jueves, 12 de octubre de 2023

PIÚ AVANTI. Cuento . Columna de Antonio Pippo Pedragozza

 

PIÚ AVANTI es posiblemente el más popular de los poemas escritos por Pedro Bonifacio Palacios, más conocido como Almafuerte, inclasificable vate que también incursionó en el periodismo y fue un maestro rural autodidacta. Nació en Santa Fe, Argentina, en 1854 y murió en La Plata en 1917. Se le considera un poeta romántico tardío, metido en ese amago del modernismo. Extremadamente preocupado por los pobres y por la ceguera de Dios, por las injusticias y la hipocresía, sus poemas fueron apóstrofes resonantes que buscaron, sin éxito, derribar el dominio de los poderosos. En 196 fue separado del magisterio por falta de título habilitante; eso lo sumió en el aislamiento y la depresión hasta su muerte. Su influencia en las generaciones posteriores fue enorme.




Estoy recorriendo su casa, don Pedro.

No, no la de San Justo, donde nació, sino la que ahora es un museo en su honor, en La Plata: la de su muerte. Lo hago con un profundo respeto que se parece a la veneración; y no crea usted que es uno de esos ritos paganos, pura curiosidad pasajera o turística, sino un acto necesario, como si me prosternase ante la admiración que le profeso.

Hay tanta dignidad aquí dentro, dignidad y pasión ante el dolor que no se ha dormido.

-No te des por vencido ni aun vencido,/ no te sientas esclavo ni aun esclavo;/ trémulo de pavor piénsate bravo/ y arremete feroz, ya mal herido.

¡Piu avanti, querido poeta de mi desorientada, lejana adolescencia! ¡Piu avanti, don Pedro!

¿O podría llamarlo Almafuerte, como lo hicieron legiones de desheredados, gente que dudaba de su destino y halló en sus versos enérgicos, duros y compasivos a un tiempo, el campanazo visceral de su despertar?

He llegado a una sala, sobre el oeste de la casona; es una habitación que preside un retrato suyo, muy cercano a su final.

Ahí se sedujo -¿fue apenas un momento?- la ensoñación: que me digan loco, qué importa, pero usted me miró, con una mirada surcada por cicatrices del alma, y yo sentí que me susurraba:

-Quise ser pintor y no pude; la beca que lo hubiera permitido me la negaron. Entonces muy joven, sin título, con la honradez del autodidacta vocacional, me dediqué a la enseñanza, a la poesía y al periodismo. En las escuelas por las que pasé fui feliz y, a la vez, un desesperado: la felicidad provenía del contacto puro con los niños; la desesperación, por la pobreza y el desamparo al que la sociedad los sometía. Nunca quise abandonarlos, nunca, pero…

-Ten el tesón del clavo enmohecido/ que ya viejo y ruin vuelve a ser clavo;/ no la cobarde estupidez del pavo/ que amaina su plumaje al primer ruido.

Sí, Almafuerte, noble sacerdote laico de infancia penosa y abandonos, su prédica feroz contra los gobernantes lo echó de escuelas de Buenos Aires, Mercedes, Salto, Chacabuco, cuando el presidente era Sarmiento, que debió ser su ladero moral. Y el cierre tristísimo de su frustración: aquella tarde en Trenque Lauquen, cuando velaron en el único salón de clases a uno de sus amados alumnos y usted, parado al lado del féretro, no pudo despedirlo porque se quebró en un llanto incontenible.

Oh, el ensueño otra vez me abraza: siento su murmullo tan, tan cercano a mi oído que parece un aliento:

-Quise resistir, combatir. Ningún rezo. Sí mi imprecación. Acaso alzando lo que me quedase de voz para la venganza de los marginados.

-Procede como Dios que nunca llora;/ o como Lucifer que nunca reza;/ o como el robledal, cuya grandeza/ necesita del agua y no la implora

Siéntase tranquilo con su ardiente conciencia, don Pedro, Almafuerte: cerró sus ojos atormentados tras pelear todas las batallas y negar los honores tardíos que quisieron enamorar a su ética para sobornarla. Pocos poetas, si hubo alguno, gritaron con tal fuerza su demanda de justicia mirando al cielo. Ah, sí, dura pelea con Dios y todo en lo que quería creer.

¡Qué pena que no haya sabido que este poema, de lo mejor de su romanticismo a destiempo, en años cínicamente llamados modernistas, aunque su pluma siempre fue piadosa ante el sufrimiento ajeno, haya sido incluido entre los “Siete sonetos reparadores” del Cantar los cantares!

Quizás no le hubiese importado. ¡Si ya había vociferado su anatema contra las “absurdas leyes de tarima”!

Siento el imperativo de decirle: quítese esos lentes redondos de armazón de plata y descanse en paz, aun sabiendo yo que le queda una exhortación a quienes, cariñosamente, llamó “la chusma de mis amores”:

-¡Que muerda y vocifere vengadora,/ ya rodando en el polvo, tu cabeza!



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