jueves, 17 de abril de 2014

El artículo que García Márquez escribió sobre el plebiscito del 80 de Uruguay

El cuento de los generales que se creyeron su propio cuento

 
Cuando el general Charles de Gaulle perdió su último plebiscito, en 1969, un caricaturista español lo dibujó frente a un general Francisco Franco minúsculo y ladino que le decía, con un tono de abuelo: «Eso te pasa por preguntón». Al día siguiente, el que fuera el hombre providencial de Francia estaba asando castañas en su retiro de Colombey-les-deux-Eglises, donde poco después había de morirse de repente y sólo mientras esperaba las noticias frente a la televisión. El periodista Claude Mauriac, que estuvo muy cerca de él, describió las últimas horas de su vida y su poder en un libro magistral, cuya revelación más sorprendente es que el viejo general estaba seguro de perder la consulta popular. En efecto, desde la semana anterior había hecho sacar sus papeles personales de la residencia presidencial y los había mandado en varias cajas a unas oficinas que tenía alquiladas de antemano. Más aún: algunos de sus allegados piensan ahora que De Gaulle había convocado aquel plebiscito innecesario sólo para darles a los franceses la oportunidad que querían de decirle que ya no más, general, que el tiempo de los gobernados es más lento e insidioso que el del poder, y que era venido el tiempo de irse, general, muchas gracias. Su vecino, el general Francisco Franco, no tuvo la dignidad de preguntarles lo mismo a los españoles, y poco antes de su mala muerte convocó a los periodistas que su propio régimen mantuvo amordazados durante cuarenta años y también a los que su propio régimen pagaba para que lo adularan, y los sorprendió con una declaración fantástica: «No puedo quejarme de la forma en que siempre me ha tratado la Prensa».Por preguntones acaba de ocurrirles lo mismo que a De Gaulle a los militares turbios y sin gloria que gobiernan con mano de hierro a Uruguay. Pero lo que más intriga de este descalabro imprevisto es por que tenían que preguntar nada en un momento en que parecían dueños de todo su poder, con la Prensa comprada, los partidos políticos prohibidos, la actividad universitaria y sindical suprimida y con media oposición en la cárcel o asesinada por ellos mismos, y nada menos que la quinta parte de la población nacional dispersa por medio mundo. Los analistas, acostumbrados a echarle la culpa de todo al imperialismo, no sólo de lo malo, sino también de lo bueno, piensan que los gorilas uruguayos tuvieron que ceder a la presión de los organismos internacionales de crédito para mejorar la imagen de su régimen. Otros, aún más retóricos, dicen que es la resistencia popular silenciosa, que, tarde o temprano, terminará por socavar la tiranía. No hay menos de veinte especulaciones distintas, y es natural que algunas de ellas sean factores reales. Pero hay una que corre el riesgo de parecer simplista, y que a lo mejor es la más próxima de la verdad: los gorilas uruguayos -al igual que el general Franco y al contrario del general De Gaulle- terminaron por creerse su propio cuento.
Es la trampa del poder absoluto. Absortos en su propio perfume, los gorilas uruguayos debieron pensar que la parálisis del terror era la paz, que los editoriales de la Prensa vendida eran la voz del pueblo y, por consiguiente, la voz de Dios, que las declaraciones públicas que ellos mismos hacían eran la verdad revelada, y que todo eso, reunido y amarrado con un lazo de seda, era de veras la democracia. Lo único que les faltaba entonces, por supuesto, era la consagración popular, y para conseguirla se metieron como mansos conejos en la trampa diabólica del sistema electoral uruguayo. Es una máquina infernal tan complicada que los propios uruguayos no acaban de entenderla muy bien, y es tan rigurosa y fatal que, una vez puesta en marcha -como ocurrió el domingo pasado-, no hay manera de detenerla ni de cambiar su rumbo.
Sin embargo, lo más importante de esta piña militar no es que el pueblo haya dicho que no, sino la claridad con que ha revelado la peculiaridad incomparable de la situación uruguaya. En realidad, la represión de la dictadura ha sido feroz, y no ha habido una ley humana ni divina que los militares no violaran ni un abuso que no cometieran. Pero en camino se encuentran dando vueltas en el círculo vicioso de su propia Preocupación legalista. Es decir: ni ellos mismos han podido escapar de una manera de ser del país y de un modo de ser de los uruguayos, que tal vez no se parezcan a los de ningún otro país de América Latina. Aunque sea por un detalle sobrenatural: Uruguay es el único donde los presos tienen que pagar la comida que se comen y el uniforme que se ponen, y hasta el alquiler de la celda
En realidad, cuando irrumpieron contra el poder civil, en 1973, los gorilas uruguayos no dieron un golpe simple, como Pinochet o Videla, sino que se enredaron en el formalismo bobo de dejar un presidente de fachada. En 1976, cuando a este se le acabó el período formal, buscaron otra fórmula retorcida para que el poder armado pareciera legal durante otros cinco años. Ahora trataban de buscar una nueva legalidad, ficticia con este plebiscito providencial que les salió por la culata. Es como si la costumbre de la democracia representativa -que es casi un modo de ser natural de la nación uruguaya- se les hubiera convertido en un fantasma que no les permite hacer con las bayonetas otra cosa que sentarse en ellas.

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