elMontevid eano - Laboratori o de Artes
(reportaje recuperado de Equipo Editorial, 19 / 07 / 2013)
Lo primero que notás son esos ojos gigantes, abiertos hasta sus límites, con ganas de arrasarlo todo. Roberto Suárez tiene tanto algo de ángel como algo de demonio, como si en todo momento estuviera intentando hacerte firmar un contrato en el que todo se juega en la letra chica, microscópica. En una mano sostiene la copa de vino y el cigarrillo, la otra se mete en el bowl de papas chips y gesticula. Agarra una lapicera y dibuja, se levanta y trata de explicarte sus ideas como si el mismo living en donde le estás realizando la entrevista fuera uno de aquellos sets encastrables y continuados en los que se montan sus obras. En la transcripción de la entrevista hay un poco de ese desasosiego de perder algo que no se puede poner en el texto, por más que uno cada tanto se esfuerce en agregar “traza un dibujo”, o “se levanta”, como si estuviéramos armando un guión. Aún filmando la entrevista se perdería la verdadera dimensión de lo que es el encuentro, y ahí se percibe la fundamental esencia de Roberto Suárez y su obra: un hombre que es todo teatro, algo que sucede y se desvanece antes de que puedas registrarlo.
Las obras de Suárez siempre coquetean con esa idea de lo imposible. En El bosque de Sasha,
Suárez nos hacía adentrar a la Quinta de Santos convertida en un
pequeño feudo propio en donde aparecía un barco en el medio de un
jardín, casi como si fuera una intrusión de Fitzcarraldo al ámbito
teatral. En El hombre inventado la cuarta pared se rompía en un
sistema en el que el actor hablaba directamente al público, jamás
generándose una instancia de diálogo entre el resto de los personajes.
Su último trabajo, Bienvenido a casa, era
una obra de culto incluso antes de estrenarse, con varias historias
circulando sobre un extensísimo proceso de ensayos que duró más de dos
años, extrañas anécdotas de hipnotismo, enfermedad y trapecistas
brasileras muertas. En Bienvenido a casa el dispositivo teatral
se desmonta en dos fechas, la primera con el público viendo la obra en
un sentido clásico, bordeando lo cinematográfico, y la segunda
atravesando una cuarta pared, siendo parte de un juego en el que uno no
sabe si la obra ha terminado incluso después de salir de la Galería de
las Américas, donde se encuentra el teatro La gringa. Estudiar a Roberto Suárez es
intentar tironear de los límites de lo que es o no es teatro. Es, como
dirá más adelante, animarse a jugar, ofrecerse como un sujeto a su
hipnotizador.
Por primera vez Fósforo cumple con la tan demandada cuota femenina, contando con la valiosísima colaboración de Lourdes Silva (licenciada en Facultad de Humanidades y en Facultad de Psicología, UDELAR), quien sirvió de contacto con Suárez y aportó importante conocimiento sobre teoría teatral y otro material que excedía a los integrantes fijos del Equipo Editorial.
Un living, cuatro personas, cinco litros de vino. Fósforo le abre las puertas a Roberto Suárez.
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Ahora nomás están en receso con Bienvenido a casa, pero después parten para España. ¿Qué ideas tenés de este proceso?
Hicimos una parada, porque Mariano, uno de los actores, se fue a España a hacer funciones con Las Julietas.
Nos viene bárbaro además para parar un poquito. Después vuelve,
retomamos y después nos vamos de viaje. Vamos primero a Colombia,
después Buenos Aires, después a España y después a Chile. Después, al
otro año nos vamos para Europa de vuelta.
¿Cómo afecta el cambio de público a la obra?
La verdad que no tengo ni idea. Esto va a irse en rock and roll, no sabemos qué va a pasar. Estamos cambiando la obra también. No para el viaje, sino para estar motivados, porque si no llega un momento en que te aburrís.
¿Cambio de montaje decís?
