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Ocurría en
Nochebuena, siempre.
Después de las
celebraciones familiares, la sidra, los pan dulces, se abría la
noche que nos hacía felices. Una noche abarcadora, redonda, libre,
con el cielo aguardando quizás el alma de algún amigo, allá
arriba, y el aire fresco empujando nuestras ansias locas, acá abajo.
Una noche que resumía todas las noches, de las casas a las plazas,
de los boliches al quilombo. Una noche que nos proponía otro mundo y
otra vida y que, al mismo tiempo, nos empujaba a seguir bebiendo, a
imaginar que amábamos y nos amaban y a bailar juntos lo que parecía
la danza de nuestra salvación.
Misterio renovado e
inexplicable de pueblo chico. Liturgia obedecida por quienes, tantas
veces, aunque sólo muchachos, llegamos a querer, apenas, un día
más.
¡Qué noche
aquella!
Nos introducíamos
en ella para devorarla a bocanadas. Lo primero que sentíamos era el
olor a menta y a romero y a jazmines tempranos que atravesaba las
calles angostas de los barrios más apartados, en ancas de un
vientito suave, acariciante, melancólico. Después se nos venía
encima la humedad, que se podía ver y rozar mientras caía sobre los
focos amarillentos de las esquinas. Y, al rato, el silbato lejano del
último tren, cruzando los campos y arrimando a los casas de las
afueras –recostadas como oscuros esqueletos a las vías- la
respiración asmática de una locomotora negra como la mismísima
noche. A esa hora hacía rato que la humilde calesita había detenido
sus hierros lacerados y ya no habían carros llevando verduras y
frutas, ni niños descalzos y ansiosos, ni madres gordas recogiendo
ropas de los alambres.
Cuando empezábamos
a caminar, chispeantes por lo bebido, veíamos a gentes sentadas a la
vereda, con botellas alrededor y nos sobresaltaban los cohetes
baratos que reventaban cerca. Gente común, a la que saludábamos
siempre, no faltaba más, porque siempre ofrecían un trago más para
dar impulso a la recorrida. Y los otros, hombres y mujeres que
hervían de ansias distintas y decían cosas secretas con la mirada;
la veterana del marido viajante, al borde la extenuación de
insatisfecha; Marisol, la menor de los Pérez, a la que bastaba
tocarle una mano para que se le humedecieran los muslos; Fermín,
borracho impenitente, que sólo quería hablar de fútbol; Cascarilla
Batista, aguardando ese desfile nocturno para insistir en jugar al
truco en cualquier parte; y los milicos de la comisaría, claro, esos
del sueldo miserable y las caminatas absurdas, tomando dos o tres de
arriba y retocando, con meras ojeadas, la lista de cornudos que se
habían especializado en crear.
Esa noche,
precisamente esa noche, era hermoso andar por el asfalto o por la
tierra, yendo de una calle a la otra como si armásemos un imaginario
picado en la penumbra. Y también lo era cruzarse con alguna
chiquilina anhelante, escapada de una tutela ya hundida en profundo
sueño, besándola casi hasta reventar contra las paredes más
oscuras, levantándole la pollerita con desesperación, bajándole
desprolijamente la bombacha blanca y penetrándola fuertemente hasta
que gritara, sofocada de dolor y placer. Y pasar por los boliches de
Curbelo o del Chiquito Otegui, que no cerraban, para tomar a las
apuradas otro vaso de vino de la casa, ese de la damajuana con telas,
y ojear las mesas sobre las que todavía se enredaban naipes y manos
mugrientas, escuchando todos los chismes, cuentos, fantasías y
mentiras del mundo. Y quedarse quietos, de pronto, al lado de la
radio. abrazados por el humo del tabaco, sintiendo que la voz de
Gardel se nos metía entre los huesos y nos hacía mejores,
creándonos una nueva ilusión. Y escondernos, apretados, a un
costado de la casa de Pepe, el rematador – al que el whisky
importado hacía dormir temprano-, para ver a Rosita, su mujer,
acostarse en el suelo de ladrillo del galpón con Ramiro, el sobrino
político. Y correr unas cuadras más abajo, al barrio del
Aserradero, sabiendo que podíamos robar alguna gallina a doña
Margarita, cortarle el pescuezo y simular un rito satánico,
dejándola colgada a la entrada del rancho de esa anciana que,
puntualmente, se horrorizaba cada mañana y le rezaba a todos los
santos. Y caer por el quilombo de La Mellada, abierto hasta el canto
de los pájaros madrugadores, para pagarle una caña al Chiche
Meneguzzi y pedirle que tocara “El amanecer”, sabiendo que cada
vez lo hacía distinto; medir con fruición la redondez tersa de los
culos de La Polaca y María Eugenia y, en una de ésas, hacer cola en
el corredor largo iluminado por la luz roja de un farol destartalado
para ocuparnos con una y soñar que podía quererte y gozar contigo;
o bailar, simplemente bailar con la más pintada, un tango con
cortes, sintiendo que el mundo era eso, cuadriculado y macilento,
sobre el que danzábamos con encomiable elegancia para nuestro, a esa
altura, inestable equilibrio.
