En
julio de 2012, cuando los gobiernos de Argentina, Brasil y Uruguay
resolvieron suspender temporalmente a Paraguay como miembro pleno del
MERCOSUR (posibilitando así el ingreso de Venezuela), el por
entonces presidente José Mujica argumentó la decisión diciendo que
a veces “lo
político estaba por sobre lo jurídico”.
El
razonamiento, por supuesto, generó polémica, especialmente entre
quienes sostienen que en un Estado de Derecho, las razones y lógicas
políticas no pueden primar ni estar por sobre las acciones ajustadas
a derecho. Tanto es así que, el año pasado, en ocasión del
traspaso de la presidencia pro-témpore del Mercosur, el gobierno
uruguayo –aun siendo del mismo partido político- sostuvo el
argumento contrario, para defender su decisión de pasar ese mando a
Venezuela.
En
realidad, ambas posiciones están
equivocadas. Parten de una idea de
preeminencia de una lógica sobre la otra; cuando, en realidad, ambas
coexisten. En general esa coexistencia
se da en forma más o menos armónica,
pero hay ocasiones en que ambas coliden y entran en tensión. Es el
caso por ejemplo de normas declaradas inconstitucionales. Además de
problemas de técnica legislativa que puedan existir en algunas de
ellas, también es resultado de la tensión entre disposiciones
normativas establecidas en la Constitución, y la voluntad del cuerpo
legislativo de sancionar normas, que más allá de lo normativo,
expresan una voluntad o señal política en determinado sentido.
Pero
no son los únicos casos que existen.
Retomando
el ejemplo inicial: la destitución de
Fernando Lugo fue
un acto político
en el que integrantes de una alianza que había llevado al gobierno
al entonces presidente, la rompieron, se aliaron con otros socios, y
dejaron en minoría al bloque del Presidente. La nueva mayoría tenía
los votos más que suficientes para destituirlo, y aprovechó una
situación coyuntural para hacerlo. No
fue un golpe de Estado, dado que es un
mecanismo previsto constitucionalmente. Pero
tampoco se puede decir que fue un
“juicio”: no resiste el menor
análisis en materia de las garantías ofrecidas al acusado para su
legítima defensa, ni en la imparcialidad del cuerpo que resolvió el
tema, ni en los plazos brindados. La confusión está en utilizar la
denominación “juicio” para un acto eminentemente de carácter
político, dado que es resuelto por un cuerpo político, en el que,
pese a que existen argumentos que se quieren vestir con ropaje
jurídico, en realidad se manejan argumentos políticos, y se
sostienen en base a acuerdos, negociaciones, y componendas políticas,
que un tribunal judicial no admitiría nunca por la sencilla razón
de que está por fuera de su lógica de funcionamiento. Exactamente
lo mismo puede ser afirmado en los
casos de los brasileños Fernado Collor y Dilma Rousseff, y en el del
–aun- presidente peruano, Pedro Kuczynski.
Tanto
en el caso de normas supuestamente, o posiblemente,
inconstitucionales, como en las formas de destituir al titular del
Poder Ejecutivo, en cada país existen mecanismos diversos que
administran estas tensiones.
El
problema surge cuando no existe un
mecanismo previsto para administrar ese conflicto, o sí existe es
muy parcial e imperfecto, y no se ajusta a la realidad. Eso es
lo que pasa en el caso de Cataluña,
con la puja entre independentistas y unionistas.
Desde
el gobierno central, especialmente por
parte de Rajoy, han abordado el problema catalán desde el aspecto
jurídico, sabiendo que eso fortalece su posición: la Constitución
Española, de la época de la transición, no reconoce el derecho a
la autodeterminación ni la posibilidad de convocar a plebiscitos
consultivos en las Comunidades Autónomas. El Derecho Internacional,
siempre más laxo y diplomático, admite y reconoce el derecho a la
autodeterminación de “los pueblos”, pero bajo ciertos supuestos
y el cumplimiento de ciertas condiciones.
Desde
el gobierno catalán, si bien han
intentado explicaciones jurídicas basados en los pocos resquicios
que les abre el Derecho Internacional y los autonómicos, básicamente
han planteado en términos políticos el
debate: Cataluña y los catalanes
tienen el derecho a la autodeterminación y a decidir si quieren, o
no, ser parte de España, dado que son un pueblo con identidad
propia, y ese es un valor supremo por sobre lo que en la materia
establezca la Constitución española.
O
sea: resulta imposible un
entendimiento, siquiera un acercamiento, entre las partes porque
hablan y razonan en dos lenguajes
distintos, el jurídico unos, y el
político otros.