Sí,
la segunda parte la cambiamos radicalmente ya e introducimos tres
escenas nuevas. Ahora volvemos de ensayar y cambiamos la escena primera
de nuevo.
Debe ser difícil introducir tantos cambios sin afectar al cronómetro que rige a Bienvenido a casa.
No,
mantenés el cronómetro. La idea es intentar revivirla, porque la
repetición en el teatro es la muerte. Cada obra tiene un tiempo y
posiblemente llegue un tiempo en el que vamos a decir “tenemos que
bajarnos”. En realidad, ahora la seguimos haciendo porque vamos a viajar
y nos motiva y la seguimos haciendo. Pero en realidad para nosotros la
tenemos que bajar. Si no es por esta motivación extra de viajar, la obra
ya habría cumplido su ciclo. Igual, hay que ser sincero, cuando murió
algo, murió. Digo para que esté viva, porque vos la podés seguir
haciendo y vos peleás que esté viva hasta tus máximas posibilidades.
Tiene algo de organismo vivo, tiene su propia existencia. Inclusive en
la memoria del actor. Una cosa es repetir y otra cosa es revivir.
Igual, ¿no te perturba estar todo el tiempo buscando la vitalidad de la obra?
Una
obra te perturba todo el tiempo. Siempre estás con esa cosa de que
nunca sale bien. Siempre estás peleando ese imposible. Parte de que la
obra se mantenga es que nosotros hacemos una hora de entrenamiento antes
de arrancar. Entrar en sensibilidad. Lo más complicado del teatro es el
coloque, no es tanto actuar, porque uno piensa actuar como una cosa
mágica, pero en realidad es tener una apertura sensible y artística y
estar conectado. El problema es cómo obtener ese coloque constante.
Es
casi el mismo problema con la droga, en determinado momento el cuerpo
va adquiriendo tolerancia y se va haciendo cada vez más difícil el
coloque.
Exactamente.
Entonces el asunto es cómo seguir cambiando para seguir vivo. Es así.
Hay una primera etapa en el ensayo que vos estás investigando y eso está
vivo, y todavía no llegaste. Cuando vos estrenás es cuando llegaste y
ese punto es “acá está, ya llegué”. Si vos te pasás, es un peligro. Vos
te podés pasar de ensayos y no tener la sensibilidad de darte cuenta y
decir “vos venís ensayando, ponele, dos años y lo que te falta es
montarla”. La verdad es que después de que el actor entendió, puede
transformar de un día para otro una escena. No es una cuestión de
memoria, es encontrar un punto de sensibilidad de decir “estamos en un
estado artístico”. Esa sensibilidad es la que te permite comunicar.
¿Vos decís que si te pasás de ensayo podés perder el coloque de antemano?
Sí. Y siempre está la lucha contra el ego, ¿no? Es la gran pelea esa.
¿A qué te referirías?
El
ego es lo que nos hace a nosotros en el teatro tener nuestras
cualidades sobresalientes exaltadas. Pero al mismo tiempo, cuando las
tenés exaltadas es cuando peor actuás, porque vos estabas mostrando tus
virtudes. Son barreras mostrando tus virtudes. Cuando vos rompés eso y
estás con tu hipersensibilidad abierta, relajada y dispuesto a estar en
el aquí y en el ahora, es cuando empieza la magia del teatro.
Es
el gran problema de muchos actores consagrados, que terminan haciendo
de sí mismos, pero el personaje que interpretan queda difuminado…
Lo
que pasa es que yo tampoco creo en los personajes. El personaje existe,
pero siempre es él, el actor. Si no, esa capa pasa a ser una traba
entre su sensibilidad y el espectador, un “me defiendo con un
personaje”. Lo lindo es cuando el teatro está pasando y el actor es en
ese momento. Cuando decís “esto, el juego, sucedió”. Lo que tiene que
suceder es el juego del teatro, no importa si los personajes tienen
determinadas características, o lo que sea. Eso sería muy simple. El
asunto es cuando ese personaje está en mí, jugando. El teatro siempre es
juego, nunca es verdad. No puede partir de una premisa de verdad. Para
que sea verdad, para que suceda lo que es verdad es el juego. El juego
es verdad. Yo lo que quiero cuando venís al teatro a verme es que vos
juegues conmigo. Y yo el juego lo hago de verdad. Ese es el margen de ir
sintiendo juntos. Desde ese punto sí el teatro se vuelve verdad. Pero
no es que el actor cuando hace de asesino sea efectivamente un
egocentrista asesino. Lo jugó él. Lo jugó bien.
