lunes, 30 de septiembre de 2013

LOVE STORY HUGO GIOVANETTI VIOLA






(Una de los textos que integran el cuentario Que se rinda tu madre, incluido en 130 BISONTES BRILLANDO EN LA PARED DE LA CAVERNA / relatos y novelas cortas completas / 1975 – 2013, publicado este año por el Grupo Editor Conjunto y elmontevideanolaboratoriodeartes. blogspot.com)





para Lola Fernández y Silvia Peyrou



ERA UN perfecto atardecer de verano de 1988, pero las playas montevideanas estaban casi desiertas. En los bajos del hotel Oceanía -en plena rambla de Punta Gorda- funcionó veinte años atrás una discoteca bautizada Chez Carlos, y la propaganda radial y televisiva le llamaba a ese lugar “la curva del ensueño”. A una casa por medio del hotel funcionó -poco tiempo después, y durante muchos años- un centro de torturas. Frente a la fachada del ex-centro de torturas que daba a la rambla desembocaba una corriente gris perla, con olor a pudrición. Eran las aguas servidas de la zona, que no habían podido ser depuradas por un gigantesco colector construido para eso. Todas las playas de Montevideo estaban contaminadas mortalmente.


Una pareja bajó caminando desde el bucólico lomo verde de la Plaza Virgilio y cruzó la rambla y se sentó en las rocas de Puerto Piojo. El rosado macizo de las rocas formaba un hoyo oculto que parecía excavado para los amantes. La luz horizontal amieló densamente el pelo suelto y las pecas de la muchacha, que se sentó agarrándose las rodillas y bajó la mirada. El hombre miró el último sol, con los ojos entornados.
-Qué barbaridad -dijo. -Qué atardecer brutal.
La luz horizontal se sumergió un milímetro y el hombre desnudó sus córneas estragadas por un brillo aceitoso.
-Bueno, llegó la hora -murmuró sin solemnidad.
Dejó el termo y el mate que llevaba en los brazos adentro de un canasto, y sacó una botella y un estuche de joyas.
-Esto de brindar con espumante caliente y tomando por el pico de la botella no es tan cursi como comprometerse, por lo menos -agregó, acariciando la nuca de la muchacha. Ella no dijo nada. El hombre manipuló con mucho trabajo el tapón del espumante hasta que se produjeron la explosión y la chorrera. Tomó un trago muy largo.
-Bueno -dijo. -Tomá vos, mientras yo saco los anillos.
Ella sostuvo la botella entre las piernas y subió una mirada tornasolada.
-No quiero -murmuró.
Trató de sonreír, y la luz le doró una dentadura donde había un triangulito cavado entre la juntura interior de las paletas.
-Quedamos en tomar los dos -dijo el hombre riéndose. -¿Qué es lo que no querés? ¿El anillo?
La muchacha volvió a bajar la cabeza.
-Quiero el anillo -contestó. -Pero primero quiero que me expliques bien qué es lo que puede pasar después.
-Me pediste que no te lo contara hasta mañana.
-Pero ahora estoy pidiéndote que me lo cuentes hoy. El hombre agarró la botella y volvió a tomar otro trago muy largo.
-Quedamos en pasar un momento feliz -dijo. -¿Sin melodramas, no?
-Yo no hago melodramas. Pero me acabo de dar cuenta que no puedo estar feliz sin saber la verdad. Nadie debe poder.
-A lo mejor tampoco podés estar feliz después de saberla. Yo te puedo decir la verdad sobre el informe médico, pero lo que importa es el resto de la verdad. Y el resto depende más de nosotros que nosotros del resto.
La luz volvió a cambiar. La corriente gris perla y los habitantes del hoyo se quedaron sin sol directo, aunque resplandecían con mayor nitidez. El rebote del agua contra las rocas y el hedor cloacal crecieron acompasadamente. Una gaviota arrancó chillando hacia la rambla y su blancura se amarilló de golpe, al recortarse sobre la fachada del ex-centro de torturas. Era un chalé de dos pisos repintado y desierto, con tejas españolas y ladrillo visto: tenía columnas revestidas de piedra y una gran balaustrada y grandes mochetas blancas. El sol parecía incendiarlo.
-Está bien -dijo el hombre. -Pero tomá un trago. Siempre soñé con tomarme un espumante con una chiquilina preciosa en la curva del ensueño: cuando tenía quince o dieciséis años me tiraba de noche en la Plaza Virgilio y me imaginabas bobadas así.
La muchacha sonrió. Los ojos -sin el sol- eran profundamente azules, aunque las córneas estaban inyectadas por un flujo filoso.
-¿Eran muy relajados los sueños? -preguntó.
-No. En los sueños de los quince años había puro besito, igual que en las películas de aquella época. El bobo en la colina, parecía yo. ¿Te acordás de la canción?
La muchacha se rio fuerte.
-En el chalé de aquí atrás fue bastante distinto -bajó la voz el hombre. -No me imaginaba las cosas con espumante pero me las imaginaba todas, te puedo asegurar. Allí me soñé todo.
La muchacha tomó un trago, y cuando bajó la botella tenía las pecas fosforescentes. A medida que el sol se sumergía, la extensión de la luz parecía ser más honda. Los focos de la rambla acollararon la quilométrica orilla de la ciudad, podrida y titilante.
-Mirá: si querés que te cante la justa vamos a empezar por el principio -dijo el hombre, volviendo a agarrar la botella. -El asunto fue aquí. En la mismísima curva del ensueño, my sweet Tatum O’Neal. Lo que pasa es que nunca te quise contar algunas cosas.
-No me cuentes, entonces.
-Sí. Porque es la verdad. Vos querés que te cuente la verdad.
-Pero no te enojes conmigo.
-No me enojo contigo. Fue ahí atrás que me dieron la patada. “Si después de esto te queda algún huevo podés seguir haciéndote el macho, nomás” me dijeron. Y cuando me desperté me acuerdo que te vi venir caminando por arriba del agua. Venías desde Pocitos, o desde más allá. Y atrás había como una manifestación. Como una procesión. Y ninguno se hundía.
-¿Podemos tener hijos?
-Podemos.
-¿Hay metástasis?
-Parecería que no. Pero tengo que hacerme controles permanentes durante cinco años. Si después de cinco años no aparece ninguna metástasis puedo morirme tranquilamente de otra cosa. Igual que todo el mundo. Lo que hay que hacer es tener huevos durante cinco años y después seguirlos teniendo durante toda la vida.
El hombre manipuló los anillos de compromiso en el momento en que la última luz azulaba la costa.





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