De
esta forma, a lo largo de los meses ha oscilado este conflicto, donde
alternativamente ha tenido más preeminencia lo político, lo
jurídico, y ahora parece que nuevamente lo político. Al menos eso
es lo que surge luego de las recientes elecciones del 21 de
diciembre, convocadas por el gobierno de Rajoy, luego de haber
destituido al anterior gobierno regional.
Políticamente
ha quedado claro que la sociedad catalana está movilizada, y
dividida en mitades imperfectas respecto a la cuestión
independentista. Existe una mayoría
relativa favorable a la independencia o
–al menos- a un grado mayor de autonomía. De hecho, los sectores
políticos que apoyan la independencia serán (nuevamente) mayoría
en el nuevo Congreso. Pero por otro lado, hay
otra minoría relativa, bastante
significativa, que no ve con buenos
ojos esto de la independencia. De hecho, Ciudadanos, un partido que
defiende el unionismo, resultó el más votado en las recientes
elecciones, pero queda en minoría frente a la suma de los
independentistas, y su líder –Inés Arrimadas- ya ha declinado la
posibilidad de formar gobierno.
Sin
lugar a dudas, quien salió perdiendo en
el terreno político es
el gobierno central encabezado por Rajoy.
El PP, que contaba con 11 diputados en el Parlamento Catalán, pasará
a tener tan sólo 3. De hecho, tuvo menos votos que el CUP, un
partido secesionista de izquierda radical. De esta forma los
populares pagan el precio de la testarudez ideológica y la falta de
cintura e imaginación política de un Rajoy
que, en el conflicto catalán, nunca
entendió (o no quiso ver) que
él es líder y Jefe de Gobierno; no
Juez de un Tribunal Supremo. Se negó a
ver el problema en su dimensión política,
y al nacionalismo catalán, opuso un discurso nacionalista en el
sentido contrario: el de España como nación única e indivisible.
No
obstante, el resultado de estas
elecciones también resulta un mapa más realista que el de aquel
referéndum convocado y organizado de manera caótica, y llevado a la
fuerza por un gobierno regional que, aprovechando la obstinación de
Rajoy, logró más de un 90% de votos favorables a la independencia.
En
definitiva, hoy la situación en Cataluña, política y jurídica,
parece estar empantanada. Jurídicamente
las figuras más representativas del movimiento independentista están
en la cárcel, o exiliadas para evitar ser encarceladas, y esperando
que se inicien los juicios en su contra. Políticamente,
el independentismo sigue siendo fuerte, y el PP acaba de sufrir una
derrota histórica en Cataluña.
Para
salir de este juego de “suma 0” que ha sido hasta ahora, se
necesita una flexibilidad, liderazgo e imaginación que Rajoy no ha
mostrado hasta ahora, y dudo que tenga.
De
todas formas, un poco lo entiendo: en un país diverso y
multicultural como España, aflojar en relación a Cataluña, podría
significar el comienzo del fin de la España que conocemos hoy en
día, porque además del nacionalismo catalán, tiene que enfrentar
el nacionalismo vasco, el gallego, el andaluz, y el valenciano. Lo
entiendo… pero no lo comparto.
Me parece que, en pleno siglo XXI, el derecho a la autodeterminación
de los pueblos y sociedades no debiera ser cuestionado: si catalanes,
vascos y gallegos no quieren, o quisieran, formar parte de España,
no se los puede obligar con el corset de la ley y la amenaza del
garrote.
Por
tanto, correspondería a los líderes
catalanes hacer una movida. ¿Cuál?
Estimo que, sin abandonar la lógica política de su discurso,
deberían agregarle un componente jurídico, como forma de canalizar
la tensión. Si la Constitución española es inflexible y no admite
que las Comunidades Autónomas puedan organizar plebiscitos para
resolver su permanencia dentro de España, tal vez debería comenzar
por promover una reforma constitucional que habilite a este tipo de
consultas, sin necesidad de la aquiescencia del gobierno central, o
con un grado mínimo de coordinación.
Esto,
a su vez, les posibilitaría –a nivel político- tejer nuevas
alianzas en otras Comunidades Autónomas, que hoy en día miran con
cierto recelo el proceso catalán, porque entienden que el reclamo de
independencia, más que un reclamo legítimo, es un actitud egoísta
para no compartir/repartir la riqueza generada en su territorio, con
las comunidades más pobres y atrasadas.
Y eso, el reparto de la riqueza generada, también
debería formar parte de un debate político sincero acerca de la
autonomías; cosa imposible si desde el gobierno central se sigue
insistiendo en el callejón sin salida jurídico.