sábado, 24 de agosto de 2013

Laurence Olivier incendia la memoria de Hollywood

"Qué podían enseñarme esos dos sobre actuación...", dijo sobre Burt Lancaster y Kirk Douglas tras trabajar con ellos

Marilyn Monroe o Dustin Hoffman fueron víctimas de sus dardos en vida. Hoy afloran las grabaciones donde el actor despachó con odio al resto de sus colegas

Londres
El País de España 









Tras dirigirla en ‘El príncipe y la corista’, el británico dijo de Marilyn: “Mi odio hacia ella es una de las emociones más fuertes que he sentido”. / CORDON PRESS

En su tiempo fue proclamado el mejor actor en habla inglesa del siglo XX, triunfó como nadie sobre las tablas del exigente teatro británico y brilló en ese otro universo tan distante de Hollywood. Para quienes tuvieron el privilegio de verlo en escena era la encarnación misma de los mejores personajes de Shakespeare. La figura profesional de Laurence Olivier (1907-1989) aparece inmensa a cualquier luz, pero eso no significa que fuera especialmente simpático, deferente o generoso con sus congéneres. No lo era, y todos en el mundillo lo sabían. Aun así, los herederos del intérprete han esperado casi un cuarto de siglo después de su muerte para sacar a la luz sus opiniones más afiladas sobre los colegas de oficio, que él mismo estuvo tentado de utilizar en su autobiografía pero que acabó guardando bajo llave. Si en vida ya ninguneó a nombres del calibre de Marilyn Monroe o Dustin Hoffman, este material inédito nos revela a un Olivier más implacable ante una generación de estrellas con las que compartió plano a lo largo de la era dorada del cine. A varios les negaba el talento.
La adorable Merle Oberon era en realidad una “pequeña y tontorrona aficionada”, dictamina Olivier sobre su coprotagonista de la película Cumbres borrascosas (1939) que afianzó al británico en la meca californiana del cine. A Joan Fontaine, junto a la que compartió el megaéxito de Rebeca (1940), de Hitchcock, un año más tarde, la tilda directamente de “desagradable”, en contraste con el cartel cinematográfico de ambos en pose romántica que hizo furor en la época. El actor habla a tumba abierta durante más de 50 horas grabadas por un escritor que debía ejercer de negro y escribirle las memorias, aunque finalmente decidió asumir la pluma él mismo y omitir el contenido de las cintas. Su viuda, la actriz Joan Plowright, ha permitido solo ahora que el biógrafo e historiador Philip Ziegler las recupere y recicle en un libro que saldrá al mercado en septiembre bajo el título de Olivier para seguir alimentando el mito.
Laurence Olivier tuvo dos matrimonios anteriores, con las actrices Jill Esmond y Vivien Leigh. De la protagonista de Lo que el viento se llevó habla con tristeza. Se acusaba a sí mismo de haberla animado a interpretar a Blanche Dubois en Un tranvía llamado deseo porque “eso la rompió y fue el comienzo de su enfermedad”. Supuso el segundo Oscar para Leigh, pero también fue el rodaje en el que afloró la esquizofrenia de la actriz.

Hijo de un pastor protestante de Surrey, siempre quiso dedicarse a la interpretación, una profesión que definiría como su razón de ser. Su temprano éxito en el West End londinense —gracias a la prestancia, la perfecta dicción, esa técnica estilizada y luego legendaria—, le procuró el billete hacia Broadway y, de allí, a Hollywood. En unos tiempos donde el talento era el principal material de la industria del cine, aquel intérprete de sangre shakespiriana consiguió trasladar grandes piezas del Bardo a la pantalla, como su recordado Enrique V o ese Hamlet en el que se dirigió a sí mismo, labrándose el Oscar por la actuación.
A lo largo de cinco décadas, obtuvo trece nominaciones a la estatuilla dorada y todo tipo de reconocimientos, pero las exigencias del oficio y la presión de las nuevas generaciones no hicieron sino ahondar en sus propias inseguridades. El Olivier que confesó a Orson Welles estar enamorado de su propia imagen también sufría de miedo escénico (el pavor a olvidar el texto en escena) y no siempre le gustaba lo que veía en el espejo: “Un papel excelente, lástima que yo no diera la talla”, admite sobre alguna de sus intervenciones fílmicas. Cuando en 1957 enroló a Marilyn Monroe en el filme El príncipe y la corista, que ambos protagonizaron bajo la dirección de Olivier, el actor se sentía tan intimidado por la bomba rubia como ella de él, aunque lo ocultara bajo una capa de ácida ironía e incluso desdén. “Mi odio hacia ella es una de las emociones más fuertes que he sentido”, llegó a decir sobre la legendaria indisciplina de Marilyn proyectada en un rodaje caótico. Pero, una vez visionada la película, entendió “lo maravillosa que era” y reconoció sin ambages que la actuación de la actriz eclipsaba la suya propia.
Desprecio absoluto reserva sin embargo para otras luminarias como Burt Lancaster y Kirk Douglas, con quienes trabajó en El discípulo del diablo (1959): “Qué podían enseñarme esos dos sobre actuación…”. Ironías de la vida, un lustro más tarde Lancaster acabó apropiándose del personaje de El gatopardo que el director Luchino Visconti había concebido para Olivier: los productores italianos impusieron a la entonces estrella más taquillera, y esa ya no era el británico.
Animal de teatro incluso por encima de ese lustre hollywoodense que tanto le complacía, Olivier siempre dio sobre las tablas británicas lo mejor de sí mismo, aunque entre bambalinas podía ser muy mezquino. Se sentía amenazado por aquellas otras vacas sagradas que brillaban en el teatro clásico. Se consideraba el mejor, aunque no siempre, y reflejaba esa contradicción en el juicio de sus pares. Recuerda a Peter O´Toole en los ensayos como “el Hamlet más perfecto que creo que veré nunca”, para acto seguido destrozarlo tras la noche del estreno: “!Me sentí tan avergonzado por el pobre tipo!”. A Ralph Richardson le reconoce su “glorioso” Falstaff , pero añade la puntilla de que “su Otelo no era bueno porque le faltó la valentía”. Otros grandes como John Gielgud, Alec Guinness o Robert Stephens —compañeros, a veces amigos y siempre rivales— son también víctimas de sus dardos. Los envidió a todos, aunque no tanto como a una estrella que nunca necesitó declamar a Shakespeare para encarnar, según Olivier, el paradigma de una carrera. Insospechadamente, se llamaba Cary Grant.

Vivien Leigh, su amor trágico

“Aparte de su aspecto, que era mágico, proyectaba una atracción de la naturaleza más perturbadora que encontré jamás”, describía Olivier a la maravillosa y trágica Vivien Leigh, la segunda de sus tres esposas (todas ellas actrices). 
De sus tumultosos veinte años como matrimonio y dorada pareja artística da fe una profusa colección de cartas incluidas en el archivo de Vivien Leigh que el museo Victoria & Albert de Londres acaba de comprar a sus herederos. El diario personal de la actriz británica –de cuyo nacimiento se cumple el centenario este 2013- , fotografías, guiones y anotaciones de trabajo son algunos de los documentos que, una vez catalogados, serán accesibles en la web de la institución. Entre las perlas, destaca una misiva que le dirigió el dramaturgo Tennesse Williams (autor de Un Tranvía…) en la que le confiesa que “eres la Blanche que siempre había soñado”. El archivo revela también cómo Leigh y Olivier siguieron manteniendo una tierna correspondencia después de divorciarse (1960) y hasta la muerte de la actriz, a los 53 años, a causa de una tuberculosis.

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