Conocí tu obra, Horacio, como casi todo el mundo, a finales de los 60, cuando aquel disco simple que contenía Balada para un loco y Chiquilín de Bachín le partió imborrablemente el bobo a este charco marrón donde siguen reinando los sapos de otro pozo.
Yo
acababa de abandonar una carrera universitaria para dedicarme al arte y
a veces no tenía más remedio que encerrarme en el taller de mi viejo,
el pintor torresgarciano, para llorar trepado a la ternura de la voz de
Amelita.
Porque
a los cucarachos kafkianos generalmente les está destinado palpar de
golpe el exacto momento a partir del cual van a ser categorizados de por
vida como locos o giles o traidores al sistema que fabrica “arribistas decentes”.
Pero también existen los excepcionales milagros de la eficiencia popular y
aquellos dos primeros temas que produjeron con Piazzolla provocaron un
tsunami arcoírico comparable al de Gardel, los Beatles o los Redondos.
Y no paraste más.
Piazzolla pudo emerger de las acusaciones que todavía le llovían como profanador del verdadero tango y
vos te transformaste en un renovador de la balada tanguera dribleando
cualquier molde y conservadurismo apocalíptico, y hasta hace pocos días
seguiste yirando al palo tu juglaría ignorada nada más que por el almidonamiento de los poetas correctos que no joden a nadie.
Cuando cumpliste los 80 resaltaste con orgullo estar sintiendo la paz de no haber hecho ninguna hazaña al revés. (…) Siempre
miré mucho lo que estaba por venir. Y ahora está introducida la figura
de la muerte. Pero la figura de la muerte está siempre. (…) Es
verdad, te puede pisar un colectivo, pero es más probable que una
persona mayor capote. Tiene que ver con la perspectiva con que se miran
las cosas y siempre me importó eso. Siempre busqué disfrutar lo que
tenía de gentil, de bueno, de esperanzado y de ilusionado. Siempre he
sido un iluso al que se le dieron muchas cosas de sus ilusiones.
El
gran Olver Gilberto De León me llevó a conocerte a tu glamoroso búnker
del Hotel Alvear a fines de los 90, y no me sorprendió en absoluto que
tu supuesta pose de caballero a la antigua fuera una especie de legítimo traje espiritual. Y
lo mismo sentí pocos años después cuando otro hermano, Nacho Suárez, me
invitó a un recital íntimo que se hizo en Carrasco y cuando nos trajo
en el auto y le pedí que me dejara en Punta Gorda vos te apuraste a
bajar primero con gestualidad bailarina y me abriste la puerta del coche
para despedirme con un fresquísimo apretón de manos.
Eso es ser un troesma de la delicadeza en este mundo perro. Y anoche te pusiste de abrigo toda el alba, como estaba predicho, guardaste mansamente las cosas de vivir y le dijiste a Ella: Alma mia, vamos yendo, / llega el día, no llorés.
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