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En la discoteca Studio 54 en 1979, imitando el famoso baile del abanico de la bailarina erótica Sally Brand.
¿Cómo se convierte un niño problema del sur de EE.UU. en uno de los escritores de culto del siglo XX? Precoz, deslenguada, alcohólica y brillante, la figura del mítico escritor de A sangre fría fue tan transgresora como su extraordinaria obra.
Por: Jerónimo Duarte
No
era cosa de psiquiatras. Visitó varios. De niño, al menos dos; su
madre, perturbada hasta el alcoholismo por las maneras afeminadas, el
cuerpo endeble y una voz que no maduraba, decidió buscar una cura. El
primero aseguró que la feminidad de Truman se iría diluyendo con los
años. Lo que dijo el segundo solo lo conoció Lillie Mae, la madre
aterrada que nunca reveló el diagnóstico. Es posible que la hayan
culpado, razones había de sobra.
Truman Capote no fue un hijo deseado. La relación de Arch, su padre, y Lillie Mae fue, por decir lo menos, convulsa. Él era un vendedor que a veces estafaba y que, con frecuencia, pasaba temporadas en prisión. Ella, demasiado joven, buscaba liberarse e intentó hacerlo a través de una agitada vida sexual. Lo querían, pero ninguno de los dos estaba dispuesto a dedicarle, con seriedad, una parte importante de su tiempo. Era un cariño ominoso. Algo de eso había en la obsesión de Lillie por ‘mejorar’ a su hijo, por hacer de él un tipo ordinario, como todos los hombres de Monroeville, su pueblo natal.
Por supuesto, Truman no era un tipo ordinario. Tampoco quería serlo. Eso lo supo la madre cuando, en uno de los actos finales de su cruzada, le informó que había encontrado la solución para combatir sus rarezas: el Dr. Murphy (amante ocasional de Lillie) había aceptado inyectarle hormonas masculinas. Truman enfureció. “Te tengo noticias –dijo-, soy homosexual (…) y si vuelves a hacer una cosa de esas te rompo la nariz”.
Para entonces, Capote ya había concluido su búsqueda identitaria y la asumía sin culpa ni remordimiento. Había experimentado algunos toqueteos con un profesor, se había enamorado de un compañero del prestigioso Trinity School y había sido el juguete sexual de los cadetes más rudos de la escuela militar, otra empresa infructuosa de la madre. Hasta allí, no había nada que curar; sin embargo, después fue él quien necesitó volver al psiquiatra.
Escritor consumado, alcohólico, drogadicto y decididamente homosexual, Capote parecía haber conquistado el mundo. Pertenecía a los círculos más selectos de Hollywood y se mezclaba con la crema y nata de Nueva York. Pero, como en su niñez, estaba solo y asustado. Era infeliz. Sufría por muchas cosas y por ninguna; de hecho, ni siquiera sabía por qué sufría. Tampoco lo supieron los psiquiatras. Murió en agosto de 1984, tras una charla animada de varias horas con su amiga Joanne Carson. Según la autopsia, se trató de un extraño caso de muerte no determinada. Al parecer, fue la consecuencia natural de un hígado enfermo, flebitis y una sobredosis de Valium, Dilantin, Codeína, Tylenol y al menos tres tipos de barbitúricos. El ritmo cardiaco se desordenó como resultado de una interrupción de las señales eléctricas; la falla duró horas y su cuerpo dejó de funcionar, lentamente, mientras conversaba. Entre sus frases de agonía llamó a Lillie Mae.