Bueno, de hecho cuando termina Bienvenido a casa dicen “por suerte no pasó esto”.
Claro, y al mismo tiempo, en algún momento, realmente pasa. Ahí entramos en ese terreno que es el de la sugestión. Yo me sugestiono y me creo esto que está pasando, me creo el juego. La otra base del teatro es la contradicción. Siempre está la contradicción de las bases energéticas que nos pasa en la vida. Hasta con lo mágico. Hay una energía que viene hacia un lugar y siempre va a haber una que se le va a contraponer. Es como si de repente estamos hablando y nosotros dos estamos complotados con ella [señala a Lourdes] y nosotros ya nos habíamos reunido antes. Y de repente estamos hablando y ahí empieza un conflicto. Vos y yo estábamos hablando, pero nos conocíamos de antes, ya habíamos hablado y todo esto lo estamos haciendo para vos [vuelve a señalar a Lourdes]. Esa incomodidad que genera comienza a ser un conflicto. El gran trabajo en el juego es inducir. Y no es fácil, porque no necesariamente pasa por la gran actuación. Yo con el tiempo me he ido convenciendo con eso, porque por ahí, un gran actor te termina haciendo una cosa fría, inclusive en el cine. Hizo todo perfecto, pero no te cambió el parámetro del juego. Vos lo seguiste con una cordura, lo viviste con una cordura, pero no hubo una transformación en vos. Por ese tema yo estoy obsesionado con el hecho de que si se empieza desde la sensación de que es una mentira es mucho más efectivo. Para convencerte de algo, a veces si yo te planteo “esto es verdad”, ahí ya te puse un límite. Si yo te digo “no te preocupes si es verdad, o mentira, vos vení y disfrutá, después vemos” es otra cosa [risas]. Ahí empiezan las sorpresas, si no hay una gran defensa antes. Nosotros inclusive, antes de empezar la obra, que nos limitó la galería donde la hicimos, teníamos la idea de invitar a la gente a tomar un vino antes, pasar música, un tiempo que en los primeros ensayos lo hacíamos. Inclusive, nosotros con Inés, que estaba en la dirección, siempre salíamos a interactuar con la gente con un problema, como “gracias por venir, pero estamos con un problema bárbaro”. Generábamos ciertas tensiones ya antes de empezar.
Creo que el gran mérito de Bienvenido a casa, al menos, es lograr que todo ese aparato de interpretación con el que vas como espectador se te venza.
Y
la idea es que nos pase a nosotros también. Como juego, no como
catarsis. Es decir, no hay catarsis, nada de lo que sucede es real.
¿Vos desconfiás de la catarsis?
Sumamente.
Porque a mí me pasa que si yo veo a un actor que está llorando por
otra cosa que no es la situación, no lo creo: es catártico. Si un actor
llora es porque se le cayó la copa.
En ese sentido ¿cómo te posicionarías frente al método de actores de Stanislavski, donde se juega bastante esto?
Me
parece que no, no me convence. Es traumático. El teatro es desde el
lugar de la felicidad, y no desde el “ay, yo cuando era chico yo viví
esto y yo sufrí esto…”. No es personal. El ego nos mata. En todo ensayo,
cada vez que vas a hacer la función, la lucha es contra el ego. El ego
es la capa, es lo que uno inconscientemente se va colocando para
defenderse contra el otro. Es una forma de demostrar, y ahí es cuando el
gesto aparece demás y todo eso.
