Fragmento de un libro de Rubem Fonseca
El prestigioso escritor brasileño escribe
sobre qué sintió como testigo directo del maracanazo uruguayo de 1950.
Un golpe que, al menos por ahora, se hace sentir.
Rubem Fonseca (*)sáb jun 21 2014
El País
Como todos saben, el torneo se suspendió entre
1942 y 1946 debido a la Segunda Guerra Mundial. En 1950, la Copa se
reanudó y Brasil fue elegido como sede. Acabábamos de construir el
estadio de Maracaná, el estadio más grande del mundo, donde cabían cerca
de doscientos mil espectadores. Vi todos los partidos de Brasil en el
Maracaná. Después del primero, Brasil 4 México 0, ya estaba ronco. Luego
empatamos con Suiza, con un equipo de puros paulistas. Enseguida le
ganamos a Yugoslavia 2-0. Estados Unidos eliminó a Inglaterra, en un
partido en Belo Horizonte. Italia, que tenía un equipo desfigurado
debido al trágico accidente en que murió todo el equipo del Torino,
también fue eliminada al inicio. Cuatro equipos clasificaron para el
cuadrangular final: Brasil, Suecia, España y Uruguay (ese esquema
"cuadrangular" jamás se volvería a repetir en otras copas del mundo).
Sufro mucho cuando mi equipo juega, pero sufro aún
más cuando juega la selección de Brasil. Me pongo nervioso, tenso, ya
sea que escuche el partido en la radio, lo vea por televisión o vaya
directamente al estadio (así lo hice en 1950, como se verá más
adelante). Solo dejé de ver -con ansiedad, como siempre- las copas de
1930, en que Uruguay fue campeón, y las de 1934 y 1938, cuando Italia
ganó. Era todavía muy niño.
Nuestro primer partido de finales fue contra Suecia. El
estadio estaba tan lleno que nadie podía sentarse. Entre una fila y
otra de la tribuna, permanecía de pie otra fila de fanáticos. Pero a
nadie le importaba aquel amontonamiento que impedía que la gente se
moviera. Nuestro equipo jugaba a la perfección y le ganamos 7-1 al
excelente equipo de Suecia. Recuerdo que mis hermanos y yo salimos
exultantes del Maracaná, en medio de una multitud que gritaba los
nombres de nuestros jugadores.
El partido con España fue inolvidable. El estadio
estaba atascado como en las demás ocasiones. España tenía un súper
equipo. Ganamos 6-1. Cuando metimos el cuarto gol, a los 11 minutos del
segundo tiempo, el estadio empezó a cantar la marchinha popular
"Touradas em Madri". No pasó mucho tiempo para que las doscientas mil
personas (o más, pues consta que hubo una invasión de colados por uno de
los portones) empezaran a cantar al unísono: Eu fui às touradas em
Madri, pararatibum, bum, bum, pararatibum, bum bum, e quase não volto
mais aqui, pra ver Peri beijar Ceci, pararatibum, bum, bum, pararatibum,
bum, bum. Cuando la multitud cantaba pararatibum, bum, bum, el sonido
era tan estentóreo que los cimientos y las vigas de acero de las
tribunas temblaban y vibraban como si fueran a romperse. Nunca antes
hubo, ni habrá, un coro de voces tan fastuoso, magnífico, pomposo,
ruidoso, dantesco y apoteósico, en el que centenas de miles de personas
entusiasmadas y felices cantaban al unísono, a pleno pulmón, celebrando
de manera fantástica una victoria. Soy un viejo escritor profesional,
pero no tengo palabras para describir aquel momento.
Me gustaría que ese fuera el único recuerdo de la Copa
del Mundo de 1950, pero no es así. Nuestro último partido era con
Uruguay, un equipo que llegó arrastrándose al cuadrangular. Éramos los
favoritos absolutos. En la víspera, en la concentración del equipo
brasileño pululaba de gente: periodistas, fanáticos, colados,
publicistas y demás. Las mantas de "campeón del mundo" ya estaban listas
y los jugadores posaron con ellas para varias fotografías. Nuestro
equipo era el mejor del mundo, y lo era realmente, solo faltaba
consagrarlo en la cancha, en un partido con el equipucho de Uruguay,
cuyo resultado todos sabíamos de antemano. Aquella noche en la
concentración nadie durmió. En mi casa yo tampoco pude dormir, esperando
con ansias la hora en que seríamos campeones del mundo. Era el 16 de
julio de 1950. Cuatro horas y cincuenta minutos. ¿Por qué diablos no
puedo olvidar ese terrible día? Treinta -¡treinta, carajo!-, treinta
oportunidades de gol perdidas por nuestro equipo y, repentinamente, el
uruguayo Ghiggia tira desviado y la pelota pasa entre el travesaño y
nuestro portero Barbosa, que había cerrado el ángulo correctamente.
