domingo, 4 de febrero de 2018

Siete oficios . Cuento de Antonio Pippo




El blog comienza hoy a publicar cuentos y artículos del periodista y escritor Antonio Pippo  de una  muy rica experiencia y trayectoria de décadas en medios del país.
Algunos de sus cuentos serán tomados del blog Delicatessen del también periodista Jaime Clara cuyo sitio Web invito a conocer o volver a transitar quienes ya lo hayan hecho.
 http://www.delicatessen.uy

Los lectores del blog podrán también disfrutar las notas que Pippo publica en el semanario Búsqueda sobre el tango y sus historias, otra de sus pasiones. El autor está al frente de su proyecto Tango íntimo, con el que, junto a varios artistas, recorre el país.
Agradezco la generosidad de Antonio al permitirme llevar a ustedes sus creaciones.
Estoy seguro que ustedes lectores disfrutarán de los aportes de Antonio Pippo Pedragosa.


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Había aparecido en el pueblo hace alrededor de dos años, con una bolsa de herramientas, vendiendo simpatía. Consiguió pieza en una pensión, la de doña Rosa, aquella cerca de la ruta. Era joven, rubio, de ojos claros, buen conversador. Nadie supo jamás, a ciencia cierta, de dónde llegó ni qué había hecho antes. Tampoco era costumbre preguntar, hay que decirlo.





Enseguida, por unos cuantos días, anduvo repartiendo unos volantes chiquitos: "Serafín Mamberra. Siete oficios", decían, y a mano había agregado el teléfono de la pensión.




Iba y venía por las calles de tierra con una sonrisa, entregando cada papelito como si fuese una ceremonia entrañable, necesaria, casi pastoral. Recorrió al menos dos veces cada tienda, cada boliche, cada almacén y la entrada de las oficinas de la Caja Rural los días de pago. Ni el quilombo de La Mellada se salvó de su propaganda. Y se las arregló, también, todos los domingos, para estar a la salida de la misa en la puerta de la parroquia, de mañana, y en el portón principal de la cancha de Juventud, de tarde, al final de los partidos.

Y resultó bueno en muchas cosas. Arreglaba canillas y cañerías, azulejos despegados o partidos, instalaciones eléctricas y humedades de planchada. A veces hacía leña chica de troncos grandes, cortaba el pasto, reparaba radios y pintaba paredes y cielorrasos. En dos meses, o algo así, se hizo conocido y necesario para mucha gente. Cobraba en cuenta, era inteligente y entretenido y garantizaba los trabajos: "No quiero volver por algo que hice mal".




Sin embargo, pronto comenzó a regresar con frecuencia a algunos lugares. Ciertamente, la mayoría no se dio cuenta al principio. Fue el Negro Collazo, viejo zorro y habitual caminador de tardecitas y noches, generalmente borracho, siempre presto para hablar mal de alguien, quien dio la voz de alarma, una madrugada de truco y caña con pitanga en lo del Chiquito Otegui:




-Este muchacho, el Serafín, me parece que es baqueano con las minas-. Las barajas mugrientas y las copas cálidas fueron desplazadas, en la atención de los otros, por la figura del Negro, maciza, desprolija, casi amenazante. Su picardía de siempre, su olfato, auguraban novedades: -Vení acá, que hay pie- le dijo al compañero, haciéndose el distraído. Le encantaba llamar la atención ajena, guardarse hasta el último momento el dato preciso, ignorado por la tertulia. Pero aunque le gustaba exagerar no mentía jamás, por eso le costaba hallar pareja para el juego. Por eso y por su prepotencia, que en ocasiones se acentuaba por el alcohol, tanto que ya tenía una muerte encima. Y porque se había vuelto medio jactancioso, desde que trajo una morocha teñida de rubio, bastante entrada en carnes, de un "queco" de la capital para su rancho.




-¡Dejate de joder con el truco, Negro!- gritó el Cascarilla Batista-. Y contá lo que sabés, que se me antoja interesante.





Collazo echó una mirada abarcadora al boliche, lenta, deteniéndose en cada uno de los presentes. Volvió a encender el cigarro armado a mano, sin apuro, y al final dejó caer la bomba:




-Se está volteando a la viuda de Molina...




La expectativa se desinfló. ¿Tantas vueltas para eso? La viuda en cuestión no tenía compromisos. Desde que murió su marido, rematador de haciendas, se había dedicado a la educación de sus dos hijos y a tejer para afuera. Una mujer interesante, eso sí. Cuarentona, pero enterita. De piernas bien torneadas, caderas firmes y pechos abundantes. Andaba poco por el pueblo, no miraba a nadie y había resistido con dignidad variados asedios, entre ellos el del gerente del Banco República, más cargador que pulga de tapera. Que se la montase el recién llegado, a fin de cuentas, no podía sorprender a nadie. De hielo no era, claro.




-Andá a cagar, Negro- contestó, al fin, el Cascarilla.




-Lo que pasa -contraatacó displicente pero de inmediato el aludido- es que yo creo que este pibe recién arrancó... y creo que hay algo más...¿me hago entender o no?

