domingo, 25 de febrero de 2018

La confesión. Cuento de Antonio Pippo





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Los Colmán tenían un tambo chico, a unos quince kilómetros del pueblo, rumbo a la capital. Gente humilde, empeñosa, que se había afincado ahí veinte años antes. Sacaban los tarros de leche en un viejo charret, todas las mañanas del año, bien temprano, casi madrugada, para que los recogiese en la carretera el camión de Conaprole. Ganaban poco, pero su pobreza era digna.


El matrimonio -doña Facunda y don Benigno- tenía tres hijos varones con poca escuela y mucho trabajo. No hubo otro remedio: a medida que pasaban los años y crecían las tareas, de otra forma no hubieran salido adelante, porque no era sólo alimentar, ordeñar y cuidar las vacas, llevar los tarros y hacer manteca y queso caseros para vender, sino prestar atención a una docena de ovejas, que criaban sin saber muy bien por qué, y el gallinero chico, la huerta y el chiquero. En la familia sobraba el sudor y escaseaba la instrucción.


Los Colmán, eso sí, iban los domingos a la iglesia, a distancia relativamente escasa, a la misa de las tardecitas: Facunda y Beningo para confesarse y comulgar y los chiquilines, hasta que les llegara el momento de la primera comunión, sólo para oír el buen mensaje de Dios.


José, el mayor de los muchachos fue el único que pudo ir hasta tercero de escuela, cargando en sus notas muchas faltas, y aprendió a leer y a escribir. Había cumplido trece años y sus responsabilidades en el tambo eran mayores. Jugaba escasamente, pero no se aburría. ¡Con una labor incesante tan intensa...! Muchas veces prefería quedarse en el campo, mirando la inmensidad que lo rodeaba, en otoño, hasta que el rocío le agarrotaba las manos. Amaba a los animales y les prestaba mucha atención. Claro, a medida que crecía, iban entrando en su cabeza demasiadas cosas sin respuesta. Lo que rescataba de los pocos libros a su alcance le resultaba insuficiente y sus padres, de pocas palabras, bordeaban el analfabetismo y se limitaban a quererlo, a fijarle horarios y actividades y a hablarle de Jesús, del cura, de los mandamientos -que recitaban de memoria.- y de esa comunión con la que, inexorablemente, alguna vez cumpliría.

Y ese día llegó. Quizás don Benigno intuyó, aun en su ignorancia, que las constantes preguntas de su hijo, sus perplejidades, sus estados frecuentes de ensoñación, podrían ser superadas con una entrega a la sagrada hostia, que pondría todo en su lugar. Habló con el párroco y halló comprensión inmediata y absoluta. Al domingo siguiente José iría a la iglesia a confesarse; después, sólo después, podría aceptar en su cuerpo aniñado todavía ese otro cuerpo divino que sería parte de su salvación.

-Tendrás que confesarle al cura todos tus pecados, hijo -dijo el padre con un intento de solemnidad.

José asintió en silencio, pero no las tenía todas consigo. ¿Qué era un pecado? ¿Cuándo y por qué él había pecado? ¿A causa de qué los niños pobres, que vivían alejados en medio del campo, eran pecadores desde el nacimiento? Bueno, se dijo, el hombre de la sotana negra se lo explicaría. Ya se estaba poniendo grande e iba a entender enseguida. Y de todos modos aquello no iba a ser tan doloroso como darse la vacuna contra el tifus.

Mientras viajaba hacia la iglesia -siempre le decían "iglesia" a lo que era, en realidad, una modesta parroquia rural- se sintió importante. ¡Le habían dado el charret y nadie lo acompañaba! ¿Acaso sería al señal de su mayoría de edad? Esos pocos kilómetros, bajo el sol raleado de la tarde otoñal, se le hicieron breves pero intensos. Disfrutó del camino de tierra, con los coches pasando allá lejos, por la carretera. La gente conocida lo saludaba con la mano y los pájaros apuraban su regreso a los nidos, con vuelos que le pasaban cercanos. Se había puesto su camisa a cuadritos, la de salir, su pantalón vaquero, un saco de lana y las botas de cuero negro que le regaló mamá cuando cumplió los doce. Bien peinado y bañado, se imaginó importante, dispuesto a cumplir uno de los requisitos más rigurosos y trascendentes de la vida. Lo invadió entonces cierta ansiedad exultante, difícil de dominar, muy placentera.