Nadie, ni Barbosa ni los doscientos mil espectadores, esperaba que
Ghiggia tirara tan mal, y que su equivocación nos causara aquella
desgracia. (Barbosa acabó siendo crucificado, él y Bigode, el lateral
que supuestamente recibió un golpe de Obdulio Varela y no reaccionó.
También se culpó al técnico Flávio Costa. Pero, por más chivos
expiatorios que se inventaron, la tragedia de aquella derrota no tenía
explicación.)
Cuando el partido acabó, el silencio fue profundo, tan
estruendoso (perdónenme el oxímoron) que nos dolían los oídos.
Doscientas mil personas mudas y sordas. Hasta los llantos eran
silenciosos, y las lágrimas escurrían solo de los ojos más fuertes,
aquellos que no habían quedado transidos, perplejos y obnubilados con la
desgracia que se había abatido sobre nosotros. El presidente de la
FIFA, en ese momento Jules Rimet, cuenta en su libro L` histoire
merveilleuse de la Coupe du Monde:
"Al terminar el partido yo tenía que entregar la Copa
al capitán del equipo vencedor. Una vistosa guardia de honor se tenía
que formar desde la entrada hasta el centro de la cancha, donde me
estaría esperando, alineado, el equipo vencedor (naturalmente, el de
Brasil). Después de que el público terminara de cantar el Himno
Nacional, yo tenía que proceder a la solemne entrega del trofeo. Cuando
faltaban unos cuantos minutos para que el partido terminara (el marcador
era 1-1, y a Brasil le bastaba el empate), abandoné mi lugar en la
tribuna de honor y, preparando ya los micrófonos, me dirigí a los
vestidores, aturdido por el griterío de la multitud... Continué por el
túnel en dirección a la cancha. Cuando salí de él, un silencio desolador
había tomado el lugar de todo aquel júbilo. No había guardia de honor,
ni Himno Nacional, ni entrega solemne. Me vi solo, en medio de la
multitud, empujado para todos lados, con la Copa bajo el brazo".
Jules Rimet estaba perplejo con la derrota de Brasil y
no sabía qué hacer. Nosotros, los brasileños, estábamos agonizando,
atormentados por una tristeza punzante, por un padecimiento
insoportable. Yo estuve ahí, lo puedo repetir, como en el clásico poema
"I-Juca Pirama", de Gonçalves Dias: "Meninos, eu vi". Ya me ha tocado
sufrir en otras ocasiones con la selección de Brasil. Con aquel balón
cruzado frente a nuestra área por Toninho Cerezo, en 1982, cuando Paulo
Rossi aprovechó la ocasión para destruir nuestras más fundadas
esperanzas de ser campeones del mundo, con el equipo dirigido por Telé
Santana, el mejor equipo del campeonato. (Rossi fue nuestro verdugo:
metió los tres goles que nos derrotaron 3-2). Con el penal que Zico
falló en 1986 -Zico, que nunca había fallado un penal en su vida- ante
el portero francés Bats, penal que, si hubiera entrado, nos hubiera dado
la clasificación. Con nuestra derrota ante el equipo mediocre de
Francia, en 1998. Y con otros reveses afortunadamente olvidados.
Sin embargo, jamás olvidaré el sufrimiento del 16 de
julio de 1950. Para describir lo que sentí aquella tarde, me viene
siempre a la mente la famosa frase de Conrad, en El corazón de las
tinieblas: el horror, el horror, el horror. Es cierto que la selección
brasileña también me ha dado muchas alegrías, a final de cuentas somos
pentacampeones. No obstante, el sufrimiento de la derrota es siempre más
avasallador y duradero que la felicidad de la victoria.
(*) Rubem Fonseca nació en 1929 en Minas de Gerais
pero desde siempre es carioca. Es un escritor de los importantes,
además de abogado, profesor, crítico y guionista de cine. El texto es un
fragmento de La novela murió (Tajamar Editores)
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