Bueno,
pero así como lo planteás, el ego es ontológicamente fundamental para
que se arme esa contradicción necesaria que hace que las cosas sigan
marchando.
Por
supuesto. Por un lado es positivo y por otro es la muerte. Esas
cualidades sobresalientes son las que hacen que las cualidades nos
fluyan.
¿Vos como autor con ese ego como te llevás?
Yo
como autor pasé una etapa de trabajar solo a trabajar en equipo. Ahí
crecí muchísimo, fue una evolución en el teatro que se viene haciendo
hace rato. En un tiempo en el teatro había un tipo que estaba solo en su
casa y escribía. En un sentido no hay que perder eso, no perder la
soledad de escribir, pero el teatro no es eso, porque si no, el teatro
empieza a ser por un lado el papel, por otro lado el actor, y si vos
empezás a separar no podés liar. Cuando el entendimiento es total,
cuando todo el mundo entiende y es parte de todo, todos son dueños de
todo. Eso es lo difícil de llegar. Hasta el último día estás rompiendo
para empezar de nuevo.
Es un poco lo que dice Heiner Müller, con respecto a la necesidad de la catástrofe y la fragmentación…
…Y
el caos. Es ese proceso en el que todo revienta y genera conflictos
personales y dudas. Después de eso, ahí empieza a haber una apertura
hacia otra cosa. El teatro no tiene un método, no hay un método posible.
Es según cómo vos venís, cómo programás ese ensayo, cómo el actor se
planta… A veces te pasa que te llega un actor y el primer día es una
maravilla, y después puede suceder que siga así o que en el medio le
llegue la barrera.
EL MONSTRUO DEL CINE
Y frente a tu lucha con respecto al ego como actor, ¿como la llevás?
Lo que pasa es que yo hace años que no actúo.
No actuás en teatro, pero sí en televisión y en cine…
Sí, pero no es lo mismo [risas]. No es lo mismo porque el proceso energético del teatro es liberador. Es otra cosa.
Pero en ese instrumento que sos vos, ¿no te pasa de que al no hacer uso de él durante mucho tiempo no te sentís vos mismo?
Yo
tengo muchas ganas, pero no me han llamado. Mirá, yo venía actuando,
pero cuando me metí a dirigir la gente me dejó de llamar para actuar.
Además de que siempre andás con un proyecto en mente, que es todo un
tema. En el cine el laburo es más momentáneo, a veces directamente ni
ensayás, es mucho más liviano. El rodaje es exigente, pero es como más
de inmersión en el momento y quizás tenga algo más de Stanislavski, en
ese sentido. Vos estás actuando una escena acá, una escena allá, y no
hay una continuidad. A veces te pasa de estar haciendo una escena con
alguien con quien nunca habías ensayado.
El
cine tiene una estructura mucho más finalista, aquello del final del
rodaje, pero la obra tiene esa idea de ser ensayada y que quizás nunca
se llegue a estrenar.
Y
yo creo que el cine debería ser igual. A mí el cine me parece que está
en una etapa muy complicada, que me parece que el teatro pasó por ese
proceso hace años y el cine todavía no. El rey en el cine es el
productor, mientras que en el teatro se mantiene una relación mucho más
horizontal. Por ejemplo, en Uruguay, nuestra forma de producir es
yanqui. Te aseguro que Herzog no produce una obra desde la misma forma
que se produce acá. Eso malcría a todo el mundo. Todo se rige como si
papá fuera el productor que hace funcionar todo, pero nunca llega a ser
una creación y una participación colectiva. En el cine la cosa es
colectiva porque todos terminamos trabajando para la misma cosa, pero no
en su forma. Eso funciona en un lugar con mucha guita, pero en
Latinoamérica no. Ahí te pasa que las formas y condiciones hacen que
para terminar un rodaje tengas que pactar con un montón de cosas porque
no te da la guita para pagar a la gente, o se eternizan en terminar la
película.
