Pluralismo en las mesas del Soro
Al inicio de los años sesenta se reunían en el Sorocabana Raúl Sendic, Eleuterio Fernández Huidobro, Marenales y otros de los que poco tiempo después pasarían a la clandestinidad iniciando la peripecia del MLN- Tupamaros.
Más adelante se generaría una rueda en torno al edil Elichirigoity, vinculada al Frente Izquierda de Liberación. Se dice que el Che Guevara estuvo alguna vez por esos años sentado en una mesa del café, pero eso pertenece al dominio de la leyenda y del mito. Y no faltaban a la cita cafeteica adeptos al peculiar trotskismo predicado desde la Argentina por el camarada Posadas.
También estaban los refugiados notables de tiranías vecinas, como el derrocados ex-presidente del Brasil Jango Goulart, el ex-gobernador de Porto Alegre Leonel Brizola, y el antropólogo y prestigioso profesor universitario Darcy Ribeiro. Ellos tenían su mesa junto a uno de los ventanales, y desde esa perspectiva —luego del diálogo caótico, apasionado y vehemente, que es caracterísitico del alma brasileña— en la pausa del silencio quizá imaginaran la pronta caída del régimen militar que los había desterrado de su patria.
Pero no se crea que había en aquellos años unanimidad hacia la izquierda del espectro político entre las redondas mesas de mármol. En los primeros setenta se llegó a ver en el Sorocabana a batllistas como Amílcar Vasconcellos, a ministros como el General Magnani, y a más de un político nacionalista. Lo que indica a las claras que en medio de una sociedad por entonces dividida y polarizada hasta lo exasperante, el gran café seguía siendo un ámbito propicio a la tolerancia, el respeto por el adversario, al encuentro con nuestras mejores tradiciones.
Un faro en medio del páramo
Algo así fue, ni más ni menos el Sorocabana en aquel triste y agobiante segundo lustro de los años setenta. No se liberó al principio de las caras extrañas, del hormigueo de tiras y soplones que mal disfrazados de bohemios pululaban a todas horas por allí (ni siquiera ocultaban el arma, y a más de uno se le cayó con estrépito al suelo). Ese clima irrespirable por suerte no duró demasiado, porque algún personero del régimen consideró —con razón— que allí no iban ya militantes. O de pronto fueron los burócratas de la Cancillería, afectos por vecindad al cafecito del mediodía o comienzo de la tarde, quienes tal vez suplicaron a los uniformados el privilegio de que se liberara al café de esa férula... Por lo que fuere, la atmósfera se tornó más limpia, y muchos parroquianos que se habían replegado —los había también presos y exiliados—comenzaron tímidamente a volver.
El enorme y rumoroso recinto permitía que gente cuyo encuentro en cualquier otro lugar público hubiera resultado sospechoso, lo pudiera hacer en el Sorocabana de manera más o menos discreta. Por eso fue mudo testigo de reuniones significativas entre personalidades opositoras al régimen imperante. La mesa de Guillermo Chifflet por ejemplo, se constituyó en esos largos años en punto de encuentro, de diálogo, de contacto, para todo ese Uruguay proscrito que el discurso oficial pretendía ignorar.
Jóvenes anónimos pudieron hacer en el insopechado Soro de aquellos años su primera experiencia en el diálogo y discusión política (bajo la cobertura de encuentros “culturales”).
Alejandro Michelena
NOTA: Estos fragmentos pertenecen también a mi libro Gran Café del Centro, crónica del Sorocabana , publicado por Editorial Cal y Canto en el 2003.
Al inicio de los años sesenta se reunían en el Sorocabana Raúl Sendic, Eleuterio Fernández Huidobro, Marenales y otros de los que poco tiempo después pasarían a la clandestinidad iniciando la peripecia del MLN- Tupamaros.
Más adelante se generaría una rueda en torno al edil Elichirigoity, vinculada al Frente Izquierda de Liberación. Se dice que el Che Guevara estuvo alguna vez por esos años sentado en una mesa del café, pero eso pertenece al dominio de la leyenda y del mito. Y no faltaban a la cita cafeteica adeptos al peculiar trotskismo predicado desde la Argentina por el camarada Posadas.
También estaban los refugiados notables de tiranías vecinas, como el derrocados ex-presidente del Brasil Jango Goulart, el ex-gobernador de Porto Alegre Leonel Brizola, y el antropólogo y prestigioso profesor universitario Darcy Ribeiro. Ellos tenían su mesa junto a uno de los ventanales, y desde esa perspectiva —luego del diálogo caótico, apasionado y vehemente, que es caracterísitico del alma brasileña— en la pausa del silencio quizá imaginaran la pronta caída del régimen militar que los había desterrado de su patria.
Pero no se crea que había en aquellos años unanimidad hacia la izquierda del espectro político entre las redondas mesas de mármol. En los primeros setenta se llegó a ver en el Sorocabana a batllistas como Amílcar Vasconcellos, a ministros como el General Magnani, y a más de un político nacionalista. Lo que indica a las claras que en medio de una sociedad por entonces dividida y polarizada hasta lo exasperante, el gran café seguía siendo un ámbito propicio a la tolerancia, el respeto por el adversario, al encuentro con nuestras mejores tradiciones.
Un faro en medio del páramo
Algo así fue, ni más ni menos el Sorocabana en aquel triste y agobiante segundo lustro de los años setenta. No se liberó al principio de las caras extrañas, del hormigueo de tiras y soplones que mal disfrazados de bohemios pululaban a todas horas por allí (ni siquiera ocultaban el arma, y a más de uno se le cayó con estrépito al suelo). Ese clima irrespirable por suerte no duró demasiado, porque algún personero del régimen consideró —con razón— que allí no iban ya militantes. O de pronto fueron los burócratas de la Cancillería, afectos por vecindad al cafecito del mediodía o comienzo de la tarde, quienes tal vez suplicaron a los uniformados el privilegio de que se liberara al café de esa férula... Por lo que fuere, la atmósfera se tornó más limpia, y muchos parroquianos que se habían replegado —los había también presos y exiliados—comenzaron tímidamente a volver.
El enorme y rumoroso recinto permitía que gente cuyo encuentro en cualquier otro lugar público hubiera resultado sospechoso, lo pudiera hacer en el Sorocabana de manera más o menos discreta. Por eso fue mudo testigo de reuniones significativas entre personalidades opositoras al régimen imperante. La mesa de Guillermo Chifflet por ejemplo, se constituyó en esos largos años en punto de encuentro, de diálogo, de contacto, para todo ese Uruguay proscrito que el discurso oficial pretendía ignorar.
Jóvenes anónimos pudieron hacer en el insopechado Soro de aquellos años su primera experiencia en el diálogo y discusión política (bajo la cobertura de encuentros “culturales”).
Alejandro Michelena
NOTA: Estos fragmentos pertenecen también a mi libro Gran Café del Centro, crónica del Sorocabana , publicado por Editorial Cal y Canto en el 2003.
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