viernes, 22 de noviembre de 2013

“Yo no podía dejar de tomar”

 Por Mónica Soraci / Msoraci@clarin.com / F: Archivo Clarín                                                                

Graciela (54) salió del infierno del alcohol hace ocho años. La voluntad puesta a prueba en su lucha contra La enfermedad, y la invalorable ayuda externa.


Hace ocho años, Graciela C. (54) pudo liberarse del infierno en el que vivió desde los 18 años. Un infierno conocido: alcoholismo. “Mi primer contacto serio fue en los boliches adonde iba a bailar, cuando terminé la secundaria. Tomábamos una copa de champagne o de vino, pero yo tenía una particularidad que no tenían mis amigas: empezaba a tomar y no podía parar. No tenía límite -reconoce esta mujer alta, con curvas y unos ojos celeste mar que hipnotizan-. Pero sólo lo hacía cuando salía los fines de semana, socialmente. Al principio, buscaba en el alcohol un determinado efecto: me liberaba de mis inseguridades, de mis inhibiciones, de mi timidez. Bebía para tener una actitud activa y apagar la vergüenza adolescente. Y con el alcohol lo conseguía”. Pero después, Graciela se pasaba de copas y terminaba descompuesta, vomitando en el baño del boliche. Se terminaba sentando en el inodoro hasta que las paredes y el techo dejaban de dar vuelta a su alrededor y volvía sentirse en condiciones de bailar y seguir con otra ronda de champagne. “Eso hacía que muchas veces perdiera la noción de lo que hacía -confiesa, con pudor-. Y terminaba teniendo sexo con alguien que no me interesaba en absoluto. El tema es que no fue una ni dos ni tres veces; fueron muchas noches. Lo que me pasaba era que a la mañana siguiente, cuando me despertaba y veía con quien había dormido, me preguntaba ‘¡Qué hago acá. ¿Por qué hice esto?!’”.
Reprimirse para no tomar
La adicción estaba instalándose en la vida de Graciela, que empezó a tomar un camino sinuoso. Dice que no tomaba tanto, que después bebía menos y tenía peores efectos. En medio de esa conducta que ella sentía la estaba perjudicando, llegó un trabajo que le encantaba: azafata, volar por el mundo. “Por miedo a perder mi puesto, no tomaba alcohol durante los vuelos, pero cuando llegaba a las postas (escalas en otros países), volvía a beber, porque sabía que podía seguir hasta tarde y no peligraba mi trabajo. Eso empezó a hacerme un ruido interno; yo siempre fui una mujer muy racional, inteligente, y no podía creer que me estuviese pasando eso”, justifica. ¿Qué hizo Graciela, entonces? Reprimió sus ganas de tener una copa en la mano. Se controlaba. Pero las ganas de beber, seguían intactas. “A partir de ahí, comencé a vivir el alcoholismo a puertas cerradas. Tomaba sólo cuando estaba en casa, donde jamás faltaban botellas de vino y de champagne”, admite, mientras cambia la posición de las piernas en la silla.

A los amores los elegía o los desechaba según su cultura alcohólica. “Siempre me quedaba con los hombres que bebían mucho, bebedores fuertes, como se les dice. Ni se me ocurría salir con un abstemio. ¡Me parecía aburridísimo! Pero, además, al estar con este tipo de hombres, yo me sentía avalada para tomar. No se ve mal que una mujer beba mucho si está con su marido. No es estigmatizada. En las reuniones sociales, lo que hacía era empezar a beber una hora antes de irnos a casa. ¿La razón? Sabía que no me quedaba tiempo para hacer papelones y que iba a poder seguir bebiendo en mi casa”.
Con el tiempo, encontró el amor en otro bebedor fuerte, y se casó con él. No duraron las mieles y se separaron. Pero pronto apareció otro hombre al que también le gustaba mucho las bebidas alcohólicas, y Graciela volvió a dar el sí en el Registro Civil. Ella seguía con su trabajo de azafata.
El infierno en casa
Fruto de su último matrimonio, nació su única hija. Pero la maternidad tampoco pudo evitar que Graciela siguiera bebiendo. “Ella jamás me vio alcoholizada. Me cuidaba mucho, a la mañana desayunaba bien, después almorzaba y recién a las siete de la tarde empezaba con la primera copa. Y, lo más importante, mandaba a mi hija a dormir temprano, para que no me vea tomar. A esa altura ya consumía whisky, porque el cuerpo me pedía algo más fuerte, que surtiera mayor efecto y más rápido -comenta-. En la última etapa que conviví con mi marido, de noche tomábamos juntos pero en un momento dado él se iba a dormir y yo seguía con el whisky. A la mañana siguiente, cuando se levantaba, me preguntaba por qué había mucho menos líquido en la botella. Para no tener que dar explicaciones, al otro día fui a comprar otra botella y la escondí. Cuando él se iba a dormir, sacaba el whisky que había guardado y seguir tomando”.

