martes, 28 de noviembre de 2023

La aventura del tango BAILES DEL INTERNADO Por Antonio Pippo

 

La extensa y azarosa vida del tango fue siempre habitada por extrañas y hasta locas experiencias. Una, entre tantas, se hizo famosa con nombre propio: “Los bailes del internado”.

Fue una iniciativa a la que dio luz, el 21 de setiembre de 1914, la Federación de Practicantes de Medicina de los Hospitales de Buenos Aires. Tras una asamblea que por sí misma debió merecer un libro de recordación, y durante la cual, aunque hoy parezca inadmisible, corrió alcohol sin tasa, una aplastante mayoría aprobó realizar bailes de tango en lugares de distintos nosocomios previamente “inhabilitados al público”, con participación de las principales orquestas de la época. Esta insólita experiencia, que dejó ganancias considerables a los músicos, duró sin interrupción hasta igual fecha del año 1925, cuando la suma de los escándalos superó la excesiva tolerancia de las autoridades competentes.

La logística era muy precisa: los practicantes organizaban los grupos entre quienes el día del baile no tenían guardias nocturnas, siempre tratando, en una urdimbre sutil, que fuera similar la cantidad de hombres y mujeres “habilitados a divertirse”, de tal modo que no surgiesen, en medio de la algarabía, turbulencias justamente por falta de pareja.

El primer músico importante invitado, que inauguró los bailes de los muchachos de Medicina, fue Francisco Canaro, quien, ni lerdo ni perezoso, aprovechó la oportunidad para estrenar, la primera noche, un tango que compuso en un par de días con el poco original título de El internado, obra que hoy integra la selección más rigurosa que pueda armarse de la etapa de la Guardia Vieja.

Hubo, por supuesto, otros pioneros de la música popular ciudadana convocados a estos encuentros, que dedicaron tangos a los entusiastas y audaces universitarios: Vicente Greco compuso El anatomista y Muela cariada; Eduardo Arolas hizo Anatomía, Rawson (por el nombre del importante hospital bonaerense) y Derecho viejo (que, a decir verdad, fue en homenaje a estudiantes avanzados de Abogacía que se habían integrado a aquella poco menos que destartalada cruzada); Augusto P. Berto compuso El séptimo (se llevaba cuenta de los bailes realizados) y La biblioteca –dedicado, según el doctor Luis Alposta, a la Biblioteca Médica Central-; Víctor Trypese escribió Muñiz (nombre de otro conocido hospital); el popular Ricargo Brignolo (el autor de Chiqué) estrenó en estas diversiones El octavo, El noveno y El décimo, que contaron con la animación de su orquesta; Scatasso y Bastardi presentaron allí La cabeza del italiano y Osvaldo Fresedo, “El pie de La Paternal”, que ya había compuesto El sexto, dio a conocer en el último baile, el 21 de setiembre de 1925, el tango A divertirse (con el subtítulo El once de los bailes del internado) y que, según Horacio Salas, “sería, ya llamado El once, la más famosa de las obras compuestas para los bailes de los estudiantes –que se hacían en primavera, uno por año- y que a través del tiempo, con total independencia de su origen, perduraría en las distintas versiones que grabó su autor.

Este tango tiene una insólita historia propia: Fresedo se había comprometido a estrenar algo esa noche pero lo olvidó; Rizzutti, uno de sus músicos, se lo recordó el día antes. Fresedo le pidió “una mano” y sólo con cinco primeras notas de una melodía que Rizzutti escribió en un pedazo de papel higiénico improvisó el que sería más tarde su mejor tango.

Pero quizás lo que nos acerque a la dimensión de este disparatero estudiantil que, con complicidad de tantos artistas, duró once años, sea un testimonio extraído de las memorias de Canaro:

-Hacían bromas macabras durante los bailes. Hubo casos en que a los cadáveres de la morgue les cortaban las manos y luego, disfrazándose con sábanas como fantasmas y con unos palos a manera de brazos, ataban esas manos yertas, heladas y las pasaban por la cara de las mujeres. ¡Madre mía¡ Otras veces ponían en lo alto de la sábana la cabeza de un cadáver o dejaban sobre las mesas, entre las bebidas y la comida, algunos órganos que extraían de los laboratorios. No sé cómo pudimos acompañar tanto tiempo semejantes disparates.

Una sola vez hubo inconvenientes con un músico. Cierta noche tocaba Vicente Greco, a quien llamaban “Garrote” por un grueso bastón que usaba (y no sólo para apoyarse): le tiraron una calavera sobre el bandoneón. Tiró a un lado el instrumento, blandió su “arma” y tuvieron que pararlo entre cinco. Después, tras media hora de charla y litros de vino, lo convencieron de seguir.






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