Gardel
es lo más parecido a un genio tutelar para la gente sencilla del Río de
la Plata. Está siempre ahí, con su eterna sonrisa, en ese bar de
esquina donde después del trabajo recalan los hombres a tomarse una
copa. Y su voz nace del aparato de radio cada mañana acompañando los
ritmos hogareños. Como duende travieso desliza su canto por las calles
–a modo de clima sonoro–, en las capitales del Río de la Plata pero
también en Santiago de Chile, y en La Habana, y en Medellín (donde tiene
tantos fervorosos cultores, y se organiza con regularidad un festival
de tango que convoca su nombre), y en Ciudad de México donde los
tangueros son tan exquisitos como jazzistas.
Pero el mito de su
voz, sostenido en el tiempo, está cimentado en una realidad concreta:
Carlos Gardel fue un cantor prodigioso, único. Y no sólo de tango, como
muchos piensan, aunque se lo identificó con el ritmo del dos por cuatro.
Comenzó como un excelente intérprete de los aires folklóricos, tanto
los originarios de la pampa húmeda argentina como los de la ondulada y
más árida del Uruguay. Cultivó luego la milonga como un jardinero
prodigioso, acompañado en un buen trecho con solvencia por el músico y
compositor uruguayo José Razzano.
Y precisamente, el lugar de
origen del genial Carlitos es un dato sobre el que siguen polemizando
los gardelianos en pleno Siglo XXI. Y como siempre, esta mezcla de
expertos y fervorosos está dividida en dos bandos: los que se inclinan
por la hipótesis “francesista” y continúan asegurando que nació en
Toulouse, Francia; por otro lado aquellos que en base al pasaporte que
usaba ubican su lugar de origen enTacuarembó, Uruguay.
Qué tango hay que cantar…
Cuando
llegó al tango –o el tango llegó a él– ya tenía una singular
trayectoria, y llamaba la atención por su forma de poner la voz en las
canciones de tierra adentro y en ese ritmo síntesis que es la milonga
suburbana. A esa altura había actuado tanto en pulperías orilleras como
en cafés del centro bonaerense y era conocido como El Morocho del
Abasto, porque en el emblemático barrio porteño de ese nombre
transcurrieron parte de su niñez y juventud. Luego, cuando se convirtió
en el número uno de la valiosa constelación de cantores de tango de la
primera hora, no dejó de lado sus viejos amores, y aquellos aires
musicales del pasado tuvieron siempre un lugar en su repertorio. Además,
interpretó a menudo el vals –ese primo hermano del tango– de manera
notable.
En su periplo francés, y más tarde en su incursión
neoyorquina, El Mudo –como la gente lo sigue llamando, aplicando una
metáfora contradictoria pero elocuente para delinear lo excepcional–
incorporó a sus espectáculos, grabaciones y películas, fox-trots y
canciones melódicas. Y si hubiera tenido tiempo, de poder cumplir sus
planes de vivir y trabajar en México, tal vez lo tendríamos ahora
–además– como singular y tal vez inolvidable cultor del bolero y hasta
de las rancheras.
Lo que serios especialistas aseguran es que
podría haber sido cantante de ópera. Tenía sobradas condiciones para
ello. El propio artista fue consciente de tal cualidad, y tenía
proyectado trabajar para desarrollar su voz en esa dirección cuando lo
sorprendió la muerte.
No cabe duda que el arte mayor de Gardel se
desarrolló plenamente vinculado al tango. Fue a partir de su voz que
surgió la figura del cantor, porque antes era un ritmo básicamente
instrumental y bailable. El canto gardeliano fue el soporte para que los
letristas se inspiraran y fueran creando ese prodigio dramático que, a
veces –cuando logra superar el melodrama–, llega aser el tango. Cuando
alcanza las cumbres poéticas de sus mejores momentos de la mano de
genuinos poetas como Homero Manzi, Enrique Santos Discépolo, Enrique
Cadícamo, Catulo Castillo, Homero Espósito.
El Mago marcó el tono
y el estilo para cantar el tango. El modo de frasear, de modular, de
entonar, de marcar versos y ritmos. Surgieron después muchos otros
buenos intérpretes, pero todos –aún diferenciándose cada uno en su
propia característica– debieron partir de esa “forma” que es auténtica
creación de Gardel. Él fue el profeta, y a la vez el más autorizado
sacerdote de la religión tanguera.
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