoría de la ciudadanía. Si las políticas están basadas en la concepción de que distintos ciudadanos comparten un mismo destino, generaremos cohesión social. En lugar del ideal de Robin Hood (que antepone la justicia distributiva a otras consideraciones), el ideal de esta izquierda reformista podríamos decir que es el de los mosqueteros (o sea, dar preferencia a la solidaridad social): el uno para todos y todos para uno.
La izquierda reformista europea aprendió que renunciar a una redistribución directa (impuestos a los ricos y gasto social para los pobres) hoy puede facilitar una redistribución más sostenible mañana, porque el pastel de lo público crece. Es más fácil inducir a las clases medias-altas a pagar impuestos elevados —y a que se impliquen en la incesante y ardua tarea de mejorar la eficiencia de los servicios públicos— cuando estas se benefician también de las políticas sociales.
Sin embargo, el electoralismo de la izquierda en América Latina impide el desarrollo de este tipo de políticas universalistas. Por ejemplo, cuando el recientemente elegido Frente Amplio uruguayo discutía en 2007 el diseño de su Plan de Equidad, unos cuantos “mosqueteros” propusieron aumentar el número de beneficiarios para más tarde universalizar el programa y así asegurar la financiación del mismo a través de impuestos de todos los uruguayos. Pero fueron derrotados por aquellos “Robin Hoods” que preferían unos fondos más generosos para los más necesitados. Fue una decisión comprensible presupuestariamente (es difícil defender transferencias a los ricos en tiempos de crisis) y políticamente (como alguno comentaba, “¿dónde estaban las clases medias durante la dictadura?”). Pero con efectos dudosos sobre sobre la exclusión social a largo plazo.
El atractivo mediático de los Lula, Rousseff, Bachelet y Mujica es mayor que el de los seguramente más aburridos arquitectos históricos de los Estados de bienestar europeos que hoy consideramos emblemáticos. Pero hay que preguntarse si sus políticas sociales no están tan repletas de gestos simbólicos como sus comportamientos individuales. Debemos exigirles más.
El dominio de los Robin Hoods no es solo un problema latinoamericano. Tanto allí como en el resto del mundo la nueva izquierda que parece emerger de esta crisis económica enfatiza de forma rabiosa la justicia distributiva —pensemos en el ubicuo lema “somos el 99%”— por encima del ideal de solidaridad social. Necesitamos con urgencia el retorno de los mosqueteros, porque, para construir sociedades equitativas, no bastan con políticas para el 51% ni para el 99%, sino que se requieren políticas para todos.
Sin embargo, esta comparación entre las izquierdas latinoamericanas tan subrayada en los medios es del todo insuficiente, sobre todo si tenemos en cuenta el nivel de desarrollo de la región en el año 2014. Deberíamos comparar los progresos de la izquierda latinoamericana con aquellos de la izquierda reformista que universalizó los Estados de bienestar en Europa durante el siglo XX —desde Suecia en los treinta, dando lugar al modelo paradigmático, a España en los ochenta, dando lugar a una versión más edulcorada (y que parece difuminarse en la actualidad a pasos agigantados)—. La clave de esta izquierda reformista europea —en contraste con experiencias previas, como la torpe izquierda de nuestra República, o con la izquierda dominante en el continente americano (de EE UU hacia abajo)— fue romper con la concepción del Estado que, histórica e intuitivamente, ha tenido el pensamiento progresista: el Estado como una especie de Robin Hood cuya función sería quitar a los ricos para dárselo a los pobres.
Obviamente, la izquierda tradicional ha planteado variantes muy distintas de Robin Hoods: desde un Estado “bolcheviquizado” (o bolivariano) que asalta a los capitalistas violando las reglas del Estado de derecho a otro que transfiere dinero, o cartillas de alimentos, a los más desfavorecidos con la aquiescencia del sheriff de Nottingham. El segundo Robin Hood es mucho mejor que el primero en todos los sentidos, pero ni uno ni otro representan una garantía para crear una sociedad equitativa a largo plazo, algo que podemos ver en América Latina. Como un reciente informe del Banco Mundial muestra, a pesar de que la población latinoamericana viviendo debajo del umbral de la pobreza extrema ha descendido a la mitad en las dos últimas décadas (gracias al fuerte crecimiento económico y los programas sociales puestos en marcha), la desigualdad económica continúa en niveles altísimos.
Una primera razón es que la izquierda moderada latinoamericana gobierna Estados con una capacidad recaudatoria muy pequeña. Eso sí, como las pequeñas bolsas recolectadas por estos amables Robin Hoods son redistribuidas inteligentemente entre los más desfavorecidos (y algunos grupos electoralmente estratégicos), son suficientes para apuntalar en el poder a Gobiernos de izquierda.
