Hum Bral
Una
confusión de sentimientos encontrados surge a cada paso en Dolores:
desazón, solidaridad, resignación, generosidad; y muchos más. Al
panorama devastador que significa recorrer cada palmo de la ciudad en
medio de la nada que para muchas familias significó ver sus casas
literalmente en el suelo, hay que agregarle la humedad, la lluvia
continua, el chapalear barro y agua intentando recuperar lo poco que
queda, retirando escombros, ramas, chapas, hierro y todos los elementos
que se pueda imaginar en una tarea que parece no tener fin; desgastante
física y sicológicamente. Doble o triplemente dolorosa; en lo físico, en
lo anímico y en lo espiritual, pues queda la sensación que cualquier
cosa que se haga será poca o escasa para todo lo que se necesita.
En
una esquina un hombre con los brazos en jarra mira, quizá sin
dimensionar lo que ve, un montón de escombros de lo que hace apenas unas
horas era su casa, el lugar que quizá levantó con sus propias manos
durante largo tiempo y que en una fugaz porción de segundos quedó
reducida a nada.
Lo
contradictorio de todo esto radica en la fugacidad de 3 o 4 minutos que
resultaron eternos en medio de ese caos del ruido, y el volar de
vidrios, ramas, mampostería y los más diversos elementos que quedaron
desperdigados por todas partes.
Al
lado del hombre pasa otro, y otro, quizá sus vecinos o el doloreño del
otro barrio que tampoco comprende la dimensión de la tragedia y que, los
que llegamos allí recién podemos dimensionar a través de las primeras
imágenes aéreas aportadas por los drones de la Policía, y que dan un
mapeo de la devastación. Es que el caos no da respiro, no da tregua, y
la capacidad para magnificarlo comienza a aparecer recién cuando uno
toma distancia, porque al transitar las calles, parece dramáticamente
normal ver todo por el piso, hundir los pies el barro, ver como alguien
aparentemente sin un sentimiento de dolor remueve las cosas, porque son
sólo eso, cosas informes, deformadas, abolladas, rotas, sucias.
Es
que quizá no hay lugar para tales lujos y la urgencia está en salvar lo
que se pueda, en apretar los dientes, mirar sin sentimientos las cosas y
apartarlas a un costado para intentar recomponer lo que pueda salvarse.
Una mujer camina por el medio de la calle esquivando basura con su niña de la mano. Un perro con la vista más resignada que la de su dueño busca infructuosamente el rincón de la casa donde solía echarse; y otra mujer coraje y rebeldía en ristre dirige una cuadrilla de hombres y mujeres que no dejan de moverse por todos lados.
Una mujer camina por el medio de la calle esquivando basura con su niña de la mano. Un perro con la vista más resignada que la de su dueño busca infructuosamente el rincón de la casa donde solía echarse; y otra mujer coraje y rebeldía en ristre dirige una cuadrilla de hombres y mujeres que no dejan de moverse por todos lados.
No
hay tiempo para llorar, y nadie llora. No hay tiempo para quejarse, y
nadie se queja, ni siquiera hay tiempo para el cansancio que empieza a
subir por las pantorrillas y las caderas.
Y es que todo se va al ver llegar a otros desconocidos, sin nombre pero con las manos prestas para a la solidaridad.
De
todas partes, casi de inmediato llegaron a Dolores cuadrillas de
obreros organizados y los improvisados también, que se pusieron a la
orden de la urgencia, que aportaron lo poco que tenían, y que allí es
mucho. Sus manos, su esfuerzo, el músculo y la rebeldía para ayudar al
que lo necesita. Y se los ve por todas partes: manejando un camión,
llevando cosas de un lado al otro, removiendo escombros y ramas,
distribuyendo las donaciones, haciendo lo que debe hacerse.
Pude
verlos en esa tarea, bajo la lluvia y sin guarecerse. En medio de la
noche sin mirar el reloj, porque por estos días la jornada es corta para
todo lo que se necesita hacer.
Una
trabajadora municipal intenta dirigir el tránsito que no cesa en una de
las tantas esquinas cortadas. Hace horas que realiza esa tarea, y
parece que recién está ahí, con todas sus energías y la seguí viendo,
horas más tarde, empapada, bajo la intensa lluvia intentando dar un poco
de orden a la circulación de todo tipo de vehículos que pasaban de un
lado al otro. Más allá un hombre trepado a una escalera, otro más allá
con sus guantes o sin nada colocando un nylon, desprendiendo un pretil
que amenazaba a caerse, retirando vehículos o cosas que quedaron
aplastadas por los escombros. Del otro lado un Policía aportando lo
suyo, o un militar, pala en mano removiendo material para cargarlo en un
camión. Más allá otro trabajador anónimo haciendo su parte sin pedir
descanso.
La solidaridad
Las
muestras de solidaridad aparecieron por todos los sectores de la
sociedad. Se organizaron campañas de recolección de alimentos y ropa
para los damnificados, que en la tarde del viernes comenzaron a llegar y
ser acopiados para su distribución en el galpón donde funcionara la
fábrica Janka.