Eso pasa en Uruguay, en donde casi todas las películas son épicas de muchos años para llegar a reunir todos los fondos.
Mirá, yo vengo haciendo una película en la que vengo laburando desde hace más de diez años. Ojos de madera,
se llama. La logramos filmar, ahora estamos teniendo un corte, pero
todavía hay que hacer sonido y un montón de cosas. A mí no me importa
nada, yo lo que quiero es terminarla y saber que me gustó. No es por la
plata, ya a esta altura es terminarla y decir “bo, que lindo”. El tiempo
que fue desde que empezó a armarse el guión hasta que se hizo son diez
años. Lo que vos querés decir al principio ya se desvirtuó en todo el
proceso. Creo que toda cosa que uno hace tiene que tener su forma y su
forma no se puede traicionar en sí misma. Y en ese punto creo que el
cine se está traicionando. La realización del cine uruguayo en general
copia al cine de enorme producción y se imita esa forma en chico, y vos
en realidad tenés que re-crear tu propia forma de trabajar. Y hay
demasiados estatus, demasiados roles de dirección. Está por un lado la
dirección, por otro la dirección de arte, por otro lado la producción,
por otro lado la producción de campo y entonces el cine pasa a
convertirse en un monstruo, un monstruo irrealizable, cuando en realidad
hoy en día hay muchas cosas que lo harían mucho más accesibles, no como
antes, que el revelado era carísimo. Lo que está matando es la
producción y el ego.
¿En el teatro funciona diferente?
Yo
creo que el teatro tuvo una gran evolución gracias a determinadas
personas geniales que fueron los que convirtieron al actor, director y
autor a ser teatrista. Un actor debe saber escribir, actuar, todo. Cada
uno con sus posibilidades, pero empezó a unirse el concepto, no es que
cada uno busca por su lado, sino que todos nos sumergimos, lo que
terminás viendo es un equipo.
¿Quiénes creés que sean los agentes bisagra de ese cambio?
Creo que empezó en Buenos Aires. El gran cambio empezó ahí.
Con [Ricardo] Bartis, [Daniel] Veronese, [Rafael] Spregelburd…
Yo
creo que sobre todo el gran cambio empezó con Bartis y Veronese. El
resto se fueron plegando a esa energía que se iba creando. Pero creo que
fue muy entendido y tuvieron una gran etapa. Ahora yo fui a Buenos
Aires y lo vi triste. Como que están de nuevo apresurándose en los
procesos y perdiendo el control. En Uruguay hubo simultaneidad y
contagio con Argentina. Por un lado ese auge argentino dio vitalidad a
esa gente que acá estaba intentando cambiar la situación. Cuando yo
empecé a hacer teatro, en el lugar en donde nosotros estudiábamos
teníamos que ser porteros, iluminadores, y nosotros teníamos una
energía, una vitalidad, que parecíamos unos enfermos. Nos terminaron
echando de la escuela de teatro y nos metimos a actuar en bares. En el
momento era un delirio, pero surgió naturalmente. Los argentinos estaban
mucho más avanzados y cada quién encontró su forma de buscar su camino.
Ahí empezó una ruptura con el teatro institucional en Uruguay.
¿Eso
no está enmarcado en determinados procesos históricos? Por ejemplo
todos los desarrollos históricos que hay sobre el teatro post-dictadura.
