miércoles, 20 de noviembre de 2013

L A C A S A D E L A B U E L O CELEDONIO. Por Julio Dornel.



                                                   Escritor y periodista Julio Dornel




Viejo barrio que te vas
Te doy mi último adiós…”
Es la historia que se repite en todos los hogares de la frontera. Es la historia de muchos abuelos que acorralados por la voracidad inmobiliaria, quemaron sus lanchas para satisfacer la demanda. Es la historia que se rompe, se vende y se va demoliendo sin piedad en nombre del progreso. No podemos ni tenemos derecho a conservar ni restaurar los viejos edificios que seguirán siendo postales amarillentas en el baúl de los recuerdos. Para aumentar la nostalgia recorra la zona céntrica y procure los lugares que un día ocuparon los comercios de Vogler, Casa Fernández, Bobadilla, el Opel, Manzanares, el bar de Castillos, la peluquería de Sadí, Caticha, Silveira Hermanos, la carnicería de Ciro, la farmacia de Bernardo o la herrería de Perucho. Entre muchos, la tradicional esquina de la Internacional y Laguna de los Patos, donde al fondo del OPEL se encontraba la modesta casa del abuelo Celedonio. Ladrillo de campo sentado en barro, piso de tierra y techo de paja, mientras las manchas de la humedad trepaban por la pared. Para disimular se iban tapando con las fotos redondas de los antepasados o con los almanaques de regular tamaño que ofrecía anualmente Casa Caticha, Leopoldo Fernández y los hermanos Silveira. El panorama infantil de aquellos años escolares, estaba centralizado en la modesta casa del abuelo, que se fue mejorando paulatinamente y de acuerdo a las posibilidades. Lindaba al norte con Ramiro y Ondina, al este con doña Concepción y todos los Cabrera, mientras al sur estaba el receptor Benítez, abuelo del Bayano. Buenos vecinos, serviciales, generosos, y siempre dispuestos a extender la mano. Vecinos de “puerta” como se decía, queriendo confirmar una relación casi familiar. Puertas abiertas para auxiliar con el azúcar o la yerba que faltaban siempre en horas de la noche. Vecinos que amortiguaban la soledad y llegaban solícitos ante alguna enfermedad pasajera o de las otras. Al fondo los canteros de la pequeña quinta que achicaba los gastos en la mesa familiar. Y en ese mundo mágico de la niñez han quedado también los primeros autos de fabricación casera desplazándose a más de 100 por hora en las pistas de nuestra imaginación. En el patio de aquella casa, hoy convertida en moderno “free-shop” y rodeada de muchos autos de verdad, estaban las carreteras de tierra, separadas por canteros de lechugas y tomates por donde circulaban los Cadillac, Citroën, y las camionetas Willys. Un recuerdo para el jardín de la abuela con sus rosas rojas, las achiras, los claveles, jazmines y madreselvas que se trepaban al palo del cargador Whincharger que recargaba las baterías destinadas a la iluminación hogareña. En el centro del terreno, la cachimba que durante el invierno se parecía a una lagrima congelada y durante el verano servía de heladera para el vino del abuelo. Hoy todo es historia. La casa del abuelo Celedonio, que nunca tuvo berretines de integrarse al patrimonio histórico de la ciudad, sirve como ejemplo para apuntalar el trabajo que vienen realizando algunos vecinos, para salvar los edificios que también se encuentran amenazados por la piqueta. .

1 comentario:

  1. Muy buen el artículo. Nos hace recordar las casas de nuestros abuelos, nuestra niñez, la vida sin apuros, mas sencilla e inocente.

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