Pero cuando estuvo frente a la iglesia, todo cambió. Ese frente grisáceo y alto, herido por una multitud de fisuras, se le antojó un monstruo de siete cabezas, feo y amenazante. La antigua campana sonaba en ese instante anunciando el final de la misa y la creyó una señal: había que advertir a todos de su llegada. Nadie debía permanecer ajeno al desenlace de su peripecia iniciática. El rubor le encendió las mejillas; ¡vendría todo el mundo a verlo! Momentos después, sin embargo, derribó semejante aprensión una terminante soledad a su alrededor. Apenas la viejita Ermelinda, que salía retrasada de misa, notó su presencia y lo saludó con una pequeña sonrisa tolerante.


Entró, pero aún dubitativo, y se encontró, frente a frente, con el reverendo Nicolás, el párroco, un hombre añoso, gordo y poco aseado, cuya frente parecía extenderse hasta la nuca debido a su sudorosa calvicie rosada.


-Ah, José... Te estaba esperando -dijo amablemente, colocando una mano sobre el hombro del joven visitante. -Ven, ven por aquí... Vamos al confesionario-. Y lo empujó con suavidad hasta un oscurecido rincón, inundado de olor a incienso, donde estaba un rectángulo de madera, alto y estrecho, marrón y triste, cuya cercanía metió en el cuerpo del chico un hormigueo inquietante y vergonzoso.


Corrió la cortina bordó y al hincarse sobre el tablón desprolijo le dolieron mucho las rodillas. El primer precio a pagar por mis pecados, pensó. Del otro lado, a través de una rejilla, el padre Nicolás era una sombra difusa, que no ayudaba a serenarlo. Antes de cerrar la cortina, más por pudor que porque se lo hubieran indicado, miró y vio, como si fuera la primera vez, el interior de aquella humilde iglesia y ahora le pareció grande, interminable, con el altar allá lejos, empequeñecido por la distancia. Creyó sentir, realmente, la presencia de Dios. Mejor dicho, reflexionó: -Dios tiene que estar aquí.


Y tras un suspiro ruidoso, como de aburrimiento, que brotó del otro lado de la rejilla, oyó la voz: -Bueno, hijo mío. Vamos a ver... vamos a ver... ¿Qué pecados vienes a contarme?
José parpadeó repetidamente, aclaró su garganta, tragó saliva y al final dijo, balbuceante:


-Es que no sé muy bien, padre...


El cura se movió, impaciente, en su asiento afelpado. ¡Otro chiquilín de la campaña, desorientado y sin información! Ah, estos padres que creen que todo lo arregla el trabajo y unas cuantas asistencias a misa... Estaba cansado de explicarles cómo debían educar a sus hijos en la religión.


-¿No has leído los mandamientos?


-Sí... Algo...


-Pues bien. Podríamos empezar por lo más sencillo. Por ejemplo, ¿has robado?


-¡No, padre, jamás!


-¿Has golpeado o insultado a tus hermanos o a tus compañeros cuando fuiste a la escuela?
-Y... no sé, de repente sí... Pero no me acuerdo muy bien, padre. A lo mejor lo hice sin darme cuenta, o porque me buscaron... ¿sabe?


-Eso está mal de todos modos... Además, no debes mentirme, porque la mentira es un pecado muy grande. En fin, sigamos... ¿Has tenido malos pensamientos?


-¿Malos pensamientos...?


Al párroco le estaba subiendo la presión arterial a un ritmo inconveniente: -¡Sí! Caramba, José... ya estás crecidito... ¿Has pensando en masturbarte?


-¿Usted dice hacerme la paja, padre...?


-!Por la Santísima Trinidad...¡ Sí, eso mismo...


-Este... Bueno, en realidad sí... ¡No! Quiero decir, lo hacía... Ya no lo hago más...


-¿No? ¿Ha sido un arrepentimiento súbito? ¿Sentiste sobre ti la severa mirada divina?


-Con sinceridad, padre... no. No sentí ninguna mirada. Bueno, usted me dijo que no mintiera...


-No entiendo. ¿Te gustaba masturbarte?


-Sí...


-¿Y entonces por qué no lo haces ahora? -preguntó el hombre de la sotana, profundamente sorprendido.