Sin embargo... si
uno fuese sincero, debería recordar algo más puro que ese universo
desmelenado gastado en largas caminatas. Algo que se vivía esa noche
de una manera distinta, más íntima, más profunda. Algo que, tal
vez, nos permitió estirar la vida y los sueños más allá de los
límites de aquel horizonte chico y apretado.
La soledad, buscada
como una novia virgen.
El deseo de quedarse
solo, pero absolutamente solo, sin compasión ajena, sin
mitigaciones, sin amigos, mujeres ni madre, debajo del cielo oscuro e
interminable pero con sus estrellas titilando sin cesar. Y mirar
mucho más lejos que cada día, cual si la vista se transformase en
una alfombra voladora de “Las mil y una noches”, suficiente para
alcanzar el infinito, la nada. O el olvido piadoso. Y ahí, sí,
volver a caminar, cargando el cuerpo hasta el penúltimo cansancio,
deteniéndose, al cabo, en una esquina cualquiera, como si uno
hubiese escapado de todas las envidias, de todos los egoísmos, de
todos los temores. Y entonces respirar muy hondo, olvidando al
alcohol, la fiesta, el vaho nocturnal, para atrapar el aire húmedo
hasta el borde del ahogo. Y luego, al final, llorar sin resignación.
Por suerte y de una vez, con lágrimas incontenibles y viejísimas,
pese a nuestra juventud, lágrimas que –cual una descomunal memoria
recuperada de pronto al aplastar al jolgorio embriagador- se
convierten en decenas de rostros y nombres y lugares. ¡Y tantas
palabras no dichas!
El Coco Luaces y su
vieja radio de los galpones, que jamás supo cuánto nos importaba;
el Pepe Pintos y la grapa con limón, esperando una despedida que no
le dimos; Juan y el violín envuelto en una sonrisa, sin la
satisfacción de nuestro respeto; Hugo Ruiz y el sueño de la
libertad, creando a cada paso un poema de vida que no entendimos; el
Cholo y su alma en una niña, muriéndose lentamente por el dolor de
los otros; Blanca Rosa cantando en la cocina “La pulpera de Santa
Lucía”, sin saber que su corazón la traicionaría en medio de
nuestra ausencia; Nené y aquel poema sobre los muertos solitarios,
que se le hizo carne y lo advertimos tarde; Robertito aferrado a las
riendas del caballo fatal, demasiado lejos y demasiado solo; Andrés
y su pirueta fatal en una calle cualquiera, mientras perdíamos el
tiempo llenándonos de estupidez; el vasco Recarte, ensoñado,
atropellando la vida con ansias locas porque no supimos detenerlo; y
cuántos, cuántos hijos muertos de tantos amigos entrañables.
Y Natalia, que se
fue con prisa de la mano del absurdo, buscando las estrellas,
caminando entre nubes, bien cerca de eso que hemos llamado Dios.
Natalia, que nos dejó con tanto por hablarle, con tanto amor por
entregarle, apenas con un guardapolvos blanco y una moña y una
cartera de cuero repleta de cuadernos prolijos. Natalia en tres o
cuatro fotos, en un mural y en el alma. Natalia convertida en un
pájaro azul, en un clavel blanco, en una gota de rocío que
desciende del cielo abierto, eternamente.
Desde esa noche y
para siempre.
Antonio Pippo, nació
en Buenos Aires, pero no dudamos que se considera oriundo de San José
de Mayo, pese a vivir desde hace varias décadas en Montevideo. Es
periodista, escritor, investigador del lenguaje del tango, narrador
oral en lunfardo. Trabajó en televisión, prensa y radio. Es autor
de, entre otros libros, El quilombo y otros cuentos de otoño,
Obdulio con alma y vida o Jazmín de noviembre. Es autor y recitador
en los espectáculos poético-musicales Bien polenta y Tango íntimo.
Este cuento, reescrito de forma parcial para Delicatessen.uy, fue
inicialmente publicado por el autor en el libro El quilombo y los
cuentos del otoño, en noviembre de 1993.
Fotografía
http://senderos-musicales.blogspot.com.uy/
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