lunes, 23 de octubre de 2023

AMANECER /Por Antonio Pippo



EL POETA MURIÓ AL AMANECER es, quizás, el poema más conocido y apreciado de Raúl González Tuñón, poeta y periodista argentino considerado uno de los fundadores de la corriente de poesía urbana. Nació en Buenos Aires en 1905 y murió en la misma ciudad en 1974. Escribió en el diario Crítica, perteneció al grupo literario de Boedo pero tuvo amigos entre los escritores del opuesto grupo de Florida. Sus poesías, que reflejan su espíritu de amigo de las gentes, de las mujeres y del vino, además de defensor de los llamados “perdedores sociales”, están principales en libros como Miércoles de ceniza, La calle del agujero en la media, El violín del diablo y la serie Poemas de Juancito el caminador.



¿Por qué, Raúl, tu poeta debió morir al amanecer?

Sé que no responderás la pregunta porque no estás aquí; ya acabó el tiempo de las conversaciones. Además, aunque quisiera saberlo, es también verdad que debería entrar en tu mismidad, en tus emociones, en tu imaginación. Y eso es imposible.

Así que, Raúl, no queda sino interpretarte, lo que, de algún modo, es inventar tus pensamientos nacidos de quién sabe cuántos maravillosos instantes. Es decir –porque ¿de qué valdría la pretensión de realmente saber?- armarme de unas ideas que, aunque mías, jamás serán las que condujeron tu sabia mano a escribir que el poeta, tu poeta, sólo, sin un céntimo, tal como vino al mundo, murió al fin en la plaza de la inquieta feria.

Pero, Raúl, se me ha ocurrido que, estés donde estés, celebrarás este esfuerzo derrotado de antemano. Es que tú supiste como pocos, en tantas madrugadas insomnes y alcohólicas, no sólo de derrotas sino de cuánto cuesta vestir la piel de otro con la conmovedora intensidad que tú lo hiciste.

¿Por qué en un amanecer?

Tal vez sean las pocas horas en que deba ocurrir toda muerte de un ser intenso, sensible; la noche ha dejado de ser noche, las primeras, difusas luces buscan abrirse paso y se expone ante uno la gran paradoja: un día más, la necesidad de seguir pensando mundos que no serán, o que fueron y nos hirieron de un modo cruel, la latencia del sufrimiento, la esperanza improbable de un destino que se modifica, la comprensión de los otros.

O el cansancio, definitivo, final, porque fue un hombre cabal de su vida y de su obra, un poeta que escribió versos casi celestes, versos mágicos de invención verdadera y terminó ignorando por todos, los viejos primero y los jóvenes después, por el pecado de haber sido un hombre de su tiempo que escribió también poemas civiles y cantos de esquinas y banderas.
Un amanecer puede ser triste, muy triste.

Algo así como el despertador final para quien ya no resiste vestir andrajos, andar con el calzado roto y los cordones desatados, desaliñado, sin afeitar, mal mirado al pasaje del carnaval ciudadano, apenas hallando cobijo en el banco de esa plaza donde lo sacude la inquieta feria de la mañana. Morir al amanecer por eso. Dejarse morir al amanecer, porque ya no puede escribir más, porque ya lo dio todo –solo falta su esqueleto- y sabiendo que sólo lo recordará aquel que lo inventó en su alma y lo expuso para que lo quisieran aunque sólo logró
soltar lágrimas ajenas de la gran culpa ajena: la indiferencia.

Hoy irán a su entierro cuatro buenos amigos, los parroquianos del boliche, unos cuantos obreros, los trabajadores del circo ambulante…, un antiguo editor…, una hermosa mujer... Los de siempre, los únicos, incluso los que estuvieron y se fueron y ahora vuelven, flagelándose por no haber hecho todo lo que pudieron; incluso los que se aprovecharon de su locura poética, los que se emocionaron y los que se divirtieron; incluso aquella que él soñó, o creyó que soñó que podría quererlo.

Es verdad, Raúl. Estos poetas deben morir al amanecer, como gorriones que el tiempo va congelando sobre las balaustradas y sobre las ramas de los árboles que rodean la plaza. Tu poeta murió como debía. Aquí ya no le aguardaba sino la desesperación y el cansancio final. Tu poeta hizo lo que debía hacer. Y se dejó ir.

Pero mañana –porque siempre hay un mañana, Raúl- ¡florecerá la tierra que caiga sobre él!


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