Eduardo Darnachauns
Escritor Hugo Giovanetti Viola
(Este texto fue escrito
en el 87 y formó parte, en su primera edición, del cuentario Que se
rinda tu madre, incluido en la reciente summa de relatos y nouvelles
que titulé 130 BISONTES BRILLANDO EN LA PARED DE LA CAVERNA. Un día
le conté al Darno que había inventado una historia inspirada en uno
de los conciertos clandestinos disfrazados de fiestas caseras que se
le organizaron cuando la dictadura le permitía grabar pero no actuar
en público y le cayó bien la idea, aunque nunca llegué a saber si
lo leyó. A 8 años del arranque de elMontevideano Laboratorio de
Artes, lo reeditamos como una especial salutación al Movimiento
Eduardo Darnauchans surgido en la Facultad de Humanidades en los
últimos meses, y a su heroica revista Tertulia Lunática, que ya
alcanzó su tercer número y amenaza con revolver en serio el
avispero endémicamente paralítico de los intelectualoides
tontovideanos que siguen considerando que el filum invencible de
nuestra Purificación fundacional es apenas un referente utópico.)
FIEBRE
DE SÁBADO A LA NOCHE
in memoriam Eduardo
Darnauchans
LEONARDO REGUSCI llegó
a la casa del Prado donde debía cantar una hora más tarde, y la
encontró demasiado cerrada y volvió hasta 19 de abril. Ahora tenía
la sensación de que nadie vendría a escucharlo. Esperó recortado
contra un farol fantasmal, viendo los plátanos otoñales sumergidos
en la niebla. Fumar entre la niebla hubiese sido como soplar en el
viento. Y él no debía fumar, además. Empezó a escuchar
campanadas, llegando desde las Carmelitas. Era el último sábado de
vacaciones de julio. Una muchacha vestida con una gabardina blanca
emergió de un caserón y cruzó la calle corriendo. Leonardo no la
vio muy bien, pero se quedó recordando un rostro que lo había hecho
enamorarse de la vida bastante tiempo atrás. Después caminó hacia
las Carmelitas con la guitarra bajo el brazo y el cuello levantado.
Tenía veintisiete años, y hacía veinte que no entraba a una
iglesia. Hacía demasiado frío. Entró. Se sacó la gorra y se sentó
delante de unas muchachas que rezaban. Una de las muchachas usaba
gabardina blanca. Ni le prestó atención, a pesar de la guitarra.
-Me muero por el loco
-murmuró una de las voces. -Parece Travolta.
-Pero él se copa con
tu prima -murmuró otra voz.
-Mi prima se recopa con
Robin Gibb: nada que ver. Me muero por el loco. Me recopa, te juro.
De golpe hubo apagón.
Las muchachas chillaron suavemente. Leonardo aprovechó para
vicharlas, al amparo de las velas lejanas. La que llevaba gabardina
blanca andaría cerca de los veinte años y tenía un perfil griego
algo tosco, aunque merecía un lugar en cualquier hornacina. Todavía.
Eso pensó Leonardo, bajando la cabeza.
-Que haya baile, Dios
mío -la escuchó suplicar.
No quiso volver a
mirarla.
LLEGÓ UN poco tarde.
La casa estaba llena de muchachos y muchachas sentados por todos
lados: el apagón colaboraba con la intimidad. Cuando le festejaron
la primera canción encendiendo yesqueros, Leonardo se sintió un
Serrat subterráneo. La vanidad no le hizo mal, a excepción de
obligarlo a prender un cigarrillo. El cigarrillo le hizo mal. Le
costó horrores concentrarse, y tuvo que recurrir a chistes
machacones sobre la fiebre del sábado a la noche que asolaba a los
clubes y las discotecas: estaba a punto de contar el episodio de las
Carmelitas cuando vio a la muchacha. No lo pudo creer. El perfil
griego se recortaba sobre la cumbre de la escalera, y Leonardo tuvo
la certeza de que aquel rostro era el único que lo sondeaba en su
real desamparo. Entonces empezó a cantar de veras. Se jugó a una
balada humosamente erótica, y los ojos de la muchacha terminaron
resplandeciendo como astros afiebrados.