Yo tengo una teoría pero lo que pasa es que es muy infame…
Mejor…
Cada
vez que digo esto me quieren matar, pero por un lado la dictadura le
hizo mucho mal al teatro de acá, pero por otro lo llenó de público,
porque con el tema del teatro fantasma lo que hacía era que la gente iba
al teatro, escuchaba “está amaneciendo” y salían de la sala llenos de
vitalidad, pero al mismo tiempo a los creadores los mató. Porque con el
solo hecho de estar trabajando con un texto fantasma vos ya estabas
diciendo algo. Yo no digo que haya culpabilidad, digo que si con el solo
hecho de vos decir “amanece”, la gente te aplaude, la búsqueda se
complica. Eso, para mi gusto, es desgastante y fue mortal, porque a las
instituciones las quebró creativamente, por más que tuvieran un gran
auge de público. Se llenó de gente, porque la gente encontraba un
oxígeno en esa esperanza, pero claro, cuando vos tenés un enemigo
definido se termina la creación. Es temible cuando aparece el enemigo,
porque ya no hablás de tu mano, tenés que hablar de lo político. Lo
político puede aparecer, pero nunca puede aparecer como protagonista,
porque uno debe tener mucha hu mildad y desconocimiento… debe tener una
ética, y el mundo cambia. A mí, una película que me afectó mucho fue Mefisto,
en eso de que vos podés entrar en un mundo y confundirte y decir “ahora
me acomodo acá, ahora me acomodo allá” con tu mejor simpatía y caer en
el peor error. El teatro nunca puede ser político, en eso soy firme. Sí
tiene que ser humano. Tiene que ser político por añadidura, no se puede
plegar a una bandera. Esa época para mí fue la que yo más fui al cine en
un favor más en pos de la cultura y menos en un deseo de ver teatro. Es
decir, esa cosa de decir “yo voy a ayudar a la cultura, yo voy a ayudar
a todo lo que sea de izquierda”. Y eso es temible y se convierte en un
monstruo. El problema político varía, dependiendo de la posición del
humano. Puede ser muy atractivo trabajar sobre los ismos y ciertas
fantasías, pero es también muy peligroso. Yo no digo que esto sea lo que
está bien, pero es lo que pienso.
¿Qué
opinás entonces de teatros como El Galpón, donde muchas de sus obras
están bastante relacionadas con lo político y la historia reciente?
Hace
poco tiempo, en una charla, alguien me preguntó en qué interfirió el
Socio Espectacular con el teatro y yo dije “lo que hizo el socio
espectacular fue ayudar a El Galpón y El Circular, porque se iban a
fundir”. Y es verdad, los salvó. Pero por otro lado, generó una
obligación a tener que hacer más espectáculos porque tenía mayor
cantidad de público, e inevitablemente -y no a propósito- tu calidad se
ve desmejorada.
Pero
eso tiene que ver un poco con el problema de las políticas culturales,
¿no? El lema de Achugar es “cultura para todos”, que es algo super
cuestionable porque se producen un montón de determinadas cosas en
serie, a modo de rellenar determinados espacios públicos. Eso no se
interpela, se lo apoya ideológicamente, pero la problemática estética
que supone eso no se cuestiona.
La
imagen del teatro para los barrios es falsa. Es decir, uno no tiene que
decir “el teatro para los barrios”, no hay que hacer feudos. En todo
caso, sería mucho más lindo que la gente que no sale de su barrio salga
de su barrio y salga de su lugar a estudiar teatro gratis ¿Por qué te
voy a encerrar en tu barrio con tus pequeñas cosas para que vos te
quedes en tu pequeño feudo y nunca salgas? No, compartamos los barrios.
Yo trabajo en el Programa Esquinas y la gente que va a Casavalle va de
todos lados y es una fiesta. Un feudo para el teatro es lo menos que a
vos te sirve, porque hay una mucho menor amplitud de ideas, porque al
final, dependiendo de dónde sos, es cómo pensás. Yo he visto gente que
venía de los barrios más salados que se juntaba con la gente del barrio
más careta y entre los dos hacían una bomba. Y eran una bomba, vos veías
a los dos juntos y era verdad ¿Quien tiene el talento? El talento no lo
tiene nadie. Nadie es dueño de la creatividad. Vos podés recibir
estímulos, pero es mentira esa posibilidad de decir que a mayor cantidad
de estudios se habilita más. Con la creatividad podés tener suerte o
no, depende con qué persona humana te juntaste, y no por su posición
cultural o adquisitiva.
