jueves, 7 de diciembre de 2017

La Revolución Rusa, 100 años después 02 Por Rodrigo Tisnés



Con la perspectiva de un siglo, es posible afirmar que la Revolución Rusa influyó en la ampliación de la esfera democrática. El surgimiento de un “Estado-obrero”, que se presentaba como vanguardia de la nueva sociedad por venir, generó como reacción en el mundo Occidental el impulso de todo el andamiaje de los derechos desegunda generación”, que comenzaron a ser reconocidos explícitamente por casi todas las Constituciones modernas y demás normas jurídicas.
Se trata de toda la serie de derechos de tipo social (trabajo, huelga, salud, educación, a formar sindicatos, seguridad social, etc), que buscan garantizar la base material de la vida, una suerte de punto de partida para el efectivo goce de los derechos civiles y políticos, o de “primera generación”.
Así se montó el esqueleto de lo que posteriormente sería conocido como “Estado de Bienestar” o “Estado Benefactor” (Welfare State) sustentados sobre la base del reconocimiento, protección y ejercicio efectivo de estos derechos sociales, económicos y culturales.
Otra reacción, más contextual y visceral, fue el auge en Europa de gobiernos totalitarios de signo opuesto: el fascismo en Italia, el nazismo en Alemania, y los regímenes de Franco y Salazar en la Península Ibérica. A esto se sumó la condescendencia con la que otros gobiernos europeos trataron y toleraron a Mussolini y a Hitler. Especialmente este último fue visto como un “freno” posible frente a la posible expansión hacia el oeste del mundo soviético.
No obstante lo anterior, Hitler y Stalin cultivaron por un tiempo una relación de tolerancia mutua. E incluso pactaron el reparto de Polonia, que desencadenó la 2ª Guerra Mundial. En esas vueltas de carnero geniales que a veces da la Historia, el detestado y temido comunismo ruso, terminó siendo aliado militar de las detestadas democracias burguesas, contra el enemigo común que representaba el nazismo.
Una vez terminada la guerra, ambos bandos volvieron a detestarse con renovado fervor, en un mundo reconstruido y reconformado sobre las ruinas –todavía humeantes- del anterior, y liderado por las dos superpotencias que emergieron victoriosas: Estados Unidos de un lado, y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviética del otro.
La Guerra Fría dividió al mundo en dos bloques separados tras una imaginaria “Cortina de Hierro” por cuatro décadas, y dejó a Berlín literalmente dividido por un muro, tan real como atroz e insensato. El conflicto fue frío para las dos potencias (en gran parte por la amenaza latente de la destrucción nuclear mutua) pero resultó caliente en muchos puntos periféricos del planeta: Corea, el sudeste asiático, casi toda Latinoamérica, y toda África padecieron conflictos de diversa especie: intervenciones militares, guerrillas, contra-guerrillas, golpes de Estado, imposición de dictaduras y gobiernos títeres, torturas, persecuciones políticas, desapariciones y exilios. Ese fue el costo humano del mundo dividido en dos.
Si Estados Unidos tuvo su Vietnam, la URSS tuvo su Afganistán. Si Estados Unidos derrocó gobiernos como el de Arbenz en Guatemala y el de Allende en Chile, la URSS no dudó en entrar con sus tanques en Hungría en 1956 y en Checoslovaquia en el 68. Si Estados Unidos tuvo su Cuba, la URSS tuvo su Yugoslavia. Y ambos se repartieron Alemania y Corea como botines de guerra.
Esa fue la razón por la que líderes de algunos de esos países periféricos, que no se conformaban ni toleraban el papel de meros peones en ese mundo que otros habían dividido en dos, resolvieron crear el Movimiento de Los No Alineados. Era un mensaje para dejar en claro que se negaban a entrar en la lógica bipolar, simplista y simplificadora, autoritaria y prepotente, del “si no están conmigo, están con el enemigo”.





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