Escritor y periodista Julio Dornel
Mientras la pantalla de la computadora, nos ofrece detalles sobre las posibilidades de que el hombre pueda llegar a Marte en el año 2017, surge repentinamente en nuestra memoria la figura de don Rogelio Hernández y su viejo carromato en dirección a La Barra en la década del 40 y poco.
Nadie hubiera imaginado en aquella oportunidad un viaje espacial para llegar a Marte luego de tres años de vuelo. Señalan los técnicos que un viaje tan rutinario podría generar algunas dificultades entre las que destacan problemas de relacionamiento, alteraciones motrices, atrofia muscular y cansancio. Cuanta similitud con los viajes de don Rogelio que también nos dejaba con los huesos deshechos de tantos sacudones y algún problema de relación entre los pasajeros que viajaban en el pescante del carro y los que iban en el fondo junto a las gallinas embolsadas y el resto de la mudada. Entre las costumbres regionales de la primera mitad del siglo pasado se encontraban los viajes en carro al balneario LA BARRA. El vehículo de don Rogelio no tenía documentación ni certificado de propiedad donde constaran los kilos y pasajeros que podía transportar. Sin embargo siempre se las ingeniaba para realizar una buena distribución de bultos y personas, lo que siempre le permitió llegar a destino sin mayores inconvenientes.
Entre aquellos carroceros que iniciaron la “colonización” de la costa atlántica rochense se encuentraba don Rogelio Hernández, uno de los primeros que se atrevió a desafiar los médanos que nos separan de La Barra.
Como símbolo de sus tradiciones camperas don Rogelio gustaba vestirse a la vieja usanza; bota y bombacha. Para los viajes lagos que podían superar las dos leguas, manoteaba el poncho y la “fariñera” para protegerse del frío y de algún imprevisto.
La bombacha era una de las prendas preferidas de los gauchos, existiendo por aquel entonces varias costureras que se anticiparon a los sastres en la difícil tarea de confeccionar esta indumentaria campera. Así era don Rogelio Hernández y así vestía. Por aquellos años cuando llegaba el verano la mayoría de los habitantes del pueblo se trasladaban al balneario en la primera quincena de diciembre y regresaban en mazo para el comienzo de las clases. Pocas familias tenían sus casas amuebladas permanentemente, lo que significaba una verdadera odisea la mudanza veraniega que se convertía en un ritual sin modificaciones. Había que arreglarlo todo de una forma muy especial para que el carro de don Rogelio pudiera trasladarlo en un solo viaje.
Pequeñas y grandes cosas que en el pueblo descansaban en el galpón del fondo, siempre servían para facilitar los imprevistos de la temporada, rodeándola de cosas que nunca se utilizaban. Se arreglaban con tiempo las bolsas con la ropa y en algunos casos viejos baúles o valijas de cartón. Las herramientas obligatorias que pasaban por los martillos, tenazas, destornilladores, palas, serruchos, el primus y algunas lámparas a queroseno. Todavía lo vemos a don Rogelio con sus bombachas negras remangadas durante el verano o con las botas de goma durante el invierno, sentado en el pescante del carro dirigiendo con habilidad a sus caballos para que treparan los médanos, echando un vapor por las narices y que hoy a la distancia nos parece que fumaban. Había comenzado con una carreta tirada por bueyes, la que fue sustituida por el carro de tres caballos cuyos nombres pasaban por el Chongo, Precioso y Gasolina. Integrado durante muchos años a las tareas camperas, manejaba con habilidad las herramientas utilizadas en el viaje. Los años que don Rogelio mantuvo su “línea particular” se perdieron entre los extensos arenales, pero han quedado en la memoria de algunos vecinos los detalles de los mismos y la importancia que tuvieron en aquellos años para concretar negocios y comenzar el desarrollo del balneario.
Resuenan todavía los ruidos metálicos de una caldera de hierro que colgaba del eje trasero. Recordamos además una jaula hecha de tacuaras para llevar las gallinas de los veraneantes. Fue sin ninguna duda uno de los primeros y también de los últimos carroceros que realizó la travesía hasta el balneario, señalando en varias oportunidades que había aprendido a caminar con los caballos.
Mirada austera, barba castaña y buena disposición para cargar el carro con sandías, gallinas, lechones y todos los pertrechos para pasar la temporada.
Don Rogelio miraba los paisajes en cámara lenta, sin apuro, pero llegando siempre hasta los ranchos del balneario. Los viajes se iniciaban sin horario fijo, tras levantar los pasajeros y sus pertenencias que pasaban por el azúcar, yerba, arroz, charque, galleta dura, los ponchos tradicionales, ropa de abrigo, algún revólver y la “fariñera”. Nunca supo de apuros, el trote lento de sus caballos siempre lo llevaron a destino, sin que nadie protestara por las incomodidades del viaje. Una campanilla de bronce “tintineaba” en el pescuezo de un caballo, mientras el perro Falucho acompañaba el viaje a la sombra del carro. Don Rogelio Hernández, uno de los primeros carroceros que realizo el transporte de personas y equipaje entre esta frontera y el balneario La Barra. Los carroceros del siglo pasado seguirán siendo un tema apasionante, que mirado a la distancia pueden perder su perspectiva pero que fueron durante muchos años la palanca generadora del desarrollo zonal.
La soledad se veía interrumpida por algunas casas que se destacaban entre los médanos del incipiente balneario. Algunos vecinos todavía lo recuerdan junto a su señora Eduviges acompañado de familiares y el constructor Florencio Resquín uno de sus amigos de la juventud. Fue sin ninguna duda una de las construcciones más antiguas del balneario, y pese a la remodelación que ha sufrido, mantiene aún el valor simbólico que nos permite hoy estas evocaciones. Allí estaba invadiendo la naturaleza agreste el rancho de don Rogelio con una personalidad muy propia, para destacarse ante un panorama marcado por la soledad.
Don Rogelio nació en las proximidades de Lascano en el año 1897, radicándose en La Barra en enero de 1941. Cuando llegó por primera vez al balneario el tiempo estaba suspendido entre los pocos ranchos y las extensas dunas que sujetaban el mar. Terrenos “casi” regalados, no tenían compradores que se detuvieran a valorar las bellezas naturales de una zona todavía primitiva. Sin luz, agua, escuela, comisaría ni comunicaciones el panorama era poco alentador. Por las noches farol y luna para la iluminación, lo que despertaba el asombro de los pocos turistas que llegaban a la zona. Don Rogelio Hernández, uno de los primeros carroceros del balneario.
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