Un viaje kafkiano que a veces me hizo sentir en "El Proceso", pero otras creí ser protagonista de "La Metamorfosis", mientras me trasformaba en cucaracha.
Llegar es lo de menos. Los ómnibus arriban y se van en forma continua, siempre hay pasajeros. Hacía varios años que no iba pero desde afuera nada había cambiado. Si bien el horario de visita se extiende de 8 a 15 hs. las colas de gente esperando son las mismas. Son las 11:30hs. y aún quedan más de 30 mujeres con unos 15 niños y unos 20 hombres esperando. Llego con una caja de alimentos y una frazada para dejar, además de unos bizcochos y un paquete de tabaco para entrar conmigo. Primero hay que registrase para luego poder dejar la caja. Si bien no hay ni una nube en el cielo, como la espera es a la intemperie, el viento corta el aire y espanta el poco calor del sol de agosto. Pienso en lo que debe ser esa escena un día de lluvia.
- "Qué frío" le digo al hombre que está delante mío.
- "No se imagina lo que son las quintas con estas heladas", me responde. "Ayer terminamos la poda de los manzanos. Desde que nos vinimos del campo, hace más de 20 años que estamos en Melilla", me cuenta. "Ahí siempre hay trabajo", agrega y me explica, entre otras cosas, cómo se hace un injerto de peral en un pie de membrillo. El hombre detrás mío mira mi caja y la bolsa con la frazada y me dice que la ropa solo se entra los martes y jueves. "Igual contales que es un ingreso nuevo, tal vez te permitan dejarla". Miro a mi alrededor y recién me doy cuenta de que no hay ningún cartel con indicaciones de horarios ni qué alimentos se pueden entrar y cuáles no, ni en qué condiciones deben estar presentados ni cuándo y cómo entrar ropa.
La cola se mueve lentamente. La ventanilla de registro se abre y cierra para dejar pasar a las personas de a una. Personas que luego salen y hacen una segunda cola para que los alimentos y personas sean revisados. Repentinamente, dejan de llamar. Nadie sale a dar explicaciones y en la cola nadie se molesta, parecen acostumbrados.
Más de una hora después de haber llegado, es mi turno. Me atienden tres policías, me piden el documento haciendo señas, uno anota en una computadora. Digo varias veces el nombre de mi hijo: un nombre sencillo pero que el hombre insiste en transformar en apelllido. Me entregan una tarjeta y un segundo policía me toma una foto. Sin despedirme ni darme ninguna indicación llaman al siguiente. Salgo y ahora voy a despachar la caja en otra zona, un túnel subterráneo que antes se usaba para el ingreso de las mujeres de visita.
Entro con mi caja y la bolsa con la frazada.
- "¿Trajo las tres listas?" me preguntan.
- "No, solo hice dos. ¿Puedo entrar la frazada? Mi hijo está recién ingresado".
Luego de verificarlo me dicen que sí pero que debo hacer la tercera lista de alimentos e incluir la frazada. Salgo, vuelvo al almacén donde dejé mis pertenencias a cambio de $20 porque no se puede entrar con nada en los bolsillos, ni reloj ni anillo, nada. Les compro material para hacer la lista. Vuelvo al mostrador. Recién ahí, a pesar que 10 minutos antes me vieron cargando la caja, me informan que tampoco puedo entrar los alimentos en sus envases originales sino que deben estar en bolsas transparentes, sin la caja, todo debe estar dentro de una gran bolsa transparente. Vuelvo al almacén y compro las bolsas, traspaso los alimentos y regreso al mostrador de la cárcel. Revisan los paquetes, todo está correcto: cada alimento en bolsas y todo contenido en una gran bolsa. Luego el policía mira la frazada y se la muestra a alguien detrás mío, al que de reojo veo menear su cabeza en forma de negación. Pregunto qué sucede y me explican que no puede entrar nada de color celeste. Les respondo que hasta hace un tiempo, los colores que estaban vedadados eran negro, verde o azul, por ser los que utiliza el personal policial y militar. Me dicen que es cierto, pero que ahora los administrativos internos usan camisas celestes.
Regreso al almacén a dejar la frazada. Luego de eso, recién puedo hacer la cola definitiva para entrar. Hay diez hombres delante mío además de unas quince mujeres. Una de ellas, una adolescente de unos 13 o 14 años acompañada por su madre, trata de controlar a su hija de poco más de un año que corre y sonríe continuamente. La toma de la oreja para que, según ella, se quede quieta. Finalmente es mi turno. El cuarto de registro para el ingreso parece la zona de control de un aeropuerto: un dispositivo para revisar los elementos que el visitante quiere ingresar y un escáner corporal con una cinta transportadora, por la que se debe avanzar con los brazos abiertos. Hay dos unidades de cada aparato pero solo funciona un juego, a pesar de toda la gente que aún espera para entrar después de 4 horas de haber sido habilitado el ingreso.
El hombre que está delante mío pretendía entrar con unas galletitas de chocolate, pero en estos días se prohibió el ingreso de chocolate o cualquier alimento que lo contenga y debe tirarse en un gran depósito al lado de la máquina. También llevaba un paquete abierto de tabaco pero le informan que éste debe llegar completo, así que también va a parar al rebosante tacho. Es mi turno: los bizcochos están bien pero el tabaco debe venir abierto, sin el envase. Me atrevo a preguntar cuál habría sido la diferencia si el señor que venía adelante hubiera traído el tabaco suelto dentro de una bolsa, tal como me lo reclamaban a mí. Me dicen que la cantidad no hubiera sido la misma y me quedo mudo sin entender la respuesta. Paso todo por la cinta e ingreso al escaner corporal. Me descubren dos monedas en un bolsillo que van a parar al depósito que, a esta altura, supongo acumula pequeños tesoros. Finalmente, luego de una hora y 40 minutos de proceso kafkiano, entro.
La salida, como no podía ser de otra manera luego de esa entrada, nos depara, a mí y a otras 35 personas, cuarenta minutos de espera contra un tejido hasta que dos policías se deciden a venir a la puerta y nos liberan del primer tejido para hacer nuevamente otra cola. Cuatro horas después de llegar a la puerta y habiendo estado poco más de una hora con mi hijo, logro salir.
Es increíble que luego del gasto en tecnología y del aparentemente efectivo control de los policías para cortar el ingreso de armas y drogas, no se piense en cómo facilitarle las cosas a las familias. Que se efectúe un manoseo permanente de gente, de condición muy humilde en muchos casos, que hace un esfuerzo enorme para dar un soporte a los presos, incluso en alimentos que el mismo Estado no está en condiciones de dar, sin colocar cartelería que indique cuáles son las reglas, qué se puede ingresar y qué no. ¿Cómo no se prepara a los agentes que van a estar en contacto con la gente para que tengan un trato respetuoso? Respetar al otro no solo es decirle buenos días o buenas tardes, palabras que, por otra parte, no escuché en ningún momento, sino el impedir que los familiares deban esperar como si también fueran presos. Si no son capaces de crear sistemas de atención digna, se debería pedir auditorías externas que analicen y le pongan lógica a los procesos y formen al personal. Una vez escuché a un director penitenciario decir que, si a los presos se los trata como animales no podemos pedir que de la cárcel no salgan animales. Aparentemente, el sistema carcelario está empeñado en empezar a tratar a los que suponen como futuros delincuentes como animales desde que llegan a visitar a sus presos.
Pah.. un calvario inimaginable
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