Hay un hermoso poema de Amanda Berenguer, Primavera, que termina con estas dos líneas: Y hay veces, entre otras, tan serenas,/ en que vamos de sombra… y no se ve.
Es un misterio que impacta en nuestra memoria, al releerlo, para avivar un recuerdo. Me trajo la imagen de un bandoneonista que no fue famoso —solo logró un modesto reconocimiento recortado en el tiempo—, suerte de arbitrariedad no querida pues el contexto del poema de Amanda nada tiene que ver con el tango ni sus intérpretes. Pero pasó y he sentido el impulso de contarlo.
Antonio Pisano nació en Calabria, Italia, en 1940, y llegó con 8 años a Buenos Aires junto a su familia inmigrante. El padre era acordeonista, pero Antonito, como se le conoció siempre, se enamoró aún niño del bandoneón, por un amigo de la casa, aficionado, que lo tocaba. Aprendió lo esencial en una academia hasta los 14 años y a los 16 se lanzó a recorrer cafetines y clubes barriales acompañando cantores que hacían sus primeras armas. Integró varias orquestas sin renombre y formó un trío con un pianista y un guitarrista para dar marco a las voces de Armando Rivas, José Dobaro, Cristina Pérsico y Mario Parodi, que no trascendieron.
Curioso por qué lo buscaban. No tenía una trayectoria destacada, pero sus modos benevolentes, su humildad y la certeza de su responsabilidad eran una garantía, junto a su desapego por la bohemia de la noche, de que nunca le faltara trabajo aunque su prolijidad y su memoria prodigiosa fuesen, en verdad, las virtudes que más se le admiraban. Mariano del Mazo lo llegó a definir, con respeto y humor, “una rockola tanguística viviente”: aunque escribía y leía partituras, jamás puso una en un atril. Si debiera hacer una comparación, estimulo mi recuerdo del uruguayo Ricardo Aguinaga, El Negro, que fue mi amigo y que, con condiciones similares, podía tocar de memoria, y hasta hacer arreglos durante la ejecución, previamente acordados con el cantor, de cientos de tangos. Una pena que no sea lo único que pudo unirlos: también el olvido.
Pero Antonito, quien fue un estupendo bandoneonista aunque nunca haya compuesto un tango, y a quien la mayoría de los lectores hasta ahora ignoraba o no recordaba, tuvo más de una década de un modesto esplendor: una noche de 1981, por pura casualidad, se encontró en la cantina La esquina de Arturito, en Pavón y Chiclana, con Luis Cardei, a quien ya me he referido en abundancia. La amistad nació de inmediato y creció con rapidez, al punto de resolver trabajar juntos.
Y se hizo popular un pizarrón delante del local: “Hoy, conejito al vino, Luisito y Arturito”.
Fueron trece años juntos, actuando además en el Foro Gandhi y en el Club del Vino, cuyos propietarios costearon los dos primeros discos grabados por el dúo, y aparecieron en la película La nube, estrenada en 1998. Su última actuación juntos fue en el 2000, muy poco antes de la muerte de Cardei.
En el efímero éxito de la pareja, hubo mucho de resistencia a la tristeza y el dolor: Luisito era hemofílico de nacimiento y entre los 8 y los 14 años estuvo enyesado por una parálisis infantil que le dejó las piernas flaquitas e inseguras, obligándolo a cantar sentado. Y cuántas veces, ya cerca del final, Pisano, ayudado por el hijo de Cardei, alzaban a Luisito para que pudiera llegar al escenario. Día a día más disminuido; día a día más aferrado a relatos humorísticos que convertía en glosas y a breves diálogos con Antonito, siempre a su lado, olvidado de sí mismo, mirando con infinita ternura a su mejor amigo, a su verdadero hermano. Así, en vez de compasión, despertaban una emocionada admiración, encendida en aplausos luego de un repertorio lleno de temas añejos, sus preferidos: El carrerito, Ventanita de arrabal, Ivette, Temblando, El pescante, El último guapo, Mano cruel o Cobardía.
“En lo del 40 hay demasiada metáfora…”, solía decir Luisito.
Luego, la vida de Antonio Pisano siguió el camino de siempre, pero ahora el olvido aumentaba y el trabajo decrecía. Siguió tocando impecablemente, sin estridencias ni exhibicionismos, callado, más triste que antes pero sin mostrarlo, comiéndose una desolación, metiendo su alma en su música y su querido bandoneón marrón, hasta su fallecimiento en noviembre de 2013.
“Juntos eran una pinturita, como de una película de Fellini”, dijo Néstor Marconi. Y hay veces, entre otras, tan serenas,/ en que vamos de sombra… y no se ve.
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