También está la gran falacia de asociar a locura con genialidad, como si todo loco fuese un Van Gogh en potencia.
Yo
di clases para esquizofrénicos y el esquizofrénico no puede repetir y
es de una tristeza absoluta. No hay forma de que pueda revivir, porque
emocionalmente empieza a automatizarse. Empieza este automatismo a veces
por la medicación o por la propia enfermedad. Recuerdo la experiencia y
fue frustrante. Yo creo que en las instituciones psiquiátricas se
perdió un poco la natura. Yo soy un amante de Freud en el sentido que
fue un escritor genial. Yo leo a Freud y digo “qué imaginación, qué
genialidad y qué capacidad para abrir puertas”. Hoy en día por más que
se trate de cambiar el nombre a las enfermedades, se cambió eso. Por
intentar generar una forma de decir “esta es la verdad” se perdió su
potencial mágico. Por ejemplo, ¿qué pasó con la hipnosis, tan dejada de
lado? Yo soy un fanático de la hipnosis, porque creo que la sugestión es
una forma de cura.
Igual, es extraño que vos desconfíes de la catarsis y al mismo tiempo te guste la hipnosis.
No, ¡yo digo la hipnosis para el teatro! ¿Por qué terminamos con la hipnosis cuando tiene elementos que son geniales?
El problema con la hipnosis en la terapia es la sugestión, que es justamente aquello que te fascina.
Nuestra
propia vida es sugestionada por cosas. Nos sugestiona nuestra familia,
todo lo que nos pasó… y resulta que cuando llega la hora de curar a
alguien, no queremos usar determinada técnica. Ante la necesidad de
quien lo necesita seguro que lo cree. Ante la necesidad va a aceptar la
sugestión.
Igual,
ante lo que decís corrés un riesgo, porque hay sugestiones y
sugestiones. Puede haber una que esté completamente asociada a adaptar
al tipo al medio. De hecho una de las ramas más populares de la
psicología actual está muy basada en la sugestión, con esa noción del
psicoanalista sabiendo lo que es mejor para el paciente…
¡Pero
volvamos a la hipnosis! [risas] ¡Volvamos a la aventura! Ya pasó la
etapa del tipo intelectual que te interpreta. Ya está, la gente está con
la necesidad de otra aventura. Para mí la gente lo pide a gritos… Es
impresionante el tema de la presencia del que tiene un poder. La
hipnosis le roba al teatro y el teatro le roba a la hipnosis. El teatro
es hipnótico en sí mismo. Vos ya partís de la base de lo que generás por
la luz, por el sonido, por determinadas cosas. La tele mismo genera
determinadas atracciones de la luz. De ahí también hay ciertos canales
que según cómo te pares, cambia. Suponete [se levanta] esta es una
situación perturbadora [se coloca en la esquina del living, de espaldas a
un largo espejo], al menos fotográficamente, por un ángulo. En el
centro mismo [se coloca en el centro] es más perturbador, genera en el
inconsciente una lectura no acostumbrada a leer en ángulo. Cuando vos
estás acostumbrado a ver en centro, el ángulo te comienza a perturbar
ciertas cosas del inconsciente.
En la puesta en escena de Bienvenido también está ese trabajo sobre los márgenes y los alrededores.
También
hay una cosa de acercamiento y no acercamiento. Ponele, con los
vendedores: por ejemplo, en un momento te hablo desde determinada
distancia, pero en determinado momento yo puedo querer un cierto
acercamiento y eso genera una empatía. O también lo podés hacer por
cierta mímesis. Por ejemplo, yo sé que estás sentado con el cigarro en
la mano y con las piernas cruzadas y vos sin saber no te das cuenta de
que yo estoy hablando y en vez de agarrar un cigarro agarro esto [agarra
una lapicera] y generás un espejo. Eso también genera en el
inconsciente una suerte de empatía. Y esa empatía genera un afecto. Y
ese afecto genera una bajada de defensas de esa persona que te está
mirando. Los vendedores trabajan desde ese lugar, de cómo generás el
afecto en el comercio.
