“¿Cómo olvidarte en esta queja? cafetín de Buenos Aires, sin sos lo único en la vida que se pareció a mi vieja…” revela el tango de Edmundo Rivero. Y con ello la evidencia de hombres hermanados a través del aprendizaje embriagante del dios Baco, que mientras chupan de la misma teta, confiesan sentimientos y vulnerabilidades impensadas para el hombre que socialmente deben representar.
Durante el siglo XX muchos de estos cafés, bares y cafetines albergaron distintas edades e historias. Era en esos lugares de refugio en donde las masculinidades hegemónicas, a la vez que se afirmaban como “auténticas”, también crujían y revelaban sus costuras y remiendos ante el privilegio. Pero también ante el peso que implicaba ser aquel que siempre debía apechugar sin recular, a modo de proveer a la sociedad de actos significativos y hasta heroicos, recibiendo como moneda de pago el sometimiento de terceros que alimentaran su ego de macho.
Con los cambios sociales, laborales, económicos y tecnológicos, la precarización laboral y la tercerización de funciones comenzó a interpelar este rol heroicamente productivo del hombre medio, así como las bases de su propia forma de construir estampa masculina. Algo que encontró y encuentra a muchos de ellos en medio de un analfabetismo emocional y vincular, en la medida en que aprendieron a volcarse exclusivamente a las funciones de acción y de manipulación de objetos materiales, gracias a que las tareas repetitivas, invisibilizadas y de “contacto” empático que sostienen lo cotidiano las realizaban “sus” mujeres.
Ello les ha dificultado adaptarse (mucho más aún hacerlo criticamente) a las transformaciones actuales y su evanescencia financiera, las cuales han adquirido una aceleración incontrolable a partir del sistema imperante de producción, el mismo que se especializa en excluir a través de plantear la “libertad de consumo” como única forma de inclusión.
Tal analfabetismo emocional vulnera especialmente a los veteranos. Aquellos hombres viejos socializados en ese Patriarcado del S. XX aún no demasiado interpelado, quienes mantenían su identidad estable y “segura” gracias a lo vital de sus funciones productivas, y a los roles que ocupaban dentro de comunidades con jerarquías de género vistas como naturales.
Una vez devenido el retiro. Una vez efectuado el cese de esas tareas que les asignaban un lugar social y que acaparaban casi la totalidad de su identidad (por lo que no exploraron otras dimensiones de sus emociones y vínculos, salvo cuando se anestesiaban con alcohol en el cafetín), muchos de estos hombres han quedado expuestos a una vulnerabilidad silenciosa avalada aún por esa máxima de que “los hombres no lloran” (léase: “no dan señales de su dolor hasta que lo irreparable irrumpe”)
Ya no contamos con consejos de ancianos, ni con ceremonias de reconocimiento a los aportes que realizaron los hoy veteranos (salvo que se trate de tareas socialmente trascendentes al estilo de las deportivas, científicas, etc.), por lo que el obrero medio que se sentía parte de una comunidad y que hoy está jubilado y “retirado”, puede que esté experimentando distintos grados de depresión, no sólo porque ya no hay más “cafetines” en donde socializar, o espacios donde sentirse útil para la sociedad, sino porque la educación que recibió no lo preparó para identificar sus deseos y generar modos alternativos de vida una vez que la productivo-laboral cesa.
Es posible que los veteranos que tienen pareja mujer y continúan en la relación participen en diversas actividades, pero muchas veces será gracias a que la que hace de embajadora emocional, social y vincular es la mujer. La misma que en la vejez sigue ejerciendo un trabajo invisible al maternar a su pareja hombre, quien a raíz de su socialización masculinizante no se dedicó a cultivar aspectos que una vez llegada la vejez y las vulnerabilidades que esta implica iban a ser imprescindibles.
Hablar de Patriarcado no es sólo señalar la dominación que, en la relación con ciertas figuras investidas de masculinidad y poder, experimentan las mujeres y aquellas personas que no encajan en parámetros claros de lo masculino y lo femenino como algo binario. Hablar de Patriarcado es también referirse a las heridas, muchas veces letales, que se constatan en esos hombres que, embriagados por las mentiras de sus privilegios, desconocen y desestiman sus vulnerabilidades a la luz de un ideal de macho. El mismo que, puertas adentro, siempre cayó rendido en llanto y sensibilidad en algún cafetín, por tener prohibido dejarse acariciar y proteger a riesgo de perder ese cetro de poder que le brindó el andamiaje patriarcal.
La vulnerabilidad que también los hombres viven cuando ya no pueden sostener corporal ni psicológicamente ese alienante y hasta violento “superhombre”, debería ser un tema destacado dentro de las políticas sociales y de género, no sólo a nivel de atención directa y de cuestionamiento a una sociedad que sólo reconoce vidas en calve de “producción” y “costo-beneficio”, sino también en lo que hace a la prevención.
El objetivo de tal prevención apuntaría a que los hombres (y las mujeres y disidencias) jóvenes de hoy no crean que su masculinidad es una armadura eterna, y que por tanto intenten imaginar que es lo que desearían hacer con sus vidas, su identidad, sus emociones, sus vínculos y las condiciones comunitarias de su época, cuando se encuentren en la necesidad de que, como cuando eran niños, sea otro quien les tenga que limpiar el culo.
Ruben Campero es psicólogo, sexólogo, terapeuta y docente.
Ha publicado varios libros y participa activamente desde hace mucho en los medios de comunicación y las redes sociales.
Es también un estudioso del antiespecismo, una manera de pararse ante la vida y analizar críticamente la relación que los humanos tenemos con los demás animales y la naturaleza.
Es integrante de GAIA - Grupo Académico Interdisciplinario de Antrozoología.
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