La historia trata de unas bellas princesas
encarceladas en palacio por un padre-rey todopoderoso. Solo que en esta
ocasión el pedido de ayuda para que las libere un caballero galante no
ha llegado en una nota escondida en un pañuelo, sino por la denuncia de
su madre a la prensa.
El País
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ÁNGELES ESPINOSA | EL PAIS DE MADRID
La historia de las hermanas Sahar, Maha, Hala y
Jawaher, hijas de Abdalá de Arabia Saudí, es tan rocambolesca como
desgraciadamente frecuente en este país que quiere estar en el siglo XXI
sin dejar el XV.
"[El rey] me pidió que volviera con él y me negué.
Nunca pensé que castigaría a mis hijas por mi causa", declara
desconsolada Alanoud al Fayez por teléfono desde Reino Unido, donde
reside en la actualidad.
Esta mujer, de 57 años y que apenas tenía 15 cuando se
convirtió en la segunda esposa de Abdalá, asegura que el hoy monarca
saudí mantiene a sus cuatro hijas "bajo arresto domiciliario" desde el
año 2001. Según su relato, las mujeres viven completamente aisladas y en
condiciones precarias dentro de un complejo palaciego en la ciudad de
Yeddah, del que no pueden salir sin vigilancia y donde no se les permite
recibir visitas. Tras el fracaso de sus gestiones para librarlas de esa
situación, la mujer decidió hacer público su caso.
Ante esa posibilidad, la princesa Alanoud afirma que
hace cinco meses recibió la visita del príncipe Mutaib, uno de los 38
hijos del rey y el actual jefe de la Guardia Nacional.
"Me dijo que querían que regresara y se negó a
cualquier otra solución", manifiesta, convencida de que Mutaib y su
hermano Abdelaziz, el viceministro de Exteriores, son quienes están
detrás del castigo a sus hijas, que tienen entre 38 y 42 años. "Abdalá
no es tan malo", asegura del hombre que fue su marido en dos ocasiones y
que en ambas se divorció de ella sin explicaciones. Más tarde, en un
intercambio de mensajes por Internet, precisa que el hecho de que "esté
manipulado por otras personas no significa que no le culpe por lo que
pasa".
Piden auxilio.
Fue a raíz de esa visita cuando se decidió a entregar
una carta en la oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos
denunciando el caso. Al mismo tiempo, ella y dos de sus hijas, Sahar y
Jawaher, abrieron sendas cuentas de Twitter en las que exponen su
historia. Y finalmente, la semana pasada, recurrió a la prensa
británica, a la que ambas han confirmado su encierro y su deseo de
recuperar la libertad. En una sociedad tan renuente a airear los trapos
sucios en público constituye un paso arriesgado.
"¿Qué otra cosa podía hacer? Me llaman llorando; no
aguantan más. Mi abogado intentó viajar a Arabia Saudí para reunirse con
ellas, pero no lo autorizaron", explica entre sollozos.
Pero por más increíble que resulte en pleno siglo
XXI, el asunto no es inusitado en este país cuya modernización acelerada
desde el descubrimiento del petróleo es causa de numerosos
anacronismos, sobre todo en el terreno social.
"Había oído hablar de ello. Tampoco es muy diferente
de la situación en la que viven decenas de miles de mujeres en este
país", me responde una activista saudí a la que pregunto por el caso. Su
gesto apenas disimula el malestar por que la prensa internacional no
preste la misma atención a las difíciles circunstancias que sufren la
mayoría de las mujeres saudíes, cuya discriminación sistemática
denuncian con regularidad las organizaciones internacionales de derechos
humanos.
Tal como recuerda el último informe de la
organización internacional Human Rights Watch (HRW), en Arabia Saudí
"todas las niñas y las mujeres tienen prohibido viajar, realizar
gestiones oficiales e incluso someterse a ciertas intervenciones
quirúrgicas sin el permiso del hombre que tiene su tutela", sea el
padre, el marido o un hermano.
Tampoco pueden casarse sin su consentimiento, ni
tienen derecho a pedir el divorcio, y a menudo son discriminadas en la
custodia de los hijos. Ese desfavorable marco legal, más propio del
siglo XV del calendario que sigue el país que del actual, se ve agravado
en el caso de algunas familias ultraconservadoras por restricciones
añadidas que limitan la autonomía femenina hasta extremos inimaginables.
