El cuento de los generales que se creyeron su propio cuento
Cuando el general Charles de Gaulle perdió su último plebiscito, en
1969, un caricaturista español lo dibujó frente a un general Francisco
Franco minúsculo y ladino que le decía, con un tono de abuelo: «Eso te
pasa por preguntón». Al día siguiente, el que fuera el hombre
providencial de Francia estaba asando castañas en su retiro de
Colombey-les-deux-Eglises, donde poco después había de morirse de
repente y sólo mientras esperaba las noticias frente a la televisión. El
periodista Claude Mauriac, que estuvo muy cerca de él, describió las
últimas horas de su vida y su poder en un libro magistral, cuya
revelación más sorprendente es que el viejo general estaba seguro de
perder la consulta popular. En efecto, desde la semana anterior había
hecho sacar sus papeles personales de la residencia presidencial y los
había mandado en varias cajas a unas oficinas que tenía alquiladas de
antemano. Más aún: algunos de sus allegados piensan ahora que De Gaulle
había convocado aquel plebiscito innecesario sólo para darles a los
franceses la oportunidad que querían de decirle que ya no más, general,
que el tiempo de los gobernados es más lento e insidioso que el del
poder, y que era venido el tiempo de irse, general, muchas gracias. Su
vecino, el general Francisco Franco, no tuvo la dignidad de preguntarles
lo mismo a los españoles, y poco antes de su mala muerte convocó a los
periodistas que su propio régimen mantuvo amordazados durante cuarenta
años y también a los que su propio régimen pagaba para que lo adularan, y
los sorprendió con una declaración fantástica: «No puedo quejarme de la
forma en que siempre me ha tratado la Prensa».Por preguntones acaba de
ocurrirles lo mismo que a De Gaulle a los militares turbios y sin gloria
que gobiernan con mano de hierro a Uruguay. Pero lo que más intriga de
este descalabro imprevisto es por que tenían que preguntar nada en un
momento en que parecían dueños de todo su poder, con la Prensa comprada,
los partidos políticos prohibidos, la actividad universitaria y
sindical suprimida y con media oposición en la cárcel o asesinada por
ellos mismos, y nada menos que la quinta parte de la población nacional
dispersa por medio mundo. Los analistas, acostumbrados a echarle la
culpa de todo al imperialismo, no sólo de lo malo, sino también de lo
bueno, piensan que los gorilas uruguayos tuvieron que ceder a la presión
de los organismos internacionales de crédito para mejorar la imagen de
su régimen. Otros, aún más retóricos, dicen que es la resistencia
popular silenciosa, que, tarde o temprano, terminará por socavar la
tiranía. No hay menos de veinte especulaciones distintas, y es natural
que algunas de ellas sean factores reales. Pero hay una que corre el
riesgo de parecer simplista, y que a lo mejor es la más próxima de la
verdad: los gorilas uruguayos -al igual que el general Franco y al
contrario del general De Gaulle- terminaron por creerse su propio
cuento.
Es la trampa del poder absoluto. Absortos en su propio perfume, los gorilas uruguayos debieron pensar que la parálisis del terror era la paz, que los editoriales de la Prensa vendida eran la voz del pueblo y, por consiguiente, la voz de Dios, que las declaraciones públicas que ellos mismos hacían eran la verdad revelada, y que todo eso, reunido y amarrado con un lazo de seda, era de veras la democracia. Lo único que les faltaba entonces, por supuesto, era la consagración popular, y para conseguirla se metieron como mansos conejos en la trampa diabólica del sistema electoral uruguayo. Es una máquina infernal tan complicada que los propios uruguayos no acaban de entenderla muy bien, y es tan rigurosa y fatal que, una vez puesta en marcha -como ocurrió el domingo pasado-, no hay manera de detenerla ni de cambiar su rumbo.
Sin embargo, lo más importante de esta piña militar no es que el pueblo haya dicho que no, sino la claridad con que ha revelado la peculiaridad incomparable de la situación uruguaya. En realidad, la represión de la dictadura ha sido feroz, y no ha habido una ley humana ni divina que los militares no violaran ni un abuso que no cometieran. Pero en camino se encuentran dando vueltas en el círculo vicioso de su propia Preocupación legalista. Es decir: ni ellos mismos han podido escapar de una manera de ser del país y de un modo de ser de los uruguayos, que tal vez no se parezcan a los de ningún otro país de América Latina. Aunque sea por un detalle sobrenatural: Uruguay es el único donde los presos tienen que pagar la comida que se comen y el uniforme que se ponen, y hasta el alquiler de la celda
En realidad, cuando irrumpieron contra el poder civil, en 1973, los gorilas uruguayos no dieron un golpe simple, como Pinochet o Videla, sino que se enredaron en el formalismo bobo de dejar un presidente de fachada. En 1976, cuando a este se le acabó el período formal, buscaron otra fórmula retorcida para que el poder armado pareciera legal durante otros cinco años. Ahora trataban de buscar una nueva legalidad, ficticia con este plebiscito providencial que les salió por la culata. Es como si la costumbre de la democracia representativa -que es casi un modo de ser natural de la nación uruguaya- se les hubiera convertido en un fantasma que no les permite hacer con las bayonetas otra cosa que sentarse en ellas.
Es la trampa del poder absoluto. Absortos en su propio perfume, los gorilas uruguayos debieron pensar que la parálisis del terror era la paz, que los editoriales de la Prensa vendida eran la voz del pueblo y, por consiguiente, la voz de Dios, que las declaraciones públicas que ellos mismos hacían eran la verdad revelada, y que todo eso, reunido y amarrado con un lazo de seda, era de veras la democracia. Lo único que les faltaba entonces, por supuesto, era la consagración popular, y para conseguirla se metieron como mansos conejos en la trampa diabólica del sistema electoral uruguayo. Es una máquina infernal tan complicada que los propios uruguayos no acaban de entenderla muy bien, y es tan rigurosa y fatal que, una vez puesta en marcha -como ocurrió el domingo pasado-, no hay manera de detenerla ni de cambiar su rumbo.
Sin embargo, lo más importante de esta piña militar no es que el pueblo haya dicho que no, sino la claridad con que ha revelado la peculiaridad incomparable de la situación uruguaya. En realidad, la represión de la dictadura ha sido feroz, y no ha habido una ley humana ni divina que los militares no violaran ni un abuso que no cometieran. Pero en camino se encuentran dando vueltas en el círculo vicioso de su propia Preocupación legalista. Es decir: ni ellos mismos han podido escapar de una manera de ser del país y de un modo de ser de los uruguayos, que tal vez no se parezcan a los de ningún otro país de América Latina. Aunque sea por un detalle sobrenatural: Uruguay es el único donde los presos tienen que pagar la comida que se comen y el uniforme que se ponen, y hasta el alquiler de la celda
En realidad, cuando irrumpieron contra el poder civil, en 1973, los gorilas uruguayos no dieron un golpe simple, como Pinochet o Videla, sino que se enredaron en el formalismo bobo de dejar un presidente de fachada. En 1976, cuando a este se le acabó el período formal, buscaron otra fórmula retorcida para que el poder armado pareciera legal durante otros cinco años. Ahora trataban de buscar una nueva legalidad, ficticia con este plebiscito providencial que les salió por la culata. Es como si la costumbre de la democracia representativa -que es casi un modo de ser natural de la nación uruguaya- se les hubiera convertido en un fantasma que no les permite hacer con las bayonetas otra cosa que sentarse en ellas.
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