lunes, 30 de octubre de 2023

VENDRÁ LA MUERTE Y TENDRÁ TUS OJOS POR ANTONIO PIPPO

 

VENDRÁ LA MUERTE Y TENDRÁ TUS OJOS es no sólo el título de un libro sino del probablemente más famoso poema de Cesare Pavese, poeta, narrador, traductor y uno de los fundadores de la editorial Einaudi, nacido en San Stefano Belbo, Italia, en 1908 y muerto en un hotel de Turín en 1950, adonde se suicidó con altas dosis de psicofármacos. Se inició con versos reunidos en Lavorare stanca, en 1936, y siguió en la narrativa con El oficio de vivir, El camarada y Paese tuoi, hasta sumergirse, luego de un traumático apoyo a la resistencia contra el fascismo, otra vez en una poesía existencialista vibrante –La tierra y la muerte, Vendrá la muerte y tendrá tus ojos-, por momentos conmovedora pero abrumada, como él mismo, por la soledad y la desesperanza acerca del amor no consumado de su vida: una norteamericana a la que llamó “la donna della voce rauca”.



Mal de amores, sí. Pero también un desasosiego agotador, la exigencia que te llevó –colmo del absurdo- a llamarte cobarde pese a cómo resististe el fascismo y la cárcel, a castigarte por no haber hecho más, y sufrir por la falta de compasión, por la ausencia de piedad a tu alrededor.

Pero, claro, Cesare, si un único gran amor, la donna della voce rauca, naufraga, la esperanza trastabilla, las sombras acechan, y es entonces que escribes, quizás ya vencido: Vendrá la muerte y tendrá tus ojos-, esta muerte que nos acompaña desde el alba a la noche, insomne, como un viejo remordimiento o un absurdo defecto.

Partiste hace mucho tiempo, pero entraste en mí, como en tantos, aun envuelto en esa dolorosa soledad que construiste mientras, vaya paradoja del destino, hacías mejor al mundo con el vuelo, ya sombrío, ya luminoso, de tus novelas y tu poesía.

¿Dolor, sólo dolor, Cesare? ¿Así lo sentiste? Padre y madre muertos demasiado pronto, el asma que te persiguió desde niño, la crueldad con que te empujó la vida, las injusticias, ah, sí… Sin embargo, fue en aquel amor de la extranjera, tu única y desesperada y al fin egoísta mujer a la que amaste cual un exasperado silencioso, y a quien hallaste casada con otro al regreso de prisión, donde se alimentó la tristeza definitiva que bañó tus libros, los que siguieron: -Tus ojos serán una palabra inútil, un grito callado, un silencio. Así los ves cada mañana cuando sola te inclinas hasta el espejo.

Qué pena. Una golondrina que revoloteó alrededor de jazmines, alentada por la piamontesa brisa fresca de tu juventud. Pudo ser, porque, Cesare, cuenta la sinceridad: ya Einaudi, tu entrañable editor, había lanzado a las gentes Lavorare stanca, La spiaggia, Il compagno, Dialoghi con Leucó, abriendo el portón enmohecido de tus silencios al cariño de los otros. No alcanzó; buscabas, querido y sufriente Cesare, que te quitaran el peso de la introversión con la que no podías, la desesperación de las noches solitarias y en vigilia. Y creíste –con todo tu corazón, con toda tu alma, con las hilachas de ansiedad que te quedaban- que sólo podía salvarte ella, la donna della voce rauca: -Oh, cara esperanza, aquel día sabremos, también, que eres la vida y eres la nada; para todos tiene la muerte una mirada.

¡Tanto pienso en ti! Cuesta no llorarte aunque pasen los años. Ya habías escrito Il mestieri de vivere, La terra e la morte y tu famoso Diario, el diario del desánimo, del punto final. Cómo no elevarías, en el cansancio esencial, este verso del dolor inmenso: -Vendrá la muerte y tendrá tus ojos. Será como dejar un vicio, como ver en el espejo asomar un rostro muerto, como escuchar un labio ya cerrado.

Te veo, tal vez te imagino, echado a la cama de aquel húmedo hotel de Turín, el “Albergo Roma”. Camisa abierta, pantalones y descalzo. Los lentes, que algunos pensaron eternos en ti, sobre la mesa de luz. Casi, casi, los brazos en cruz como Cristo y rozándote la mano el frasco de pastillas que te sirvieron para apagar todos los fuegos, los buenos y los malos, para desprenderte de la angustia, para un adiós tristísimo que ni siquiera tuvo respuesta al último llamado que intentaste. Y una carta: “Perdono a todos y a todos pido perdón. ¿Está bien? No hagáis demasiados comentarios”. Antes, habías confesado en Il mestiere de vivere: “La vida se venga y está bien, si uno le roba el oficio. No es nada la preocupación de componer, el famoso tormento, frente a la de haber creado algo, y no saber luego qué hacer”.

Recuerdo ahora aquella frase de José Agustín Goytisolo: -No era capaz de matar a nadie, sí de matarse.

-Mudos, descenderemos al abismo.

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