martes, 4 de septiembre de 2018

¿Yo?... uruguayo: Argentina, dólar y política. Por Rodrigo Tisnés



Cuando llegué a este país, hace poco más de un año para radicarme, el precio del dólar se encontraba, en su franja vendedora, en 18,25 pesos argentinos.
En aquel momento, la perspectiva sobre la marcha de la economía del país, con el escenario de las elecciones primarias de agosto y las legislativas, era de que en ese semestre se estaba saliendo del peor momento económico de Argentina, que se saldría de la recesión, y a partir de este año se comenzaría a estabilizar la misma, con un ciclo “virtuoso” de crecimiento, reducción de la inflación, y un dólar estable, con un precio estimado para fines de 2018 en el entorno de los 20-23 pesos argentinos.
Hoy, 30 de agosto de 2018, el dólar cerró a $39,87, con momentos en que se llegó a cotizar por sobre los 40 pesos.
O sea: en 13 meses desde mi arribo (mi base inicial de referencia) el peso argentino se devaluó más del 100%.
Cuando en octubre del año pasado, el oficialismo obtuvo una relativa victoria en la elecciones legislativas (vale la pena recordar, si bien sigue sin contar con mayorías propias en el Parlamento, aumentaron su representación en ambas Cámaras) se interpretó como un voto de confianza de parte de la ciudadanía hacia el actual gobierno y el rumbo que había fijado en la política económica.
De ese modo, en noviembre y diciembre pactó con parte de la oposición y resolvió avanzar en una serie de reformas, entre las que estaba incluida la de la modificación en el cálculo de las jubilaciones, claramente perjudicial hacia los jubilados, y que fue aprobada luego de varios días de enorme tensión social y política, que incluyó la suspensión de una sesión del Congreso, un enfrentamiento colosal y caótico entre grupúsculos de manifestantes y fuerzas de seguridad, y un masivo y espontaneo caceroleo por la noche en la Plaza del Congreso.
Por esa misma fecha se aprobó el presupuesto del año presente, que preveía una inflación del 15% anual, aunque la mayoría de los analistas pronosticaban por ese entonces una inflación más próxima al 20%.
Desde ese entonces, ninguna las previsiones económicas se ha cumplido: además de la disparada en el precio del dólar, se suma una inflación inmanejable que en 6 meses ya superó la meta prevista para todo el año, y hasta altura parecería milagroso que no supere el 30% anual.
Pero lo más doloroso y preocupante de este escenario, es el altísimo costo que está pagando el grueso de la sociedad, que además de tener que soportar los ajustes de tarifas por eliminación de subsidios (en Capital Federal y provincia de Buenos Aires) que han sido exorbitantes, sobre todo pensando en servicios como luz y gas que no han mejorado la calidad en relación a las brutales subas decretadas; se suma la incertidumbre por la evolución de los precios de comestibles y productos de primera necesidad, y ahora, la pérdida de poder adquisitivo de salarios que pierden frente a la inflación y el dólar. En cuestión de semanas, los trabajadores han perdido aproximadamente un tercio de su poder de compra.
Por si fuera poco, ligado a su previsión de inflación, el gobierno había fijado que las paritarias (símil de los Consejos de Salarios en Uruguay) no podían superar el 15% de ajuste salarial, o, lo que es lo mismo, que los sueldos este año como mucho iban a “empatar” con la inflación. Por supuesto, esto ha generado que algunos sindicatos no acepten esta propuesta salarial, y mucho menos luego de constatar que la meta inflacionaria ha sido limpiamente superada, con lo cual, en realidad, los trabajadores terminaran perdiendo poder adquisitivo.
En algún momento, el gobierno intentó ensayar una suerte de “épica del sacrificio” en el que expresaba que en momentos de crisis es necesario ajustarse el cinturón, para luego volver a ganar cuando se recupere la economía.
El argumento, en otro momento y con otras señales de parte del sistema político –y del financiero- podría funcionar; pero mientras por un lado se piden sacrificios voluntarios, parece una tomadura de pelo que hace semanas especuladores y banqueros estén obteniendo pingues ganancias jugando con el mercado a su antojo, jopeándosela sistemáticamente al gobierno.
Con este contexto de incertidumbre y ajuste que están pagando los eternos perdedores de todos los ajustes: asalariados, jubilados, pequeñas y medianas empresas; la novedad es que parece estar generándose un clima de cansancio social y agotamiento del crédito político obtenido por el oficialismo en octubre del año pasado.
Es toda una señal que desde algunos de los medios y programas que han tenido mayor afinidad con este gobierno, se lo esté criticando de diversas formas, desde los analistas que lo critican por su falta de iniciativa en impulsar reformas estructurales de fondo, hasta los que dicen que desde que asumieron el gobierno han errado los caminos continuamente y parece vivir en una suerte de improvisación permanente, pasando por los que mencionan la “tozudez ideológica” como causa de esta tempestad.
Más que por tozudez, me da la impresión que se llega a este resultado por una ingenuidad ideológica muy propia de los liberales, que creen que el mercado es el mejor asignador de recursos y que tiene la capacidad de ajustarse en forma virtuosa por sí mismo. Eso puede ser cierto en un contexto de una economía pequeña, y sin actores económicos capaces de influir en el mercado por su propia voluntad, tal como sucedía en la sociedad que conoció Adam Smith; pero no es la realidad del capitalismo moderno, al menos desde el siglo XX, en un contexto de economías de escalas, creciente concentración de empresas, grupos económicos que generan más riqueza y movilizan mayor cantidad de recursos que algunos países, y enormes asimetrías de información, influencia y poder entre los diversos agentes económicos. La mano no es invisiblees oculta.
Dónde sí parece haber un componente importante de terquedad, es en la resistencia del Presidente a hacer política.
Genuino representante del discurso post-político, que asimila lo “político” a componendas y negociados, y que sostiene que lo que se precisa para ser un buen gobernante es aplicar conceptos y prácticas de la gestión empresarial, reduciendo al Estado a una suerte de gran empresa; la coyuntura actual es una clara muestra de las limitaciones de ese discurso como práctica, muy eficiente para captar el descontento con las formas tradicionales de hacer política y obtener triunfos electorales, pero absolutamente insuficiente para gestionar una institución de la complejidad del Estado, cuyo fin –a diferencia de una empresa privada- no es el de obtener ganancias económicas, sino administrar y resolver los conflictos y contradicciones de la vida en sociedad, y ser garante en el ejercicio efectivo de ciertos derechos mínimos por parte de las personas.
En la Argentina de la “Grieta” no resulta menor que, desde ambos lados, se critique la falta de liderazgo político. Gestores y marketing han sobrado hasta ahora, tal vez, la cruda realidad le haya demostrado al gobierno que llegó la hora de hacer política en serio… no de jugar hacerla.

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