Escritor y periodista Julio Dornel
“Viejo
barrio que te vas
Te
doy mi último adiós…”
Es
la historia que se repite en todos los hogares de la frontera. Es la
historia de muchos abuelos que acorralados por la voracidad
inmobiliaria, quemaron sus lanchas para satisfacer la demanda. Es la
historia que se rompe, se vende y se va demoliendo sin piedad en
nombre del progreso. No podemos ni tenemos derecho a conservar ni
restaurar los viejos edificios que seguirán siendo postales
amarillentas en el baúl de los recuerdos. Para aumentar la nostalgia
recorra la zona céntrica y procure los lugares que un día ocuparon
los comercios de Vogler, Casa Fernández, Bobadilla, el Opel,
Manzanares, el bar de Castillos, la peluquería de Sadí, Caticha,
Silveira Hermanos, la carnicería de Ciro, la farmacia de Bernardo o
la herrería de Perucho. Entre muchos, la tradicional esquina de la
Internacional y Laguna de los Patos, donde al fondo del OPEL se
encontraba la modesta casa del abuelo Celedonio. Ladrillo de campo
sentado en barro, piso de tierra y techo de paja, mientras las
manchas de la humedad trepaban por la pared. Para disimular se iban
tapando con las fotos redondas de los antepasados o con los
almanaques de regular tamaño que ofrecía anualmente Casa Caticha,
Leopoldo Fernández y los hermanos Silveira. El panorama infantil de
aquellos años escolares, estaba centralizado en la modesta casa del
abuelo, que se fue mejorando paulatinamente y de acuerdo a las
posibilidades. Lindaba al norte con Ramiro y Ondina, al este con doña
Concepción y todos los Cabrera, mientras al sur estaba el receptor
Benítez, abuelo del Bayano. Buenos vecinos, serviciales, generosos,
y siempre dispuestos a extender la mano. Vecinos de “puerta”
como se decía, queriendo confirmar una relación casi familiar.
Puertas abiertas para auxiliar con el azúcar o la yerba que
faltaban siempre en horas de la noche. Vecinos que amortiguaban la
soledad y llegaban solícitos ante alguna enfermedad pasajera o de
las otras. Al fondo los canteros de la pequeña quinta que achicaba
los gastos en la mesa familiar. Y en ese mundo mágico de la niñez
han quedado también los primeros autos de fabricación casera
desplazándose a más de 100 por hora en las pistas de nuestra
imaginación. En el patio de aquella casa, hoy convertida en moderno
“free-shop” y rodeada de muchos autos de verdad, estaban las
carreteras de tierra, separadas por canteros de lechugas y tomates
por donde circulaban los Cadillac, Citroën, y las camionetas Willys.
Un recuerdo para el jardín de la abuela con sus rosas rojas, las
achiras, los claveles, jazmines y madreselvas que se trepaban al palo
del cargador Whincharger que recargaba las baterías destinadas a la
iluminación hogareña. En el centro del terreno, la cachimba que
durante el invierno se parecía a una lagrima congelada y durante el
verano servía de heladera para el vino del abuelo. Hoy todo es
historia. La casa del abuelo Celedonio, que nunca tuvo
berretines de integrarse al patrimonio histórico de la ciudad, sirve
como ejemplo para apuntalar el trabajo que vienen realizando algunos
vecinos, para salvar los edificios que también se encuentran
amenazados por la piqueta. .
Muy buen el artículo. Nos hace recordar las casas de nuestros abuelos, nuestra niñez, la vida sin apuros, mas sencilla e inocente.
ResponderEliminar