El recuerdo de la madre, que fue el último, había sido también el primero. Cuando tenía cerca de dos años, Truman fue testigo de una pelea entre ella y uno de sus amantes, en la que intentaron matarla por asfixia con una corbata. Truman, que había visto el absurdo tránsito del amor a la locura, tuvo un ataque de nervios que evitó lo que de otra forma habría sido un crimen de ira. Y es que Capote sabía mirar. Analizaba en detalle lo cotidiano e identificaba lo que había allí de extraordinario. Fascinado por las mujeres (por todo, salvo el sexo con ellas) supo detectar y potenciar lo que había de maravilloso en Marilyn Monroe, Audrey Hepburn, Barbara Paley y Elizabeth Taylor; sorprendido por la pequeñez del pene de los hermanos Kennedy (que pudo constatar en unas vacaciones en Palm Beach a las que había sido invitado por Jackie) se sorprendió también del éxito que tenían y de cómo tantos hijos habían podido salir de tan ínfimas herramientas. Capote, definitivamente, sabía mirar. Sabía que, en lo nimio, hay siempre un sentido oculto, más profundo, y sabía que la verdadera belleza tiene la marca de lo extraño.
Su prosa supo traducir muy bien esa mirada. Fue un escritor precoz, a los ocho años ya tenía algunas historias y a los diez publicó su primer cuento, “Old Mr. Busybody”. Supo, desde temprano, que “cuando Dios te premia con un don, te da también un látigo que está pensado, de manera absoluta, para la autoflagelación”. Y fue un maestro de la autoflagelación, trabajaba con ahínco, a la manera de Flaubert, y buscaba que sus obras, sin importar el género, lograran combinar las virtudes de varias artes: la verosimilitud del periodismo, la inmediatez del cine, la profundidad y libertad de la prosa, y la precisión de la poesía. Lo consiguió muchas veces.
Su teoría era que un libro debía ser como una semilla que se planta y de la que cada lector extrae su propia flor. Capote fue un escritor de la reescritura y creo que, para hacerle justicia, para aprovechar mejor su semilla, hay que ser un lector de la relectura. La palabra es un asunto de músculos y no de nervios, una construcción meticulosa, casi teleológica, y bien diferente de un rapto de inspiración. Ese es, al menos, el caso de Truman Capote. Así fue como trabajó (plantó) sus grandes temas: la soledad que nos afecta a todos (salvo a los estúpidos y a los insensibles), lo sagrado del amor, el desencanto de las grandes expectativas y la perversión de la inocencia.
La obra de Capote es diáfana, sin disfraz (como lo fue su vida), pero no por ello carente de profundidad. Es una literatura encantadora, espeluznante, pura, bella y perturbada. Newton Arvin, un profesor de literatura del Smith College (viejo, calvo, víctima de la depresión y del vértigo) del que Truman extrañamente se enamora, definió, de manera bastante precisa, lo que había de excepcional en el hijo de Arch y Lillie: “el chico tiene, realmente, un talento ominoso”.
Truman Capote no fue un hijo deseado. La relación de Arch, su padre, y Lillie Mae fue, por decir lo menos, convulsa. Él era un vendedor que a veces estafaba y que, con frecuencia, pasaba temporadas en prisión. Ella, demasiado joven, buscaba liberarse e intentó hacerlo a través de una agitada vida sexual. Lo querían, pero ninguno de los dos estaba dispuesto a dedicarle, con seriedad, una parte importante de su tiempo. Era un cariño ominoso. Algo de eso había en la obsesión de Lillie por ‘mejorar’ a su hijo, por hacer de él un tipo ordinario, como todos los hombres de Monroeville, su pueblo natal.
Por supuesto, Truman no era un tipo ordinario. Tampoco quería serlo. Eso lo supo la madre cuando, en uno de los actos finales de su cruzada, le informó que había encontrado la solución para combatir sus rarezas: el Dr. Murphy (amante ocasional de Lillie) había aceptado inyectarle hormonas masculinas. Truman enfureció. “Te tengo noticias –dijo-, soy homosexual (…) y si vuelves a hacer una cosa de esas te rompo la nariz”.
Para entonces, Capote ya había concluido su búsqueda identitaria y la asumía sin culpa ni remordimiento. Había experimentado algunos toqueteos con un profesor, se había enamorado de un compañero del prestigioso Trinity School y había sido el juguete sexual de los cadetes más rudos de la escuela militar, otra empresa infructuosa de la madre. Hasta allí, no había nada que curar; sin embargo, después fue él quien necesitó volver al psiquiatra.