CANTÓ MUCHO más de lo
previsto. Una miríada de yesqueros estrelló el comedor durante los
últimos tres temas. Los estudiantes organizadores le propusieron
hacer otro en poco tiempo: un mes y medio, como máximo. Se vendía
vino y empanadas, y la muchacha de perfil griego apareció con un
vaso para él.
-Yo no tomo -sonrió,
sentándosele al lado.
Leonardo agradeció,
tratando de que no se le viera demasiado la dentadura. La muchacha
era campaneantemente flaca y usaba una pañoleta con filos dorados.
-¿Vos sos algo del
guitarrista uruguayo que es famoso en Europa? -le preguntó de golpe.
-Soy el hermano -le
contestó Leonardo.
-Ah. Yo lo escuché
tocar en Saint-Tropez, el año pasado. Me recopó. Es un genio.
-Parece que sí.
-Me gustaron tus
letras. No las entendí mucho, pero me gustaron. Yo prefiero las
canciones en inglés. ¿Vos sos de los del canto popular?
-Sí.
-¿Por qué no grabás
discos? Me recopás, te juro.
-Tengo tres discos
grabados. No se conocen mucho, todavía.
-¿Y por qué actuás
en casas? Yo iba a ir a un baile, pero este apagón pudrió todo.
-Hace tres años que
estoy prohibido por la dictadura. Puedo grabar, pero no puedo actuar.
La muchacha se crispó. El hervor de la mirada empezó a
desvanecerse.
-Qué lástima
-murmuró. -La política me pudre. Pudre todo, la política. Por eso
no me gusta el canto popular.
Se sondearon fijamente.
Después ella bajó un perfil más humillado y tosco que el del
cantor.
-Chau -le dijo.
Lo besó. Fue a buscar
su gabardina blanca y desapareció.
Uno de los
organizadores se sentó al lado de Leonardo.
-Sonamos -comentó
sacudiendo la cabeza. -Todavía no sabemos a quién se le ocurrió
venderle una entrada a esta enferma. Llegó sobre la hora y no hubo
más remedio que dejarla pasar. Te estábamos haciendo señas para
que la borraras, pero no nos miraste. El padre es coronel en
actividad: uno de los fachos-fachos.
LA LUZ volvió a las
tres de la mañana, justo cuando Leonardo abandonaba la casa con
muchas copas encima. Los faroles se aneblinaron como cabezas de damas
antiguas. El muchacho los saludó haciendo una reverencia.
-Buenas noches,
chiquilinas -empezó a monologar, mansa y húmedamente. -El cantor de
los dientes oscuros cruza este viejo Prado y sabe que está solo.
Pero ahora menefrego. Acabo de cantar en público después de muchos
meses y tengo algo de guita. Estoy tan contento como ustedes. ¿No se
me nota en el reverdecer de la sonrisa, medusas mías? De golpe
recordó el empapelado de la pensión donde tenía que volver a
dormir y se frenó un momento.
-El problema es aceptar
que uno está enamorado de la vida -jadeó, sentándose en el cordón
de la vereda. -El problema no es tu horror ni mi horror, hermano.
Estaba sentado frente
al caserón de donde había emergido la gabardina blanca. Se veía
una luz tenue, en el piso de arriba. No se veía la garita donde el
milico de guardia cabeceaba sobre un walkie-talkie. Leonardo se puso
a tararear su tema erótico.
LA MUCHACHA no recordó
ni escuchó nada: ni siquiera el ronroneo de la camioneta del
ejército que se llevó al cantor. Permaneció desnuda, y fue la
primera vez -después de tanta fiebre de sábado a la noche- que su
perfil goteó radiantemente mientras se acariciaba.
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