domingo, 12 de junio de 2016
“SAN MIGUEL DEL AIRE” EL “NACHO” SUÁREZ: TREMENDO “ESCRIBIDOR”. Por Julio Dornel.
Escritor y periodista Julio Dornel
Existen situaciones contradictorias desde el momento en que los pueblos muestran con orgullo su crecimiento demográfico, y la Villa Histórica (18 de Julio) que detiene su andar, al constatar que existen cosas más importantes que las multitudes. La poesía fue llegando despacio, contagiando a los habitantes con una actitud de comienzo incierto, que fue creciendo con el paso de los años. De esta manera fue adoptando su pensamiento propio, descubriendo versos entre piedras y sitios arqueológicos que nos hablan del comienzo. Hay poesía en ranchos poblados por poetas andariegos, que son los herederos intelectuales de viejos escribidores que viven sus amores para crear poesía. Son demasiados para una nota. Nos vamos a detener en el único que no conocemos personalmente. Es posible que algunos lectores de “Nuestra Gente”, tampoco conozcan la fina sensibilidad que trasmite la “pluma” de Ignacio Suárez, cuando lleva al papel sus pensamientos en una forma muy personal. Hace muchos años que camina solo por el mundo de las letras, donde ha logrado lauros importantes, codeándose con calificados intelectuales. Cuando solicitamos su aporte para recordar a su amigo, el poeta Rondan Martínez, con la celeridad que solamente nos ofrece internet, nos hizo llegar el poema que dedicara a Manolo “Matungo” Lima, no sin antes señalarnos que “con Manolo nos encontramos accidentalmente en la capital del país, para enterarnos que también él era un personaje de “San Miguel del Aire”, y que tras muchos años de compartir noches de bohemia y de alcoholes, descubrimos que veníamos del mismo pueblo. Y me contó de la oquedad de la piedra redonda, de su humilde rancha y la imagen de la muchacha que lo miraba desde el fondo del agua, cuando llovía. Y que una vez pudo dibujar al viento, pero este le quitó de la mano su dibujo”.
MANOLO MATUNGO LIMA
/ A Mariquita, su compañera y al pintor Juan Mastromateo /
Hay una piedra redonda allá en San Miguel del aire. Una piedra que se parece a un mundo y en la piedra / hay, todavía / una oquedad como una luna azulazul de agua. Barquitos de papel de niño que navega bajo la cruz de sur, allá en el este, rodeado el barco de estrellitas y bengalas. Y, al final- siempre igual- se refleja la imagen de una niña de cabello negro-desnuda, angelical y sensual –claritamente clara: -Esa cosita, Nacho, que tienen-ayer Onetti lo decía-las muchachas.
Cuanto su pintura sin pintar ya manchaba sus párpados caídos, su palpitante corazón, atento a sus silencios de gurí diferente / che, botija / del rancho en la ladera de la sierra, roto, el de la frente como corteza costanera de pensar las cosas, el de los ojos miradores, como ajenos, que encuentran en el fondo del espejo- o agua- al otro Manolo / el que soñaba / su ser espiritual más viejo que sus años. Más joven, Matungo, que su edad.
Sopla. Gime el viento del pueblo. Gime. Sopla como en un cuento. Como en un sueño. Araña el aire. Sopla con colores y el gurí dibuja al viento, con lápices de viento, en medio de la calle. Pierde la gastita alpargata rueda (azul) y en el papel de astraza del almacén, insiste en dibujar los más íntimos colores del viento. El que se descubre por vez primera, tan triste que le arrebata el dibujo, aventándolo para el lado del parador, del fortín, del cerro picudo, es decir para aquel lado…Para la sierra que es la madre de todos los vientos del pueblo, del mundo…
Así es San Miguel y el niño lo sabía. Lo hablábamos en las noches del vino, del viento más lejano y la poesía. Una leve llovizna grisazul, atangada, de melancolía montevideana se ganaba en nuestra memoria común de ranchos y muchachas, cuando agonizaban los días con sus violáceos crepúsculos de otras aguas o resacas - acá, en este lugar del sur, del mar que no es la mar - y la tristeza.
Y, nuevamente, bajo candiles o faroles oscuros, Manolo Lima, el gurí raro, se escapaba de las penumbrosas cocinas de barro y de totora, sobre la grasa de los azules hules, y en dibujos de la escuela, escaleras, mujeres, caracolas, girasoles y barcos- tal vez torresgarcianos sin saberlo –peces y soles para alumbrar el humo de niño pobre. Humo que queda en la piel y para siempre. O en los ojos de tanto y tanto mirar la soledad.
Hablo de los viejos boliches ciudadanos. Su ser de luz, farito humilde y sabio, entre ruedas de amigos y de copas. Sus obras para pagar la vuelta, o volver por los ojos hasta su San Miguel del aire, donde había dejado con dibujos y grasa y sus manos de tierra, atado a su papel, al viento…
Pero hoy, che, Matungo, que no estás, digo, que estás, pero que no te veo, ni nada… Yo sé que vuelves a buscarla. Lo sé en esas noches azules, rochenses, fronterizas, estrelladas. Yo sé que vuelves para ver en el fondo de tu roca ahuecada, de tu esférica roca, desde tu luna de agua, los ojos suaves como de pana o pena, negros y enternecidos de la niña aquella de tu infancia. Mi amigo de los pinos y los trinos, susurran aún en tu voz, tabaco y caña. Y recuerdo tu cara / tierra que habla / y tus manos de raíces como alas. Mariposas de luz, arcoiris del alma.
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