Habría
querido que este momento no llegara nunca, porque lo que voy a decir
me resulta muy doloroso. No voy a votar al Frente Amplio en la
elección de octubre. Por primera vez, en más de cuarenta años,
siento que no puedo ni debo hacerlo. Es una decisión individual e
íntima (todas las decisiones lo son, en el fondo) pero no solitaria.
Muchas personas de izquierda han decidido adoptar la misma actitud o
la tienen en su horizonte y la están considerando. En mi caso, los
motivos no son sorprendentes. Han sido anunciados con preocupación,
desde hace años, en esta misma columna.
Sintéticamente,
no comparto las políticas que implican someter al país y a su
población al modelo económico “global” de los capitales
transnacionales, en el que, a pesar de los discursos, la mitad de los
trabajadores gana menos de $15.000. Discrepo con el proceso de
concentración y extranjerización de la propiedad de la tierra, que
se ha permitido en estos años. No estoy de acuerdo con los
privilegios abusivos (exoneraciones tributarias, puertos, zonas
francas, leyes hechas a la medida) concedidos a la gran inversión
extranjera y negados en cambio a la inversión y al trabajo
nacionales.
No creo
que un gobierno de izquierda deba condicionar al país, al grado en
que lo han hecho los dos últimos gobiernos, a inversiones
estratégicamente discutibles y ambientalmente peligrosas, como las
de UPM, Montes del Plata o Aratirí. Me indigna la ley de
bancarización obligatoria (hipócritamente denominada “de
inclusión financiera”), que favorece el endeudamiento de la
población de menos recursos y significa la intromisión inevitable
del capital financiero (los bancos) en todas las transacciones
económicas, incluido el pago de los sueldos.
En
materia de políticas sociales, se ha incurrido en algo que es –y
será todavía más, en pocos años- una verdadera tragedia social:
permitir la decadencia de la enseñanza pública. Cuando uno se
entera de que más del 60% de la población juvenil no completa la
enseñanza secundaria, hay poco más para decir. Significa que más
de la mitad de la población no estará en condiciones de acceder a
puestos de trabajos medianamente bien remunerados. ¿En qué clase de
sociedad viviremos, entonces?
¿Alguien
cree que se podrá seguir sobrellevando la marginalidad cultural
creciente con subsidios del MIDES, internaciones en el INAU y más
policía? Un gobierno que no jerarquiza a la enseñanza pública es,
objetivamente, un gobierno reaccionario.
Se diga
lo que se diga. A esas dos grandes discrepancias sustanciales (con el
modelo económico y con las políticas sociales) se suma el abuso del
secreto y la mentira, o el grosero maquillaje de la realidad. Lo que
pasó en PLUNA, lo que pasa en ASSE, lo que sigue pasando en el
SIRPA, no habría sido posible si no se cultivara el secreto, la
práctica de “barrer hacia adentro”.
Tampoco
son casos aislados. El secreto y la distorsión de la realidad,
practicados desde el poder, son la antesala y el caldo de cultivo de
la corrupción. Hay demasiados secretos y reservas en la gestión de
gobierno. Los acuerdos con Montes del Plata y con Aratirí, los
propósitos y la adjudicación de las obras de la regasificadora, su
relación con el proyecto de Aratirí, lo que realmente pasará con
Aratirí, las nuevas megainversiones en curso, las transacciones para
traer al país a presos ilegítimos de los EEUU, el enorme
crecimiento de la deuda externa del país, las tratativas con
organismos internacionales, como la OCDE, para salir de las listas
negras y grises, son temas de los que no se habla lo suficiente y
sobre los que no se dispone de la información necesaria.
La
exposición clara de la realidad, el planteamiento sincero de los
problemas y de las estrategias propuestas para enfrentarlos, es,
desde mi punto de vista, un requisito esencial para un gobierno
democrático y popular. Todo problema, por grave que sea, todo error,
por inexcusable que parezca, pueden ser entendidos y disculpados por
una población a la que se le habla claro, con respeto, valor y
honestidad intelectual. Los secretos, las ocultaciones, las verdades
a medias, las estadísticas maquilladas, las simplificaciones
abusivas, la publicidad aturdidora, en cambio, podrán engañar a los
ilusos o ingenuos durante un tiempo.
Pero a
la larga caen y generan el descrédito de los gobernantes y la
desmoralización de la sociedad. Desde hace algunos años me está
pasando que no creo en las versiones de la realidad que se difunden
desde el gobierno. Siento que hay motivaciones y decisiones que no se
expresan con franqueza. Quizá es eso lo que no me permite votar al
Frente en octubre. Uno no puede ni debe consentir algo en lo que no
cree.
Que me
disculpen algunos amigos que no comparten mi escepticismo y están
entusiasmados con volver a votar al Frente Amplio. Soy sincero y,
como diría Vaz Ferreira, no estoy dispuesto a pasar por encima de un
estado de mi conciencia. Llegado este punto (lo he hablado con otras
personas que también comparten el dilema), dado que en octubre no se
decidirá el gobierno sino la integración del Parlamento, para quien
jamás votaría a una opción más conservadora que el Frente Amplio,
se abren dos opciones: a) votar en blanco; o b) votar a alguno de los
partidos testimoniales de izquierda. Las dos opciones me parecen
moralmente respetables. Votar en blanco, porque es la sincera
expresión de una falta de identificación con las propuestas
políticas existentes y, de alguna forma, preanuncia la necesidad de
cambios en el escenario y en los discursos políticos.
Votar a
una de las opciones de izquierda extrafrentista, porque, sin
favorecer el ingreso de más legisladores blancos o colorados, es una
forma de posibilitar el ingreso al Parlamento de una voz crítica de
izquierda que hoy no existe. Ninguna de las opciones es fácil ni
perfecta. Pero nada en estos tiempos es fácil ni perfecto. De hecho,
para muchas personas que no votarán al Frente en octubre (entre las
que me incluyo), eso no significa renegar de la tradición
frenteamplista.
En
muchos sentidos, es una expresión de fidelidad a la tradición de
izquierda que históricamente encarnó el Frente Amplio, aunque
implique cuestionar a las autoridades y a la gestión de gobierno del
Frente. La actual dirección del Frente Amplio reclama el voto basado
en tres argumentos: que el país ha crecido materialmente durante sus
gobiernos, que los asalariados y los pobres están mejor que antes, y
que un gobierno blanco sería peor que lo que hay. La semana próxima
intentaré analizar esos argumentos, confrontándolos con los
problemas que la actual gestión del Frente genera. Y –aunque no lo
aseguro- hilar más fino sobre las opciones que se nos presentan a
los discrepantes de izquierda.
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