En segundo lugar, hay dudas sobre la efectividad a largo plazo de sus políticas contra la exclusión social. Fijémonos en los resultados del programa más ensalzado —las transferencias condicionadas a cambio, por ejemplo, de que los niños pasen revisiones médicas y vayan a la escuela (unos programas que cubren, en distintas versiones, a más de 113 millones de latinoamericanos)— en el país más ensalzado (Uruguay). A pesar de obvios beneficios inmediatos en términos de reducción de la pobreza, estas transferencias han generado incentivos perversos. Por ejemplo, el niño se registra en la escuela, pero no atiende a clase. Las transferencias tampoco enfrentan las causas de fondo de la desigualdad, como una alarmante tasa de abandono escolar (que se traduce en que un 70,8% de los uruguayos buscan su primer empleo solo con educación primaria), una fuerte segmentación del mercado laboral o una segregación urbana que separa a las clases sociales en barrios distintivos que, a su vez, también tienen escuelas que ofrecen unas oportunidades de aprendizaje muy diferentes.
Aquí radica un problema esencial de estas políticas tan extendidas. Actúan sobre la demanda de la educación, dando incentivos económicos a los padres; a expensas, porque los recursos son siempre limitados, de la oferta educativa. Es decir, de dotar al país de unas escuelas públicas de la máxima calidad para todos, que es lo que, a la postre, puede romper la intensa transmisión generacional de la pobreza que sufre la región.
A nivel general, las investigaciones de científicos sociales como Bo Rothstein han mostrado los efectos contraproducentes e inintencionados que tienen las políticas sociales condicionadas a las necesidades individuales: los que reciben las ayudas quedan estigmatizados (y eso puede afectar a su posterior integración social); los que no las reciben por poco, se enojan (o bien recurren al fraude para “colarse” entre los beneficiarios. Es importante subrayar que la corrupción puede ser un efecto lateral de programas sociales selectivos); y los que nos las reciben por mucho se dejan convencer fácilmente por demagogos de que ayudar a los otros equivale a malgastar. Además, todos pierden confianza social, que es el pegamento, delicado e imprescindible, que mantiene una sociedad cohesionada. Como resultado, los ciudadanos no se sienten partícipes de un proyecto común, sino identificados con su grupo social más cercano.
Esto es lo que tememos que está pasando en América Latina: una apuesta por políticas sociales segmentadas que, en lugar de reducir, ayudan a reproducir la fuerte segmentación social en la región. Pero ¿cuál es la alternativa? ¿Una izquierda más revolucionaria?
Desde luego que no. Garantizar una verdadera igualdad de oportunidades solo es posible con una izquierda reformista que, reprimiendo la tentación de Robin Hood (que es muy atractiva), opte por políticas verdaderamente universalistas. Una educación, sanidad, políticas de ayuda a la familia y demás que alcance a todos, o la inmensa mayoría de la ciudadanía. Si las políticas están basadas en la concepción de que distintos ciudadanos comparten un mismo destino, generaremos cohesión social. En lugar del ideal de Robin Hood (que antepone la justicia distributiva a otras consideraciones), el ideal de esta izquierda reformista podríamos decir que es el de los mosqueteros (o sea, dar preferencia a la solidaridad social): el uno para todos y todos para uno.
La izquierda reformista europea aprendió que renunciar a una redistribución directa (impuestos a los ricos y gasto social para los pobres) hoy puede facilitar una redistribución más sostenible mañana, porque el pastel de lo público crece. Es más fácil inducir a las clases medias-altas a pagar impuestos elevados —y a que se impliquen en la incesante y ardua tarea de mejorar la eficiencia de los servicios públicos— cuando estas se benefician también de las políticas sociales.
Sin embargo, el electoralismo de la izquierda en América Latina impide el desarrollo de este tipo de políticas universalistas. Por ejemplo, cuando el recientemente elegido Frente Amplio uruguayo discutía en 2007 el diseño de su Plan de Equidad, unos cuantos “mosqueteros” propusieron aumentar el número de beneficiarios para más tarde universalizar el programa y así asegurar la financiación del mismo a través de impuestos de todos los uruguayos. Pero fueron derrotados por aquellos “Robin Hoods” que preferían unos fondos más generosos para los más necesitados. Fue una decisión comprensible presupuestariamente (es difícil defender transferencias a los ricos en tiempos de crisis) y políticamente (como alguno comentaba, “¿dónde estaban las clases medias durante la dictadura?”). Pero con efectos dudosos sobre sobre la exclusión social a largo plazo.
El atractivo mediático de los Lula, Rousseff, Bachelet y Mujica es mayor que el de los seguramente más aburridos arquitectos históricos de los Estados de bienestar europeos que hoy consideramos emblemáticos. Pero hay que preguntarse si sus políticas sociales no están tan repletas de gestos simbólicos como sus comportamientos individuales. Debemos exigirles más.
El dominio de los Robin Hoods no es solo un problema latinoamericano. Tanto allí como en el resto del mundo la nueva izquierda que parece emerger de esta crisis económica enfatiza de forma rabiosa la justicia distributiva —pensemos en el ubicuo lema “somos el 99%”— por encima del ideal de solidaridad social. Necesitamos con urgencia el retorno de los mosqueteros, porque, para construir sociedades equitativas, no bastan con políticas para el 51% ni para el 99%, sino que se requieren políticas para todos.
Víctor Lapuente Giné es profesor en la Universidad de Gotemburgo y Johan Sandberg es doctorando en la Universidad de Lund.