De
Chile, ese vecino a la vez cercano en distancia y lejano por las
montañas que lo separan y aíslan contra el Pacífico, solemos tener
una imagen de país tranquilo, con una economía próspera, abierto
al mundo, donde se alternan en el gobierno sin mayores contratiempos
una derecha liberal y “moderada”, con una izquierda
socialdemócrata y “sensata”, que convierten al país trasandino
en una de las democracias más estables y previsibles de América
Latina.
Sin
embargo, parece que ni las montañas por un lado, ni el Pacífico por
el otro, ni el desierto al norte, son capaces de aislar a Chile de
los tiempos socio-políticos que corren.
El
dato más contundente es que, por primera vez desde el retorno de la
democracia, no se tendrá un Parlamento bipartidista. Una de las más
pesadas herencias de la dictadura pinochetista era, precisamente, un
sistema político pensado y armado para asegurar el bipartidismo
entre la derecha y la izquierda, sumado al esquema aristocrático de
los senadores vitalicios, que prácticamente hacía imposible
imaginar su modificación por las mayorías necesarias para lograrlo.
Sin
embargo, en el gobierno de Bachelet se había llegado a un consenso
acerca de que había que reformar el sistema electoral para hacerlo
más democrático y dotar al Parlamento chileno de mayor
representatividad. De este modo, sin ser ideal, se pasó de un
sistema binominal (los dos partidos más votados se llevaban las
bancas en juego, así superaran por tan solo un voto al tercer
partido) a un sistema de representación proporcional (atenuado)
relativamente similar al que existe en Uruguay.
El
sistema anterior favorecía el llamado “voto útil” y alentaba la
lógica bipartidista. Este nuevo favorece a las terceras opciones
electorales y les da un margen mayor de libertad a los ciudadanos.
Si
entre la gobernante coalición de centro izquierda Nueva Mayoría
(anteriormente la Concertación) y la derechista Chile Vamos
concentraban más del 90% de legisladores, ahora pasaran a
representar alrededor del 75%. Sigue siendo mucho. Pero es bastante
menos que antes. Podría haber sido menos incluso, de no ser porque
el Senado se renueva parcialmente.
También
se reflejó esta nueva realidad en la elección presidencial.
El
ex presidente, Sebastián Piñera, tal como se preveía fue el
candidato más votado. Pero con menos del 37% de los votos, no pudo
alcanzar el 42-44% que muchas de las encuestas auguraban, y que él
aspiraba a obtener como base “mínima” de cara a la segunda
vuelta.
El
candidato de la Nueva Mayoría, Alejandro Guillier, votó dentro del
margen que las encuestas indicaban; pero lo que no se esperaba, es
que haya estado a punto de quedar tercero y afuera de la segunda
vuelta.
Esto
se debió a que la candidata del Frente Amplio –Betriz Sánchez-
obtuvo el 20% de los votos, cuando en general las estimaciones le
daban alrededor de 12-14% de los sufragios. El Frente Amplio es una
coalición de fuerzas de izquierda que supieron integrar la
Concertación y apoyar a la actual presidenta Michel Bachelet en las
pasadas elecciones, pero por diferencias políticas, tanto con el
actual gobierno como con su plataforma electoral, resolvieron seguir
su camino propio.
Exactamente
el mismo camino que siguió la Democracia Cristiana, otro histórico
aliado del actual oficialismo, que también resolvió seguir el
camino propio y terminó en quinto lugar; detrás del ultraderechista
y pinochetista José Antonio Kast, quien obtuvo el 8% de los votos.
El tiempo se ha ido encargando de ir disminuyendo la base electoral
del pinochetismo, desde lo que era a mediados de los 90’, pero aún
existe un núcleo duro, que en un contexto parejo, puede resultar
determinante y hacerse sentir. En sexto lugar terminó otro candidato
de centro izquierda, Marco Enríquez-Ominami, en la que fue su
tercera candidatura presidencial.
La
segunda vuelta será el próximo 17 de diciembre, entre Piñera y
Guillier. Teóricamente, si los otros candidatos y fuerzas políticas
de izquierda y centro-izquierda resolvieran dar su apoyo al candidato
de la Nueva Mayoría, estaría en condiciones de superar al candidato
derechista, de quien se espera reciba el apoyo del pinochetismo.
Pero
esto es política, no matemáticas. Y hasta en un país que de afuera
parece tan previsible como Chile, puede ser que el electorado no
termine por alinearse tan automáticamente como podría imaginarse en
función de las cercanías/simpatías ideológicas. Ni Guillier puede
conformarse pensando que todos los votos del Frente Amplio, la
Democracia Cristiana y Enríquez-Ominami se alinearán con él; ni
Piñera puede conformarse pensando que todo el pinochetismo se
volcará con él.
Mientras
tanto, el próximo gobierno deberá seguir encarando una serie de
reformas, que el gobierno de Bachelet intentó encarar, pero, o
fueron muy tibias o directamente no tuvo la fuerza política (léase:
votos en el Parlamento) para impulsarlas. La reforma educativa,
especialmente la gratuidad en la enseñanza universitaria, ha sido
una de las diferencias más marcadas dentro de las fuerzas políticas
de izquierda. La inseguridad ha sido otro tema de campaña,
especialmente manejado por la derecha, así como reformas que
propendan a una mayor flexibilidad económica y reactiven la marcha
de la economía, que es parte de la plataforma de Piñera. Por el
lado de las fuerzas de izquierda, y especialmente de Guillier, se
encuentra la agenda de derechos y profundizar reformas de tipo
social, una de ellas, la comentada reforma educativa, pero también
una reforma tributaria, y especialmente el gran debe de hace décadas
en el país: la desigualdad. Pese a su éxito en términos de
crecimiento económico, Chile sigue siendo un país sumamente
desigual en la distribución del ingreso. De hecho, es el más
desigual entre los países que integran la OCDE.
Todo
esto habrá de resolverse el domingo 17 del mes que viene. Lo que ya
se resolvió (aunque habrá que ver en las siguientes elecciones) es
que 30 años de bipartidismo parecen haber quedado atrás, y está
surgiendo un Chile más diverso y plural, tal vez menos predecible,
con una derecha reaccionaria –que ya existía- pero ahora con peso
electoral propio, y una izquierda menos “sensata” –que también
existía- también con representación electoral propia.
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