Todo seguía “controlado”, hasta que un día el marido de Graciela le dijo que estaban bebiendo mucho, que por qué no compraban una petaca en vez de una botella, para no abusar tanto. Así lo hicieron: Graciela compraba dos petacas por día. “Pero al poco tiempo no nos alcanzaba una y comprábamos dos o tres por día”, relata.
Después llegó la regla y no la excepción: Graciela dejó de trabajar. Tenía 40 años y ella misma se creyó la excusa de que había trabajado toda la vida, para no admitir que “estaba cansada de sostener un personaje social -confía-. Mi hija tenía 7 años y pensé en dedicarme a la familia. Ahí comencé a organizar mi vida y mi casa en función a la bebida. Y como mi marido se iba a trabajar y mi hija a la escuela, empecé a levantarme tarde y a beber desde el mediodía. Entré en un estado de dejadez, no me aseaba ni me arreglaba, estaba cansada o siempre me dolía algo. No podía con mi ser”. Sin poder manejarlo y producto de su camino sin rumbo, también conoció el mundo de las drogas, que, afortunadamente, dejó al poco tiempo.
Fue puro instinto de supervivencia.
Tras tantos años de vivir por y para el alcohol, Graciela sentía que no podía soportar tanta angustia y depresión. Tanta soledad. Se perdió en lagunas de alcohol, en ese infierno temido y para ella tan conocido.
Dejarse ayudar
Tuvo un primer acercamiento con Alcohólicos Anónimos cuando se dio cuenta de que no podía manejar el problema. “Fui a una reunión y no soporté la idea de dejar de beber. No la pude soportar. Me dije ‘esto no es para mí’ y me fui”, relata hoy. Pero se puso una trampa. Para demostrarse a sí misma y a los demás, se prometió abandonar el alcohol con su propia voluntad. La promesa duró una semana. Después, volvió a la rutina de la copa llena.

Unos años más tarde, Graciela se asustó mucho una mañana cuando no recordó qué había dicho y hecho la noche anterior, tras haber bebido más de la cuenta. “Me asusté tanto que, después de tantas auto-promesas incumplidas, tomé la decisión definitiva -evoca-. Con mi marido resolvimos que volviera a Alcohólicos Anónimos, él me acompañó, pero como no podíamos estar en el mismo grupo, me quedé yo. Ese día, hace ocho años, llegué a mi casa y tiré todas las botellas. Ese día comencé una nueva vida. Una vida con colores”.
Para Graciela, ese recuerdo debe ser tan fuerte, que se quiebra y las lágrimas ruedan por las mejillas coloreadas. “Aprender a vivir sin alcohol fue un proceso muy duro. Me divorcié. Tuve que recomponer la relación con mi hija, que quedó muy deteriorada. Ella vivió los efectos de mi alcoholismo, mi destrato emocional. Mi indiferencia. Hoy, todo es diferente. No tomo ni deseo tomar”, se entusiasma. Su vida cambió. “Reconocí que necesitaba ayuda -dice-, y me dejé ayudar.”

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