Sectores de la Curia se resisten a las
reformas drásticas anunciadas por Francisco
Bergoglio se enfrenta al reto de estar
a la altura de las expectativas que ha generado
Pablo Ordaz Roma 20 JUL 2013 - 23:36
CET158
El País de España
El papa Francisco, con un grupo de
obispos en el Vaticano. / RICCARDO DE LUCA (AP)
La luna de miel del papa Francisco está
a punto de acabar. Las últimas celebraciones jubilosas de sus
primeros cuatro meses de pontificado serán las Jornadas Mundiales de
la Juventud (JMJ) que comienzan el martes en Río de Janeiro. El
verano sin veraneo de Jorge Mario Bergoglio marcará la frontera
entre su triunfal llegada a la silla de Pedro —el pasado 13 de
marzo, directamente desde el fin del mundo— y su prometida batalla,
no necesariamente incruenta, para limpiar la Iglesia. El mejor
ejemplo de lo que se avecina se ha escenificado en las últimas
horas. Después de unos meses de tensa calma en los despachos de la
Curia —entre sorprendidos por la instantánea popularidad del nuevo
pontífice y preocupados por la anunciada pérdida de sus
privilegios—, los altos jerarcas de la Santa Sede han vuelto a
tirar de informes envenenados para recordarle a Francisco quién
manda, todavía, en el poderoso consejo de administración del
Vaticano.
El viernes se supo que Jorge Mario
Bergoglio había sido víctima de una trampa muy bien urdida. El
semanario italiano L’Espresso publicó que monseñor Battista
Ricca, el prelado nombrado el pasado 15 de junio para vigilar el
funcionamiento del Instituto para las Obras de Religión (IOR), tenía
un pasado muy alejado de la ortodoxia de la Iglesia. Durante su
permanencia en la nunciatura de Montevideo, monseñor Ricca, de 57
años, mantuvo una relación sentimental con un capitán del Ejército
suizo, al que alojó y dio empleo en la mismísima legación del
Vaticano en Uruguay. Además, su afición a la vida disipada lo llevó
a verse envuelto en reyertas de las que salió con el rostro tan
magullado como su currículo. Pero el problema va mucho más allá de
los pecados mundanos del diplomático vaticano. La cuestión es que
nadie de la Curia advirtió al Papa de que el expediente de Battista
Ricca había sido blanqueado hasta hacerlo parecer intachable. Lo
dejaron equivocarse para, una vez cometido el error, airear hasta el
último detalle de la ajetreada vida del hombre elegido por Bergoglio
para frenar la corrupción en el banco del Vaticano. No era nada
personal. El aviso había sido cursado.
Hasta ahora, Francisco se ha dedicado a
gustar. Su discurso —“deseo una Iglesia pobre y para los
pobres”—, sus gestos —el primer viaje fuera del Vaticano fue
para reconfortar a los inmigrantes olvidados en la isla de Lampedusa—
y sus proyectos —reformar el poder económico de la Iglesia para
hacerlo comulgar con la decencia— han podido ser asumidos por
cristianos y laicos con idéntico entusiasmo.
Hasta ahora, el Pontífice se ha
dedicado a gustar, pero ha pisado callos en la Curia
El balance no es malo. La plaza de San
Pedro se llena cada miércoles de fieles con el orgullo recobrado de
pertenecer a la Iglesia y los medios internacionales —portada de la
revista Time incluida— siguen postrados a sus pies. Por si fuera
poco, Jorge Mario Bergoglio ha evitado hábilmente referirse a las
cuestiones más peliagudas. No ha hablado de aborto ni de eutanasia
ni de matrimonio homosexual. Las dificultades llegarán cuando este
papa que tan bien cae a los sectores más progresistas no responda a
ciertos anhelos erróneamente albergados. Porque se apellide
Ratzinger o Bergoglio, sea un teólogo alemán tímido y reservado o
un argentino con don de gentes, se trata del Sumo Pontífice, el
guardián de las esencias de la Iglesia católica. Una cuestión
principal que llega a olvidarse porque los únicos callos que hasta
ahora ha pisado Francisco con sus zapatones negros de suelas gastadas
han sido los de los poderosos hombres de la Curia. Siendo uno de
ellos, parece uno de los nuestros.
Pero, al regreso del verano, el papa
Francisco, de carácter campechano, tan distinto a la timidez
ensimismada de Benedicto XVI, tendrá que ponerse serio. Los grupos
de trabajo que ha organizado para reformar la Curia y el banco del
Vaticano, recortar los gastos y combatir la corrupción irán dejando
las conclusiones sobre la mesa de su despacho en la residencia de
Santa Marta. Nadie duda de que un sector de la jerarquía vaticana se
resistirá a ser arrojado a las tinieblas y entonces llegarán los
llantos y el crujir de dientes. Desde hace cuatro meses, cada
discurso de Francisco destruye un peldaño del pasado. No puede haber
vuelta atrás ni componendas. No hay duda de que el papa argentino ha
adquirido un compromiso consigo mismo y con los cardenales que le
apoyaron —sobre todo con aquellos que desde el otro lado del
Atlántico están hartos de que la Iglesia universal se haya
convertido en una oficina italiana de intercambio de favores— para
ejecutar una gran reforma. Pero tampoco hay duda de que será
difícil, dolorosa y teñida por el escándalo.
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