martes, 3 de septiembre de 2013

Esa obsesión por mentir Por Atilio A. Boron


No hay pruebas; “Si las tienen, que las muestren”, dijo Vladimir Putin. No las mostraron ni lo harán, sencillamente porque no existen. Igual que en 2003, cuando difundieron la escandalosa mentira de las “armas de destrucción masiva” en Irak para justificar la destrucción de un país que, todavía hoy, sigue sumido en un interminable calvario de dolor y muerte. Ahora repiten el libreto, a favor de una población domesticada, propensa a aceptar los argumentos más absurdos –el “consenso prefabricado” del que habla Chomsky–, tales como aquel que reza que Siria constituye una amenaza a la seguridad nacional de Estados Unidos. Mienten y lo hacen descaradamente; mienten a su propio pueblo y a la comunidad internacional. Ocultan el hecho decisivo de que fue Al Assad quien convocó a los inspectores de la ONU y no Washington; que fue la Casa Blanca la que, por el contrario, demandó que esos inspectores se retiraran del teatro de operaciones porque el castigo no podía demorarse ni un día más. Ocultan también que bajo la sola hipótesis de la total estupidez de Damasco podría el gobierno sirio haber detonado una bomba bacteriológica para matar a casi mil quinientos inocentes en las mismas barbas de los inspectores venidos por su encargo. Y si de algo ha dado muestras Al Assad en estos días es de que no es ningún estúpido. Lo que ocurrió es un clásico sabotaje en el cual los agentes de la CIA son expertos. Como cuando inventaron el incidente del golfo de Tonkin, en 1964, para que la opinión pública estadounidense aceptara entrar en guerra con Vietnam. Ya en 1898 los bandidos habían hecho lo mismo: hundir el acorazado Maine, en un sórdido autosabotaje, en la entrada de la bahía de La Habana, lo que les permitió declararle la guerra a España y apoderarse de la isla. Con sus mentiras, Obama y Kerry esconden también la pérfida doble moral del gobierno estadounidense, que permaneció inmutable cuando su por entonces amigo Saddam Hussein gaseaba con armas químicas “Made in America” a las minorías turcas; o cuando sus socios israelíes utilizaron fósforo en el brutal ataque a la Franja de Gaza. Enterado de las atrocidades de Anastasio Somoza en Nicaragua, Franklin D. Roosevelt se encogía de hombros y decía: “Sí, pero es nuestro hijo de puta”. Lo mismo decían de los crímenes perpetrados por Saddam y Netanyahu, pero resulta que Al Assad no es su hijo de puta y entonces merece un feroz escarmiento. Escarmiento que no sufrirá él sino su pueblo, la gente que aparecerá en los escuetos informes del Pentágono como “daños colaterales”. Un imperio mentiroso hasta la médula, que ha convertido a Estados Unidos, su centro indiscutido, en un Estado canalla: ninguna ley internacional lo obliga, ninguna resolución de la Asamblea General de la ONU merece ser obedecida, ninguna norma moral puede oponerse al apetito del “complejo militar-industrial”, cuyas ganancias varían en proporción directa a las guerras. Hay que lanzar misiles, fletar portaaviones, movilizar helicópteros y aviones y utilizar cuanto armamento sea necesario. De lo contrario, no hay ganancias y sin ellas no se pueden financiar las carreras de políticos como el inverosímil Premio Nobel de la Paz y cínico admirador de Martin Luther King. Es una gran oportunidad: Siria no sobresale por sus reservas petroleras (se ubica en el lugar 31 a nivel mundial, debajo de la Argentina, según la OPEP), pero está en el corazón del caldero de Medio Oriente. Y está la oportunidad, largamente acariciada por Washington, para avanzar en aproximaciones sucesivas ante el objetivo supremo: Irán. Demasiadas tentaciones para una burguesía imperial que arrojó por la borda cualquier norma ética, y para un gobernante cuyas convicciones quedaron colgadas en la reja de la Casa Blanca el día que asumió la presidencia imperial.

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