Escritor consumado, alcohólico, drogadicto y decididamente homosexual, Capote parecía haber conquistado el mundo. Pertenecía a los círculos más selectos de Hollywood y se mezclaba con la crema y nata de Nueva York. Pero, como en su niñez, estaba solo y asustado. Era infeliz. Sufría por muchas cosas y por ninguna; de hecho, ni siquiera sabía por qué sufría. Tampoco lo supieron los psiquiatras. Murió en agosto de 1984, tras una charla animada de varias horas con su amiga Joanne Carson. Según la autopsia, se trató de un extraño caso de muerte no determinada. Al parecer, fue la consecuencia natural de un hígado enfermo, flebitis y una sobredosis de Valium, Dilantin, Codeína, Tylenol y al menos tres tipos de barbitúricos. El ritmo cardiaco se desordenó como resultado de una interrupción de las señales eléctricas; la falla duró horas y su cuerpo dejó de funcionar, lentamente, mientras conversaba. Entre sus frases de agonía llamó a Lillie Mae.
El recuerdo de la madre, que fue el último, había sido también el primero. Cuando tenía cerca de dos años, Truman fue testigo de una pelea entre ella y uno de sus amantes, en la que intentaron matarla por asfixia con una corbata. Truman, que había visto el absurdo tránsito del amor a la locura, tuvo un ataque de nervios que evitó lo que de otra forma habría sido un crimen de ira. Y es que Capote sabía mirar. Analizaba en detalle lo cotidiano e identificaba lo que había allí de extraordinario. Fascinado por las mujeres (por todo, salvo el sexo con ellas) supo detectar y potenciar lo que había de maravilloso en Marilyn Monroe, Audrey Hepburn, Barbara Paley y Elizabeth Taylor; sorprendido por la pequeñez del pene de los hermanos Kennedy (que pudo constatar en unas vacaciones en Palm Beach a las que había sido invitado por Jackie) se sorprendió también del éxito que tenían y de cómo tantos hijos habían podido salir de tan ínfimas herramientas. Capote, definitivamente, sabía mirar. Sabía que, en lo nimio, hay siempre un sentido oculto, más profundo, y sabía que la verdadera belleza tiene la marca de lo extraño.
Su prosa supo traducir muy bien esa mirada. Fue un escritor precoz, a los ocho años ya tenía algunas historias y a los diez publicó su primer cuento, “Old Mr. Busybody”. Supo, desde temprano, que “cuando Dios te premia con un don, te da también un látigo que está pensado, de manera absoluta, para la autoflagelación”. Y fue un maestro de la autoflagelación, trabajaba con ahínco, a la manera de Flaubert, y buscaba que sus obras, sin importar el género, lograran combinar las virtudes de varias artes: la verosimilitud del periodismo, la inmediatez del cine, la profundidad y libertad de la prosa, y la precisión de la poesía. Lo consiguió muchas veces.
Su teoría era que un libro debía ser como una semilla que se planta y de la que cada lector extrae su propia flor. Capote fue un escritor de la reescritura y creo que, para hacerle justicia, para aprovechar mejor su semilla, hay que ser un lector de la relectura. La palabra es un asunto de músculos y no de nervios, una construcción meticulosa, casi teleológica, y bien diferente de un rapto de inspiración. Ese es, al menos, el caso de Truman Capote. Así fue como trabajó (plantó) sus grandes temas: la soledad que nos afecta a todos (salvo a los estúpidos y a los insensibles), lo sagrado del amor, el desencanto de las grandes expectativas y la perversión de la inocencia.
La obra de Capote es diáfana, sin disfraz (como lo fue su vida), pero no por ello carente de profundidad. Es una literatura encantadora, espeluznante, pura, bella y perturbada. Newton Arvin, un profesor de literatura del Smith College (viejo, calvo, víctima de la depresión y del vértigo) del que Truman extrañamente se enamora, definió, de manera bastante precisa, lo que había de excepcional en el hijo de Arch y Lillie: “el chico tiene, realmente, un talento ominoso”.
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