miércoles, 29 de julio de 2015

LOS INDIOS TENIAN RAZÓN. Por Julio Dornel



¿Dónde está el águila? Desapareció.
“Termina la vida y empieza la sobrevivencia”. 


Hace algunos años (1995) en nuestra crónica semanal para EL FANAL, semanario que dirigía el periodista Bernardo Pilatti, comentábamos la carta enviada por un Jefe de los pieles rojas al presidente de los Estados Unidos tratando de impedir la compra de inmensas extensiones de sus reservas indígenas por parte del gobierno. La correspondencia dirigida al Presidente Franklin Pierce y firmada por el cacique Seattle en 1855, se ha convertido con el paso de los años en el mayor alegato contra “las buenas intenciones del hombre blanco”, que pretendía  encerrarlos en una reserva como si fueran bestias, justificando la vieja sentencia de que el indio bueno, era el indio muerto o sometido. Han transcurrido 158 años y las cosas han cambiado muy poco para las reservas indígenas y pequeños minifundios que trabajan la tierra. Como la memoria no es el fuerte del hombre blanco, les ofrecemos la parte final del documento aludido. “Soy un hombre de piel roja  y no lo comprendo. Los indios preferimos el suave sonido del viento que acaricia la cara del lago, purificado por la lluvia del medio día o perfumado por la fragancia de los pinos. El hombre blanco parece no sentir el aire que respira. Consideraremos vuestra oferta de comprar nuestras tierras. Si decidimos aceptarla, pondré una condición: que el hombre blanco deberá tratar los animales de esta tierra como sus hermanos. ¿Qué sería el hombre sin los animales? Se moriría de una gran soledad, porque todo lo que le ocurra a los animales, pronto le ocurrirá al hombre. Todas las cosas están relacionadas entre sí. Vosotros debéis enseñar a vuestros hijos que el suelo bajo sus pies es la ceniza de sus abuelos. Todo lo que afecta a la tierra, afecta a los hijos de la tierra. Cuando el hombre blanco escupe el suelo, se escupe a sí mismo. El hombre blanco descubrirá algún día que nuestro Dios es su mismo Dios. Los hombres blancos también  pasarán, tal vez antes que algunas tribus. Si contamináis vuestra cama, moriréis alguna noche, sofocados por vuestros propios desperdicios. El destino es un misterio para nosotros que todavía no comprendemos lo que será cuando los búfalos hayan sido exterminados, cuando los caballos salvajes hayan sido domados, cuando los recónditos rincones de los bosques exhalen el olor a muchos hombres. ¿Dónde está el espeso bosque? Desapareció. ¿Dónde está el águila? Desapareció. Así termina la vida y empieza la sobrevivencia….” Así termina la carta del Jefe Indio, que pese a los años transcurridos, mantiene sin embargo una vigencia indiscutida sobre la irracionalidad que está convirtiendo al hombre en su peor enemigo. La carta luce la firma del cacique Seattle, pero pudo ser también la de Gerónimo, Toro Sentado, Caballo Loco y otros jefes legendarios que ofrendaron sus vidas por defender su territorio. Debemos coincidir amigo lector en que los indios tenían razón.

3 comentarios:

  1. leer el mundo al reves de galeano seguimos siendo conqitado en forma hartera
    ahora sonlas multinacionales
    yaquedo atras aqquella cancion la tierra es tuya de juan y jose

