Buscar este blog

sábado, 7 de diciembre de 2013

Extraña travesía :los rincones secretos del Palacio Salvo


El Palacio Salvo ha sido emblema y testigo de la ciudad, un nuevo libro repasa la historia y las leyendas de un edificio cargado de magia y secretos.

Mariela García, Daniel Elissalde (*)
 
Cómo se siente entrar al Palacio Salvo? Es raro ingresar a un lugar que es monumento histórico y a la vez casas de familia. Patrimonio público y espacio privado.

Un mundo. Con sus enigmas y misterios. Con vida propia.
Resulta fascinante mirarlo desde abajo, cuando cada vez está más cerca y la torre comienza a esconderse, algo distorsionada por la perspectiva.
Cruzar el umbral... ¿dónde?
¿Por el estacionamiento, descendiendo hasta las entrañas? ¿En el Pasaje Andes, por la escalera oculta tras una puerta de hierro o los ascensores que están al lado? ¿Frente a la Plaza, por una puerta de servicio que parece no habilitada? Quizás por el hall principal, iluminado, adornado con murales que ilustran momentos claves de la vida del edificio. O por la entrada de al lado. Allí está -escondida a un costado- una de las escaleras señoriales, de mármol blanco y gris.
Los primeros peldaños pasan lento, mientras la mirada recorre los detalles. Un vitral pequeño anuncia un ambiente amplio y oscuro. El piso de mosaicos brilla -dibujando guardas verdes, lilas, amarillas, pájaros que parecen custodiar las esquinas- aunque los reflejos lleguen desde ventanas lejanas. Al fondo Radio 30, casi transparente. Alguien que sale, rápido.
Otra escalera de mármol veteado y herrajes con el logo del edificio, sugiere la continuación del camino.
Espacio bañado de blanco. Vestíbulo del antiguo salón de fiestas. El interior aséptico, víctima de una lluvia de pintura y yeso. Selva de cables, conexiones y nudos que atraviesan o sobrevuelan tabiques que lo compartimentan, puestos como ropa precaria.
En el centro permanece el balcón interior, donde tocaban las orquestas. Ecos de trompetas, bandoneón y tumbadoras. Bordeándolo, las ventanas a los balconcitos que dan hacia la plaza, inutilizados ahora por cristales que llegan hasta el suelo.
Del otro lado es sólo la escalera, que se abre en dos. Al subir aparece el vitral, ocupando todo el campo visual. Cercano en sus detalles y uniones de plomo, en sus mellas. Despojado de la luz que seguramente dispondría en tiempos de esplendor. "Los barqueros del Volga" miran desafiantes y convencidos.
El reflejo de un luminoso advierte -en medio de la oscuridad- la presencia del Club "Casa del Billar", escondido y silencioso.
El pasillo sigue. Hay puertas laterales, con la particularidad de abrirse a escaleras internas y a otras puertas, como si fueran apartamentos diferentes, con más de un nivel.
La luz llega desde una claraboya resplandeciente que corona el pozo de aire. Al llegar al último escalón, se abre un palier amplio y rectangular, con promesa de ser definitivamente un elemento regular y previsible.
En el centro la P y la S entrelazadas, los vértices adornados con la flor de lis. Al frente los tres ascensores y a la izquierda las ventanas de madera que dan a la primera azotea.
Al otro lado están los apartamentos. Luego empiezan los pasillos, los recovecos, el laberinto. Corredores que salen a otros corredores. Puertas casi todas iguales. Sólo algunas con marcas, timbres especiales o alguna placa.
Aunque los focos se vayan encendiendo a medida que uno pasa, no quiebran la oscuridad, o más precisamente la sensación de ir ingresando a lo profundo, a la posibilidad de perderse.
En un rincón un ascensor antiguo y grande, junto a la escalera. Tras una esquina dos más, que dan a un pequeño espacio, con ventanas a otro pozo de aire.
Hay puertas que no se sabe hacia dónde conducen, ductos y escaleras escondidas.
Por una de ellas se llega al quinto piso, o al sexto quizás. Se escucha música, el ruido de una escoba. Pero no aparece nadie.
Se van iluminando puertas y paredes, vericuetos, descansos. Alguien abre, mira. Desde el palier pequeño se divisa la cúpula. Frente a los ascensores que quizá lleguen desde el Pasaje Andes. La torre -sola- vista esta vez desde adentro, como si se tratara de otro edificio.