Recorriendo
las calles del barrio Calvo de Dolores, mientras los vecinos acarreaban
material, palos ramas y chapas para limpiar sus casas apareció una
camioneta con varios jóvenes en su caja que ofrecían un plato de comida
caliente a quien lo quisiera. “Vecina, hay guiso calentito, está recién
hecho”, decía un joven mientras otros servían en unos recipientes para
que los integrantes de las familias tuvieran comida. Nos acercamos a
preguntarle de qué institución eran y la respuesta nos sorprendió, “de
ninguna. Somos un grupo de amigos que no podíamos quedarnos a mirar
televisión cuando hay familias que precisan. Un amigo tiene un
restaurante y le propusimos la idea. Nos pusimos a cocinar y acá
estamos”. Así de simple y de significativo fue su gesto. Al igual que el
de los jóvenes que se organizan sin un a jerarquía que los conduzca
para acarrear todo lo que se necesita. Y los seguí viendo, repartiendo
ropa desde la caja de un camión, aprontando comida para los que
trabajan; empapados, como una muchachita menuda
y sonriente que me encontré en el barrio Altos de Dolores, con planilla
y lapicera en mano preguntando por los niños, qué medicamentos
precisaban, o si acaso les hacía falta zapatos o comida. La vi aparecer
por la calle de barro con una campera roja y empapada, y no dejó de
sonreír cuando intercambiamos algunas palabras. Parecía una Caperucita
Roja bajo su capucha
colorada
intentando proteger de la lluvia su libreta donde meticulosamente
apuntaba todo; y se metió sonriendo a una casa desvencijada por el
tornado desde donde emergieron un par de cabecitas infantiles que
agradecieron con otra sonrisa esa visita.
La ciudad de las linternas
La
ciudad de Dolores se encuentra no solamente devastada sino
prácticamente aislada. El temporal dio por tierra la antena de Radio San
Salvador. También la antena de Antel, por lo que no hay comunicación
con el exterior, o por lo menos es muy limitada. A ello se le suman las
continuas lluvias que han hecho de que crezca el río San Salvador y los
arrojos de la zona.
Al
recorrer las calles doloreñas y dialogar con sus habitantes la pregunta
surge en todos lados: “¿qué está pasando?” ya que las noticias se
trasmiten prácticamente boca a boca. En gran parte de la ciudad no hay
señal para el celular. Los tendidos eléctricos y del teléfono terminaron
en el suelo, por lo que sus habitantes están prácticamente
incomunicados.
El domingo quienes visitamos Dolores, al salir debimos realizar un largo periplo, esquivando pasos cortados por la creciente.
Al
llegar la noche Dolores se convierte en una ciudad literalmente a
oscuras. Recorriendo sus calles emergen de las ventanas siluetas de
personas alumbradas a vela o farol a mantilla, que han decidido quedarse
ahí para evitar que les roben.
En
las calles, los que la transitan, lo hacen linterna en mano y se
pierden en la inmensa oscuridad. Cada tanto, también linterna en mano,
efectivos de la Guardia Metropolitana, caminan en grupos de a tres; y
cada tanto, casi en una visión de película bélica, puede verse a grupos
de militares en transitar las calles sobre camionetas pertrechadas a
guerra y alumbrando con potentes focos. Mientras un ambiente de tristeza
y desolación se apodera de todo el ambiente.
El
domingo el Presidente de la República visitó la ciudad. Sin traje, ni
protocolo ni custodia, el Dr. Tabaré Vázquez fue directamente a la zona
más golpeada de la ciudad, el barrio Altos de Dolores, donde la mayoría
de las viviendas de modestos trabajadores están esperando que llegue o
una máquina municipal o una cuadrilla a derribar lo poco que queda en
pie. Casas con grietas que suben desde sus cimientos. Techos de hormigón
en el piso convertidos en escombro; y el barro espeso y penetrante como
escenario de todo. Que dificulta el paso, que hace pegar la humedad a
los zapatos y los pantalones, y que deja una extraña sensación que será
más difícil de lo que se intuye la reconstrucción de la ciudad.
El
Presidente se bajó del auto y caminó entre los vecinos. Los saludó, los
escuchó quejarse o llorar, quizá como un tío viejo que llega a
consolarnos en un momento de desgracia. Habló poco y escuchó mucho, y se
quedó mirándolos serio, sin que eso fuera una pose para la foto.
Quizá
sólo ahí algunas mujeres se dieron un respiro y se permitieron la
licencia de llorar un poco. Quizá apenas ahí los hombres bajaron algo la
cabeza y se quejaron por lo que les había tocado en suerte. Después
siguieron trabajando.
El
Presidente se fue con esas imágenes en la memoria. Con la fotografía de
una sociedad devastada por el fenómeno climático pero no doblegada.
Golpeada, pero con la suficiente rebeldía como para continuar.
Y siguió lloviendo.
Seguramente siga lloviendo por varios días más, pero nada evitará que escampe, que el terreno seque y que las manos
vuelvan a levantar paredes, a poner techos y soñar.
(*) fotos: Aldo Roque Difilippo
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