El silencio que cayó encima de esa frase fue espeso, unánime. En la cabeza de unos cuantos había comenzado a germinar la semilla, tímida todavía, de una sospecha y de incertidumbres varias. Collazo agarró el mazo de cartas y lo entreveró un poco, para entretenerse; luego acomodó los porotos del tanteo armando un montoncito desparejo. Y recién entonces, mirando al mostrador de madera del fondo, donde se acodaba un hombre fornido y barrigón, de poblado bigote y pelo entrecano, lanzó la pregunta con malicia:




-¡Che!... ¿A vos no te han andado fallando las canillas últimamente?




Era el resto de la información, entregada como un tiro por el costado de la barrera, esos de comba acentuada y el peso de una piedra en la pelota. ¡Qué hijo de puta, el Negro!

Ahí fue cuando el Loco Montes pareció despertar de su habitual letargo etílico. Un tipo especial, si se puede decir. Ya veterano, recibió en herencia unos campos en la sexta sección judicial. Los vendió bien y desde entonces dedicó su vida a disfrutar, a su modo, y gastar la plata. "Para vivir como Dios manda", contestaba cuando algún comedido le advertía que podía quedarse sin un peso. Sus únicas inversiones serias fueron un Ford del 48 y Rosaura, la menor de los Roballo, con quien se casó en un abrir y cerrar de ojos. Rosaura tenía veinte años menos que él y cuando llegó al altar era dueña de cualquier virtud menos la inocencia. Criada poco menos que en la calle, sin mucho freno ni horizontes a qué aspirar, quizás vio en aquel hombre mayor, de bebida fácil, apariencia protectora y la billetera llena, todo cuanto le había faltado desde que nació. Llevaban quince meses juntos y parecían felices. Pero al Loco le gustaba mucho la caña y el vino y se quedaba ratos largos, muy largos, en los boliches. Las malas lenguas sentenciaban que dejaba sola demasiado tiempo a su mujer.




Montes se separó del mostrador y fue caminando, muy lento, hasta quedar delante de Collazo. No se le conocían reacciones violentas; más bien tenía fama de componedor, de tipo afable y manso. Pero... nunca se sabe. En una de esas pensó golpear al Negro o hasta asestarle una puñalada, porque con cuchilla andaba. Nadie lo sabrá jamás.





-Puede ser, puede ser... -empezó a decir mirando fijamente al otro-. Ahora que lo mencionás... por tu rancho han andado cambiando enchufes medio seguido ¿no?-. Luego, sin más, dio media vuelta, atravesó la puerta y se perdió en una oscuridad que dolía, que era como una amenaza. Después de lo que vendría, muchos se preguntarían que fue lo que pasó por su cabeza en aquellos breves, dramáticos instantes.





El Negro se quedó quietito como un buda callado, flotando en la nada y, de pronto, empezó a repartir cartas para otro truco. Apenas si se notó una brevísima sombra empañándole los ojos. Siguió jugando como si nada, pero, cosa rara en él, perdió cuatro partidas seguidas.





Serafín apareció muerto, dos madrugadas después, tirando en una zanja. Degollado, según el forense.




Al comisario y al Juez Letrado les fue imposible averiguar algo consistente. En lugares así, la sangre que no es del pago, en el suelo, sólo sirve para abono. Los datos aislados, las supuestas pista,s se fueron diluyendo en una suerte de conspiración de silencio. El expediente se cerró a los dos meses, repleto de testimonios vagos, insustanciales, contradictorios. Cuando les tocó el turno al Negro Collazo y al Loco Montes la versión no tuvo una fisura: esa noche, durante horas, hasta que clareó, habían jugado al truco juntos, en lo de Otegui. El bolichero dijo que siempre le caía mucha gente, que eran parroquianos habituales, que no podía estar fijándose en todos, que, que a lo mejor habían estado jugando a las cartas, cómo no. Y el Cascarilla y los otros lo confirmaron, una y mil veces. Total, el Serafín se lo había buscado. ¡Mire que andar de "pata e' bolsa", viniendo de afuera, con mujeres ajenas!





Al paso del tiempo, casi todo se fue olvidando en el brumoso aburrimiento de pueblo chico. Sólo algo quedó, agazapado, en la memoria de unos pocos. Fue lo que unos pocos oyeron decir a Montes una noche, después del derrumbe de la investigación, al Loco Montes acodado al mostrador al lado de Collazo:






-¿Viste, Negro, lo que es el truco? Hasta entre cornudos se puede armar una buena yunta...









(·) Este relato, reescrito por el autor para Delicatessen.uy, pertenece, como otros anteriores, a un libro de cuentos que editó a fines de 1993: El quilombo y los cuentos del otoño.







Antonio Pippo, nació en Buenos Aires, pero no dudamos que se considera oriundo de San José de Mayo, pese a vivir desde hace varias décadas en Montevideo. Es periodista, escritor, investigador del lenguaje del tango, narrador oral en lunfardo. Trabajó en televisión, prensa y radio. Es columnista de los semanarios Búsqueda y Voces. Es autor de, entre otros libros, El quilombo y otros cuentos de otoño, Obdulio con alma y vida o Jazmín de noviembre. Es autor y recitador en los espectáculos poético-musicales Bien polenta y Tango íntimo.

Jaime Clara




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