miércoles, 21 de agosto de 2013

Historia de vida: Los ojos del tango


La República

Los ojos del tango
Cuando el sol se posiciona en lo más alto del cielo, las melodías de un acordeón inundan la esquina de 8 de Octubre y Pan de Azúcar.
Los zapatos marrones bien lustrados marcan el ritmo de una canción, y el pantalón traje verde olvido dejan entrever unas medias grises que combinan con el pavimento.
El rugido de los ómnibus y el murmullo de una ciudad que ha despertado hace varias horas, se entremezclan con los sonidos que emite el viejo instrumento musical. Sentado sobre el frío asiento de una parada de ómnibus, de hierros negros que compaginan con el aire helado del clima de agosto, se encuentra “Luis”.
La gente circula indiferente a su lado, ocupados con sus pensamientos y solo algunos se detienen para dejar unas monedas. El viejo vaso de lata chilla con el cambio que han depositado en él. El músico guarda rápidamente en su bolsillo la ganancia, no sin antes palpar con su tacto la cantidad de dinero. Sus manos son sus ojos, tal como su rostro lo deja ver.
Con la mirada ida y su semblante arrugado que denota el paso del tiempo, se predispone a responder las preguntas de una entrevista. De prisa, quienes esperan el ómnibus hacen silencio y escuchan atentamente las interrogantes y respuestas.
“Yo me llamo Alfonso Basilicio Rosales, pero los muchachos me dicen “Luis” porque es más fácil”, relata. Rosales queda un lapso pensativo cuando se le consulta su edad: “tengo setenta y pico ya”. El artista callejero nació ciego. Su madre, preocupada por el futuro de su hijo cuando ella no pudiera acompañarlo más en la vida, se dedicó a que este aprendiera un oficio del que se pudiera valer.
Estudió acordeón en la escuela de ciegos de su barrio hasta que su madre le propuso comenzar a trabajar solo para él. Tenía 14 años por ese entonces y desde ese momento no se ha dedicado a otro oficio que no sea el de músico callejero. Reafirma constantemente, en cada respuesta, que él “echa para adelante”.
El músico admite que antes se podía obtener más dinero tocando en la calle, pero que actualmente junto a su pensión por ceguera que le otorga el gobierno “se saca bien para las cosas”. Agrega además que él no encuentra ningún tipo de obstáculo a la hora de trabajar: “La gente da lo que puede. Si no hay, bueno, vamos a echar para adelante. Y a mí me gusta la música, no puedo dejar”.
“Acá yo paso lindazo”, destaca. Afirma que el público es educado y bueno con él. “A mí me gusta la gente para charlar” añade. Rosales hace partícipe de su condición de respetuoso y se enorgullece de eso. Cuenta que la gente le toca su cabeza y le incita a seguir trabajando. “No me tengo que hacer problema”, subraya.
Sin embargo, las vicisitudes de la delincuencia se hicieron sentir al menos una vez en su vida. El músico recuerda cómo una vez en un tren le hurtaron el acordeón que le había regalado su padre. El actual instrumento procede de un obsequio por parte de un italiano que la había traído desde su país de origen. “Esta tiene como sesenta años y marcha porque yo no se la presto a nadie”, declara al tiempo que la acaricia.
Es, sin dudas, un antiguo compañero de vida en su soledad. “Yo soy solo. ¿Para qué quiero hijos? ¡No!”, vocifera.
Rosales entona en su colega de teclas y dobletes, tangos que rememoran a un tiempo pasado. Alega que prefiere la música de antes, porque lo de ahora con él “no va”. “Pará un poquito que voy a acomodar el cable, ahora sí. Ahora vas a ver”, dice mientras hace girar una pequeña rueda que forma parte de su instrumento.
Sus dedos se desplazan por las decenas de teclas y botones que posee, mientras sus brazos se extienden y estrechan una y otra vez. “La Cumparsita” tiene nuevamente otro intérprete y la avenida montevideana se pinta de tango. Los pasajeros de un ómnibus verde miran por la ventana a “Luis”. Una señora mayor que llega a la parada no es ajena a él. Siente la mú-sica vibrar y marca con su pie el son musical.

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