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  2. El estado de Washington, al noroeste de Estados Unidos, fue la patria de los duwamish. En el año 1855, el decimocuarto presidente de los Estados Unidos, el demócrata Franklin Pierce, les propuso a los duwamish que vendiesen sus tierras a los colonos blancos y que ellos se fuesen a una reserva. El jefe Seattle, el gran jefe de los duwamish, dio la respuesta, a petición del gran jefe de los blancos, con un discurso cuya sabiduría, critica y prudente esperanza, incluso hoy, 150 años después, nos asombra y admira.
    El gran jefe de Washington nos envía un mensaje para hacernos saber que desea comprar nuestra tierra. También nos manda palabras de hermandad y de buena voluntad. Agradecemos el detalle, pues sabemos que no necesita de nuestra amistad. Pero vamos a considerar su oferta, porque también sabemos de sobra que, de no hacerlo así, quizá el hombre blanco nos arrebate la tierra con sus armas de fuego.
    Pero... ¿quién puede comprar o vender el cielo o el calor de la tierra? Esa idea es para nosotros extraña. Ni el frescor del aire, ni el brillo del agua son nuestros. ¿Cómo podría alguien comprarlos? Aun así, trataremos de tomar una decisión.
    Mis palabras son como las estrellas: eternas, nunca se extinguen. Tenéis que saber que cada trozo de esta tierra es sagrado para mi pueblo. Cada aguja de un abeto, cada playa de arena, cada niebla en la profundidad de los bosques, cada claro entre los árboles, cada insecto que zumba es sagrado para el pensar y sentir de mi pueblo. La savia que sube por los árboles es sagrada experiencia y memoria de mi gente.
    Los muertos de los blancos olvidan la tierra en que nacieron cuando desaparecen para vagar por las estrellas. Los nuestros, en cambio, nunca se alejan de la tierra, pues es la madre de todos nosotros. Somos una parte de ella, y la flor perfumada, el ciervo, el caballo, el águila majestuosa, son nuestros hermanos. Las escarpadas montañas, los prados húmedos, el cuerpo sudoroso del potro y el hombre..., todos pertenecen a la misma familia.
    Por eso, cuando el gran jefe de Washington nos envió el recado de que quería comprar nuestra tierra, exigía demasiado de nosotros. El gran jefe nos quiere hacer saber que pretende darnos un lugar donde vivir tranquilos. Él sería nuestro padre, y nosotros seríamos sus hijos. ¿Pero eso será posible algún día? Dios debe amar a vuestro pueblo y abandonado a sus hijos rojos.

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  3. El estado de Washington, al noroeste de Estados Unidos, fue la patria de los duwamish. En el año 1855, el decimocuarto presidente de los Estados Unidos, el demócrata Franklin Pierce, les propuso a los duwamish que vendiesen sus tierras a los colonos blancos y que ellos se fuesen a una reserva. El jefe Seattle, el gran jefe de los duwamish, dio la respuesta, a petición del gran jefe de los blancos, con un discurso cuya sabiduría, critica y prudente esperanza, incluso hoy, 150 años después, nos asombra y admira.
    El gran jefe de Washington nos envía un mensaje para hacernos saber que desea comprar nuestra tierra. También nos manda palabras de hermandad y de buena voluntad. Agradecemos el detalle, pues sabemos que no necesita de nuestra amistad. Pero vamos a considerar su oferta, porque también sabemos de sobra que, de no hacerlo así, quizá el hombre blanco nos arrebate la tierra con sus armas de fuego.
    Pero... ¿quién puede comprar o vender el cielo o el calor de la tierra? Esa idea es para nosotros extraña. Ni el frescor del aire, ni el brillo del agua son nuestros. ¿Cómo podría alguien comprarlos? Aun así, trataremos de tomar una decisión.
    Mis palabras son como las estrellas: eternas, nunca se extinguen. Tenéis que saber que cada trozo de esta tierra es sagrado para mi pueblo. Cada aguja de un abeto, cada playa de arena, cada niebla en la profundidad de los bosques, cada claro entre los árboles, cada insecto que zumba es sagrado para el pensar y sentir de mi pueblo. La savia que sube por los árboles es sagrada experiencia y memoria de mi gente.
    Los muertos de los blancos olvidan la tierra en que nacieron cuando desaparecen para vagar por las estrellas. Los nuestros, en cambio, nunca se alejan de la tierra, pues es la madre de todos nosotros. Somos una parte de ella, y la flor perfumada, el ciervo, el caballo, el águila majestuosa, son nuestros hermanos. Las escarpadas montañas, los prados húmedos, el cuerpo sudoroso del potro y el hombre..., todos pertenecen a la misma familia.
    Por eso, cuando el gran jefe de Washington nos envió el recado de que quería comprar nuestra tierra, exigía demasiado de nosotros. El gran jefe nos quiere hacer saber que pretende darnos un lugar donde vivir tranquilos. Él sería nuestro padre, y nosotros seríamos sus hijos. ¿Pero eso será posible algún día? Dios debe amar a vuestro pueblo y abandonado a sus hijos rojos.

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