"Tengo primas cuyos móviles carecen de teclado para
que solo puedan recibir llamadas", confía la activista, que, como parte
de una minoría ilustrada, disfruta de una libertad de movimientos con la
que muchas compatriotas suyas no pueden ni siquiera soñar.
Ironía.
En Arabia Saudí, donde la familia real es una
institución intocable, resulta imposible confirmar la denuncia de
Alanoud y sus hijas. Durante una conversación privada, una princesa que
es prima lejana de las cuatro mujeres, a las que conoció de jóvenes,
muestra su extrañeza por el asunto, del que dice haberse enterado por la
prensa británica. No encaja con la imagen del monarca, a quien
considera -y no solo ella- un defensor de la causa de la mujer.
Desde su llegada al trono en 2005, Abdalá (89) ha
inaugurado varias universidades femeninas, ha impulsado la incorporación
de las mujeres al trabajo, les ha dado derecho de voto (aunque tenga
escaso peso político) y ha nombrado a 30 de ellas miembros del Consejo
Consultivo (Majlis al Shura). No ha derogado, sin embargo, la
prohibición de conducir ni, lo que es más importante, el mencionado
sistema de tutela que las reduce legalmente a eternas menores de edad,
dependientes de por vida del varón que tenga su custodia.
"Sé que el rey es un hombre de una gran rectitud
moral; tal vez si sus hijas han cometido alguna imprudencia..., pero no
tengo constancia", señala la princesa consultada.
¿Hubo algo en el comportamiento de sus hijas que
para su padre las hiciera merecedoras de ese castigo?, le pregunto a
Alanoud. "Mis hijas no han hecho nada que las otras hijas no hayan
hecho", repite una y otra vez sin encontrar explicación. "No se puede
hacer idea del ego del hombre saudí", apunta la mujer.
"Querían que viera cómo se marchitaban"
Alanoud al Fayez, madre de las cuatro hijas que el
rey Abdalá mantiene prisioneras, se muestra especialmente preocupada por
la salud de dos de ellas, Maha y Hala, que al parecer viven aisladas de
las otras dos.
"Si se puede llamar a eso vivir", precisa. "Aunque
están en una casa muy grande, sus condiciones son miserables, sin aire
acondicionado, sin ayuda, pero sobre todo sin poder hacer su propia
vida, formar una familia… y la mayor ya tiene 42 años", acierta a añadir
antes de que el llanto le impida seguir.
De sus palabras se deduce que alguna ha tenido
problemas que requirieron tratamiento psicológico, aunque no lo
desarrolla. El diálogo es desordenado. Suena acongojada y salta de un
asunto a otro como si temiera que no va a tener tiempo de contar todo.
"Hice lo que pude para hacer entrar en razón a su
padre y su entorno, intenté ayudar a mis hijas en su proceso curativo,
pero me negaron eso, querían que viera cómo mis propias hijas se iban
marchitando y quedándose en nada", aclara más tarde.
En algún momento de 2001 perdió el acceso a sus hijas y al año siguiente decidió abandonar el país como forma de presión.
"Nos están matando"
Los muros que rodean el complejo palaciego en Al
Murjan, un lujoso barrio del norte de Yeddah, tienen varios metros de
altura. Y el portón que da acceso al enorme recinto está vigilado por
dos tanquetas y miembros de la Guardia Nacional. `¿Se convence ahora de
que estamos encarceladas bajo circunstancias brutales?`, pregunta más
tarde Sahar, una de las princesas, a la periodista. Dada la falta de
resultados tangibles después de que su madre denunciara el encierro que
sufren, teme que el mundo no les haya creído. "Si hemos cometido algún
crimen, que nos lleven ante un tribunal y nos juzguen". Son 13 años de
encierro, 13 años de desesperación. Desde 2001, su padre las tiene
encerradas. Sahar (42) y Jawaher (38) comparten, con dos perros y un
gato, una enorme villa que ellas mismas tienen que limpiar. Otras dos
hermanas, Maha (41) y Hala (39) están aisladas en alguna otra parte del
recinto. "Nos están matando poco a poco, quieren que nos suicidemos; por
eso se fue mi madre, para buscar ayuda y protegernos", asegura Sahar.
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