(Una
de los textos que integran el cuentario Que
se rinda tu madre,
incluido en 130 BISONTES BRILLANDO EN LA PARED DE LA CAVERNA /
relatos y novelas cortas completas / 1975 – 2013, publicado este
año por el Grupo Editor Conjunto y elmontevideanolaboratoriodeartes.
blogspot.com)
para
Lola Fernández y Silvia Peyrou
ERA
UN perfecto atardecer de verano de 1988, pero las playas
montevideanas estaban casi desiertas. En los bajos del hotel Oceanía
-en plena rambla de Punta Gorda- funcionó veinte años atrás una
discoteca bautizada Chez Carlos, y la propaganda radial y televisiva
le llamaba a ese lugar “la curva del ensueño”. A una casa por
medio del hotel funcionó -poco tiempo después, y durante muchos
años- un centro de torturas. Frente a la fachada del ex-centro de
torturas que daba a la rambla desembocaba una corriente gris perla,
con olor a pudrición. Eran las aguas servidas de la zona, que no
habían podido ser depuradas por un gigantesco colector construido
para eso. Todas las playas de Montevideo estaban contaminadas
mortalmente.
Una
pareja bajó caminando desde el bucólico lomo verde de la Plaza
Virgilio y cruzó la rambla y se sentó en las rocas de Puerto Piojo.
El rosado macizo de las rocas formaba un hoyo oculto que parecía
excavado para los amantes. La luz horizontal amieló densamente el
pelo suelto y las pecas de la muchacha, que se sentó agarrándose
las rodillas y bajó la mirada. El hombre miró el último sol, con
los ojos entornados.
-Qué
barbaridad -dijo. -Qué atardecer brutal.
La
luz horizontal se sumergió un milímetro y el hombre desnudó sus
córneas estragadas por un brillo aceitoso.
-Bueno,
llegó la hora -murmuró sin solemnidad.
Dejó
el termo y el mate que llevaba en los brazos adentro de un canasto, y
sacó una botella y un estuche de joyas.
-Esto
de brindar con espumante caliente y tomando por el pico de la botella
no es tan cursi como comprometerse, por lo menos -agregó,
acariciando la nuca de la muchacha. Ella no dijo nada. El hombre
manipuló con mucho trabajo el tapón del espumante hasta que se
produjeron la explosión y la chorrera. Tomó un trago muy largo.
-Bueno
-dijo. -Tomá vos, mientras yo saco los anillos.
Ella
sostuvo la botella entre las piernas y subió una mirada tornasolada.
-No
quiero -murmuró.
Trató
de sonreír, y la luz le doró una dentadura donde había un
triangulito cavado entre la juntura interior de las paletas.
-Quedamos
en tomar los dos -dijo el hombre riéndose. -¿Qué es lo que no
querés? ¿El anillo?
La
muchacha volvió a bajar la cabeza.
-Quiero
el anillo -contestó. -Pero primero quiero que me expliques bien qué
es lo que puede pasar después.
-Me
pediste que no te lo contara hasta mañana.
-Pero
ahora estoy pidiéndote que me lo cuentes hoy. El hombre agarró la
botella y volvió a tomar otro trago muy largo.
-Quedamos
en pasar un momento feliz -dijo. -¿Sin melodramas, no?
-Yo
no hago melodramas. Pero me acabo de dar cuenta que no puedo estar
feliz sin saber la verdad. Nadie debe poder.
-A
lo mejor tampoco podés estar feliz después de saberla. Yo te puedo
decir la verdad sobre el informe médico, pero lo que importa es el
resto de la verdad. Y el resto depende más de nosotros que nosotros
del resto.
La
luz volvió a cambiar. La corriente gris perla y los habitantes del
hoyo se quedaron sin sol directo, aunque resplandecían con mayor
nitidez. El rebote del agua contra las rocas y el hedor cloacal
crecieron acompasadamente. Una gaviota arrancó chillando hacia la
rambla y su blancura se amarilló de golpe, al recortarse sobre la
fachada del ex-centro de torturas. Era un chalé de dos pisos
repintado y desierto, con tejas españolas y ladrillo visto: tenía
columnas revestidas de piedra y una gran balaustrada y grandes
mochetas blancas. El sol parecía incendiarlo.
-Está
bien -dijo el hombre. -Pero tomá un trago. Siempre soñé con
tomarme un espumante con una chiquilina preciosa en la curva del
ensueño: cuando tenía quince o dieciséis años me tiraba de noche
en la Plaza Virgilio y me imaginabas bobadas así.
La
muchacha sonrió. Los ojos -sin el sol- eran profundamente azules,
aunque las córneas estaban inyectadas por un flujo filoso.
-¿Eran
muy relajados los sueños? -preguntó.
-No.
En los sueños de los quince años había puro besito, igual que en
las películas de aquella época. El bobo en la colina, parecía yo.
¿Te acordás de la canción?
La
muchacha se rio fuerte.
-En
el chalé de aquí atrás fue bastante distinto -bajó la voz el
hombre. -No me imaginaba las cosas con espumante pero me las
imaginaba todas, te puedo asegurar. Allí me soñé todo.
La
muchacha tomó un trago, y cuando bajó la botella tenía las pecas
fosforescentes. A medida que el sol se sumergía, la extensión de la
luz parecía ser más honda. Los focos de la rambla acollararon la
quilométrica orilla de la ciudad, podrida y titilante.
-Mirá:
si querés que te cante la justa vamos a empezar por el principio
-dijo el hombre, volviendo a agarrar la botella. -El asunto fue aquí.
En la mismísima curva del ensueño, my sweet Tatum O’Neal. Lo que
pasa es que nunca te quise contar algunas cosas.
-No
me cuentes, entonces.
-Sí.
Porque es la verdad. Vos querés que te cuente la verdad.
-Pero
no te enojes conmigo.
-No
me enojo contigo. Fue ahí atrás que me dieron la patada. “Si
después de esto te queda algún huevo podés seguir haciéndote el
macho, nomás” me dijeron. Y cuando me desperté me acuerdo que te
vi venir caminando por arriba del agua. Venías desde Pocitos, o
desde más allá. Y atrás había como una manifestación. Como una
procesión. Y ninguno se hundía.
-¿Podemos
tener hijos?
-Podemos.
-¿Hay
metástasis?
-Parecería
que no. Pero tengo que hacerme controles permanentes durante cinco
años. Si después de cinco años no aparece ninguna metástasis
puedo morirme tranquilamente de otra cosa. Igual que todo el mundo.
Lo que hay que hacer es tener huevos durante cinco años y después
seguirlos teniendo durante toda la vida.
El
hombre manipuló los anillos de compromiso en el momento en que la
última luz azulaba la costa.
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