¿Te ha tocado la situación de tener que trabajar así?
Sí.
Cuando yo era muy chico mi padre era estafador. Yo era muy chico y
llegó el momento en el que él me quiso enseñar el oficio. Nunca llegué
aprender del todo, porque opté por el teatro y abandoné.
¿Pero en el teatro no hay algo de eso?
Claro,
en el teatro existe la estafa. Es parte del juego del teatro, pero de
un lugar en el que yo no te saco, sino que te doy. El estafador no le
vende nada al otro que el otro no quiera hacer ilegal.
¿Cómo se articuló esa idea original con Bienvenido a casa?
Lo
que nosotros buscamos el primer día es que tenga esa sensación
victoriana, por más que sea en un espacio más cinematográfico. Viste que
vos te sentás en el teatro victoriano y lo que tenés adelantes es como
una pantalla. Nuestra intención era en el primer día mantener la
barrera, eso de que “lo que pasa acá no te va a tocar” y que en el
segundo día eso sí te toque. Se abre el velo. El proyecto empezó en que
estábamos haciendo una obra de teatro y yo estaba mirando la de atrás y
me gustaba más la de atrás que la de adelante. Te juro que era una
mentira. La de atrás era alucinante y entrabas en escena y decías “la
concha de la madre”. Ese intermedio yo me di cuenta de que era el
momento de la actuación. Ese intermedio es ese punto mágico, ese de que
estoy jugando y no estoy exhibiéndome del todo. Es un huevo para el
actor. En realidad la obra eran tres partes, no dos [Traza el dibujo que
figura arriba]. Eran tres días. Vos llegabas a esta a las ocho y media.
Después venías a esta que empezaba a las nueve y duraba una hora, te
ibas a las diez. Y después venía a esta otra que empezaba a las nueve y
treinta. Así era el principio. Entonces lo que habíamos logrado era que
el público veía más hora de lo que el actor actuaba. El actor actuaba de
las ocho y media hasta las diez y media y el público veía una hora por
día, es decir, son tres horas. Entonces le ganábamos al tiempo. El actor
actuaba dos horas y el público veía tres, porque era en simultáneo. Con
todo este delirio de ver el atrás nos dimos cuenta de que podíamos
ganarle al tiempo. Empieza a haber una cuestión con el tiempo que no es
real. Se generaba esa idea del público diciéndole al actor “pero cómo es
la cosa? ¿Vos me actuaste dos horas o tres horas?
¿Por qué no se terminó dando de esa forma?
Porque
en realidad la ensayamos hasta el último año con los tres espacios,
pero no encontrábamos un espacio para hacerlo. Al primer lugar que
fuimos a pedir fue el San Martín y ahora nos vamos al San Martín, si
será surrealista todo. Al final, partimos de esta forma [agarra una
lapicera y traza el dibujo que figura arriba] y de la historia de El hombre elefante. Tenía
que ser una historia que fuera clásica, que tuviera esa sensación de
“ya lo vi”. Tiene que tener esa relación de teatro ya hecho, que es el
victoriano, de esa tranquilidad de “esto ya lo vi”. Cierta necesidad de
llegar a lo clásico.
De llegar también a cierta estructura mimética, ¿no?
Arquetípica.
Que vos dijeras “ta”. Pero fue un laburo bárbaro, porque ésta, la
ficción, es la excusa para hacer todas estas. Pero teníamos claro que
ésta tenía que ser de verdad, porque al principio era hacer ésta como
excusa para ésta, pero después te viene el veneno y te das cuenta de que
si esto no es verdad no me lo como. Si los actores no se creían que
esto era verdad, no funcionaba, no funcionaba nada. Vos tenés que creer a
muerte en eso que estás armando, primero entre nosotros, después para
el público. Si no creés en el juego a muerte, estás perdido.
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