Un muro cierra la escalera estrecha. De vuelta en el hall principal, una ventana sin tranca. Se adivina el viento por su silbido. Al abrirla con cuidado pega fuerte. Hacia arriba se presiente la torre, exactamente encima. Revelada en sus detalles, por las sinuosidades que sobresalen de su contorno, por las cornisas y concavidades de los balcones. Hacia abajo el "patio trasero" del Salvo. Persianas pintadas de diferentes colores, ropa colgada, cables, los desagües de las graseras.
El último escalón lleva a la máxima claridad, bajo la claraboya que se vislumbraba desde el principio. La culminación de la base, el fin de las certezas.
Es necesario recorrer el piso para poder continuar el camino. Parece el más intrincado. Algunas puertas anchas, pasadizos oscuros, intersticios que no había en los otros. Los ascensores terminan allí. Aunque alguno de ellos debe llegar más arriba. Una escalera se cierra en una puerta de hierro, otra en una de madera.
Finalmente, una pequeña y de mármol conduce al piso superior. A un lado una terraza amplia, al otro un palier angosto hacia donde dan los apartamentos, que no son más de cinco o seis.
Los pisos se suceden, las distancias se reducen. Ya no hay luz natural. Comienza una especie de vértigo en el ascenso.
El sonido de una llave rompe el silencio, antes quebrado apenas por algún ruido perdido o por la presencia cada vez más manifiesta del viento.
Las únicas pistas para saber el punto exacto del recorrido son los números que indican algunos de los apartamentos. Mil quinientos y algo, el mármol rosado y gris en las paredes. Mil setecientos, el intento de recuperar el diseño original en los mosaicos, con un una flor de lis que quiere aparecer tras las pisadas, las capas y el paso de los años.
Mil ochocientos, un mural con el retrato de Frank Sinatra joven. Mil novecientos, una puerta de madera gruesa e imponente. Dos mil cien, una ventana al final del pasillo.
Por un instante el contacto con el exterior. La luz. El vértice de una de las torretas, increíblemente vista desde arriba, casi al alcance de la mano. La ciudad extendiéndose, allá abajo.
Piso veintidós, una ventana cubierta y un cuadro tal vez de Venecia, con góndolas, colgado en una de las paredes. No aparece nadie, como si el edificio estuviera vacío y sólo fuera un monumento para visitar.
Piso veintitrés, una sola puerta. Una abertura protegida con rejas, cerrada con candado. Tras el vidrio el balcón. Quizás el más alto. Sitio casi exclusivo de quien viva allí, si es que vive alguien.
Otra vez la ciudad y el mar.
Hace rato no hay señales de vida. Sólo el silbido del viento y el ruido del ascensor cada vez más lejano.
Se acerca la cúpula. Una puerta, como las otras, no puede imaginarse exactamente hacia dónde dará ni qué vericuetos -de los que se ven desde afuera- unirá o permitirá acceder.
Comienza una escalera de madera. Luces dicroicas marcan el rumbo hacia el piso de arriba. Sendero que vuelve trunco una reja. Fin del camino.
A través de ella pueden verse las ventanitas del mirador, que hace unos años se instaló nuevamente y estuvo por un corto lapso funcionando. También se ven las raíces de la antena, actualmente poco a poco desmontada.
El fin del camino.
Queda iniciar el descenso. Pasar nuevamente por cada escalón, frente a cada puerta.
Detrás de cada una de ellas se esconden y tejen historias, leyendas. En los corredores, en los pasadizos. En muchas de las personas que viven o vivieron en el edificio, que trabajaron en él o lo pensaron. Que volvieron posible y alimentaron con sus acciones la larga vida que lleva, y más aún, la memoria.
Se trata de descubrirlas, de recrearlas. De intentar atravesar espacios y épocas, para que de algún modo nuevamente surjan: tanto como cada uno de nosotros podamos trazarlas y rescatarlas, infundiéndoles un nuevo soplo de vida.
(*) Autores de Historias del Palacio Salvo (480 pesos, distribuye Gussi) de donde está tomado este texto.

No hay comentarios:

Publicar un comentario