A esta altura, José transpiraba copiosamente. Su respiración era dificultosa, la garganta estaba otra vez seca y no hallaba las palabras adecuadas para seguir con una, para él, ya muy extraña confesión.


-Verá, padre Nicolás... Yo, este... me agencié otra cosa mejor...


El cura abrió los ojos sintiendo que iba a ser receptor de una inesperada confesión. Dio vuelta ligeramente la cabeza hacia el muchacho y, apelando a toda su experiencia, intentó ayudarlo y dijo en un murmullo: -Muy bien. ¿Y por qué no me cuentas qué es eso que has encontrado? -Esperaba lo peor.


- Ahora me monto a la Manuela... -concluyó José, sintiendo sobre su nuca todo el peso de la santa madre iglesia.


-¡Eso es horrible, hijo mío! ¿Cómo vas a andar por ahí cometiendo el pecado de la carne con una niña, una menor de edad?


-Es que no es una niña, padre...


-¿Estás pretendiendo decirme que tienes relaciones sexuales con una mujer mayor de edad, una prostituta quizás?


-Tampoco, señor...


El sacerdote se levantó violentamente de su asiento: -¿Acaso tienes sexo con otros varones?


-Eh... no, señor.


Exactamente aquí el párroco salió de su sitio como impulsado por un resorte, corrió la cortina y enfrentó al trémulo José: -¿¡Me tomas el pelo?! ¡Por Jesús, salvador de los hombres! ¿Quién rayos es Manuela?


José elevó su mirada acuosa hacia aquella figura obesa y oscura, ya definitivamente enojada, casi fuera de control, y decidió que era tiempo de concluir con el cuento de la historia sexual de su vida, tan corta: -Manuela es una de las ovejas del tambo padre...


Ni el rayo que cruzó ante Pablo hubiese producido en un siervo de Dios semejante conmoción. Al cabo de unos segundos donde permaneció como pasmado, el párroco Nicolás regresó a su asiento y se desplomó en él. Ordenó a José que se mantuviera arrodillado, leyó apresuradamente algunas líneas del pequeño catecismo que le acompañaba siempre y, al fin, sentenció: -Por ahora no podrás comulgar. Eso está decidido. A ver... debes darme tiempo para reflexionar sobre tu futuro. Es un hecho que deberé hablar con tus padres. Y mientras tanto... reza cinco Padrenuestros, cinco Avemarías y por lo menos un Credo. Después... en fin, analizaremos mejor la cosa...


El chiquilín, aterrado de vergüenza, con la cabeza gacha, dejó el recinto sagrado escuchando como se iba apagando la voz del cura, que seguía murmurando algo para él ininteligible. Subió al charret y emprendió el retorno. Lo hizo lentamente, hasta que cayó la noche, confundido sin remedio, repitiéndose mil y una preguntas, buscando en su interioridad esa culpa que lo marcaba. Fue inútil. Llegó al tambo sin hallar la respuesta que lo aclarara todo. Rezaría, por supuesto. Y después, a esperar la reacción del cura y lo que podría venir de sus padres, quién podía saberlo. ¡Cómo se le había complicado la existencia por una confesión obligada y una hostia que no llegó a tragar! Bah, un trozo de finísimo pan blanco que él jamás pidió. Pero, aunque injusta, esa era la ley. Y bien sabía que no tenía espacio para evitarla. ¡De qué modo jodía la religión, carajo!


Liberó al caballo de todo arreo, atravesó la casa saludando apenas y se fue un rato al campo, ennegrecido por la noche picada de estrellas. No le preguntaron nada, menos mal. Había mucho cansancio en la casa y el tiempo sobraría después para conversar en los días por venir, por más trabajo que hubiese. Ah, eso sí era un hecho en cuanto cayera por allí el cura.


De pronto sintió un balido entrañable que le desgarró el alma. Se acercó un poco al alambrado y la vio. Venía como pidiendo mimos, la pobre. Acariciándole la lana espesa y sucia sobre las ancas, José hizo la otra confesión, dolido:


-¡No sabés cómo te voy a extrañar, Manuela!


(·) Este cuento fue rescrito por el autor para el distinguido blog que lo presenta. Pertenece a un libro de cuentos que publicó hacia fines de 1993, titulado "El quilombo y los cuentos del otoño".


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