jueves, 3 de abril de 2014

El miedo Nota de opinión de Gabriela Cerruti


Argentina /Página 12

El sábado tuve que ir a una farmacia en La Plata. Mientras buscaban mi medicamento, me quedé mirando la hoja que sobre el mostrador invitaba a firmar contra el Código Penal. La empleada notó mi curiosidad y dejó lo que estaba haciendo para alcanzarme una lapicera:

-¿Vio? Firme, hay que firmar. Todos estamos firmando. Van a soltar a todos los violadores. No va a ir nadie más preso.

No pude discutir. Cada frase que decía, provocaba una reacción mayor y más desesperada. Hasta que llegó finalmente lo que debía llegar:

-Hay que matarlos a todos.

Hay que matarlos a todos. La traducción tribal, deshumanizada, anticivilizatoria en que el sentido común traduce los dichos de una dirigencia política que juega a instalar el terror como forma de conseguir votos. Que apela a los miedos más primitivos para desatar instintos.

Un juego peligroso, perverso, hecho desde la irresponsabilidad de apelar a cualquier cosa con tal de “marcar agenda”, de decir cualquier cosa con tal de tener un minuto más en los medios. Sin entender el camino oscuro que esos dichos van trazando en canales profundos sociales que tienen su propia trayectoria, sus propias sinuosidades, que ya nadie maneja.

Hay dos miedos ancestrales, dicen los teóricos. El miedo a la habitación oscura, y el miedo al perro que ladra. El miedo a lo desconocido, y el miedo a lo conocido. Sobre la pulsión de esos dos miedos el hombre ya no reconoce sus reacciones, puede actuar dejando de lado valores, solidaridades, pautas que en una situación normal lo harían comportar de otra manera.

El estado de terror es precisamente la dominación de una sociedad a través de estos miedos. Por eso fue tan efectivo el estado terrorista argentino: la clandestinidad con que se llevó a cabo la represión agigantó los fantasmas. No había que meterse, no había que decir, no había que mirar, porque podía pasar algo que nadie sabía bien qué era, pero que era tremendo. Cualquiera podía ser llevado por cualquier cosa. El desmoronamiento del estado de derecho impregna a la sociedad de terror: no hay delitos y penas, no hay causas y efectos, hay una amenaza permanente de la que hay que huir.

Cada uno se vuelve hacia adentro, hacia su mundo más privado, en donde también hay que cuidarse de lo que se dice o lo que se hace. A cualquiera le puede pasar eso, que no se sabe bien qué es.

El terror, el miedo, son las armas más poderosas de dominación de una sociedad. Porque rompen la trama social. Deshumanizan. Plasman un derrumbe civilizatorio, estalla la esfera pública y el hombre y la mujer, seres sociales unidos por ética y valores, se convierten en hordas capaces de cualquier cosa por defenderse quién sabe de qué.

El camino a la deshumanización no es lineal, ni se construye en un momento ni de un solo paso. Para explicar ese “derrumbe civilizatorio” que fue el Holocausto, Zygmunt Bauman escribió que un hecho extraordinario es sólo la unión especial de muchos hechos ordinarios.

Qué es lo que convierte a hombres y mujeres comunes y corrientes en una horda asesina, capaz de matar a patadas a un joven, de apalear a otro hasta dejarlo sin conocimiento?

Qué es lo que lleva a una sociedad que se cree cosmopolita y moderna, regida por valores éticos y religiosos a convertirse en un grupo tribal, despojado de cualquier sentido civilizatorio?

El miedo, el terror. Hay que matarlos a todos, porque si no van a venir a matarnos a nosotros.

Sin ese terror, sin esa psicosis generada desde un lugar de poder, como es el de un dirigente o una dirigencia que habla desde medios de comunicación respetados, podría entenderse a hombres y mujeres dispuestos a matar a un ser humano por defender una cartera?

La condición humana es contradictoria y compleja. Pero la responsabilidad de un dirigente político, de un líder social o religioso, de cualquier persona con ascendencia en la sociedad, y de los medios de comunicación que reproducen esas ideas, es convocar al altruismo, a los sentimientos más nobles, a los valores por todos compartidos.

El primer paso sería recuperar el lenguaje: dejar de llamar justicia por mano propia a un asesinato, dejar de llamar delincuente a quien es inocente hasta que se pruebe lo contrario, dejar de llamar hartazgo social a una horda asesina.

No menos importante sería que quienes se proponen para dirigir un país entiendan que no son más importantes sus cinco minutos de fama que el futuro de una sociedad. Que alguien le avise a Sergio Massa que en un derrumbe civilizatorio, la humanidad es la primera víctima.

Gabriela Cerruti

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