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domingo, 23 de junio de 2013

Romances en donde el diablo perdió el poncho

El Hostel, Diablo Tranquilo, cobija una mezcla de culturas y nacionalidades 

Romances en donde el diablo perdió el poncho

El País

En invierno en Punta del Diablo viven unas mil personas en sus más de 2.200 viviendas. Pero hay un hostal que cada día alberga viajeros de cualquier parte del mundo; un refugio en el que abunda la curiosidad y rondan amores y desamores.
El Diablo Tranquilo a la salida del sol, a fines de otoño.Foto: Archivo El País.

Miguel Arregui


Una pareja arriba al hostel El Diablo Tranquilo. Ella luce muy criolla; él, que carga una mochila muy larga, es notoriamente gringo. Optan por una habitación compartida. Cocinarán en un espacio común. Maite (23), de pelo castaño muy fino, muy lacio y muy largo, estudia Relaciones Internacionales y es de pueblo Palmar, Soriano, una extensión de la central hidroeléctrica y meca de pescadores. Su compañero, Aarón (27), de Nuevo México, Estados Unidos, es delgado, alto y rubio.
-¿Qué haces aquí, en Uruguay, tan lejos de Nuevo México?
-Me enamoré- dice Aarón, muy serio.
Maite, quien cocina casi a la intemperie en una noche gélida, lo mira y sonríe.
Para un gringo como Aarón el balneario Punta del Diablo queda más o menos donde el Diablo perdió el poncho. Sin embargo, hace tiempo que ese sitio sugestivo, una suerte de balcón sobre el Atlántico Sur, dejó de ser un agreste pueblito de pescadores. Y no volverá a serlo. El turismo, que es más rentable y seductor, acabó con la mística de la pesca del tiburón y otras especies, que sólo practican tres o cuatro familias.

"Besé dos mujeres".

Punta del Diablo es mágico. Así lo sintió Brian Meissner, un estadounidense de Wisconsin, delgado, morocho y pelilargo cuando llegó en 2003, con 21 años. Brian reunió dinero de cualquier forma y en 2006 regresó con Heidi, su novia de entonces, para construir su hostel, un albergue para un turismo informal y de bajo presupuesto, básicamente juvenil.
En Rocha nadie anda apurado. Es una característica local, como el habla de un castellano más castizo, que no usa el vos sino el tú. Pero Brian Meissner sí andaba urgido. "Lo peor de Rocha son los rochenses" fue de lo primero que escuchó cuando se propuso construir su hostel. Él no lo cree así; padeció más la burocracia que la tendencia de muchos lugareños a "quedarse quietos con la cabeza bajo el agua".
Desde noviembre de 2007, cuando abrió el hostel El Diablo Tranquilo después de sortear dificultades inverosímiles, "más de 31.000 personas han pasado la noche con nosotros", dice Brian Meissner con orgullo, vía mail, desde Austin, Texas, donde ahora reside. "Siempre hay gente. Hace tres años que no tenemos un día vacío, en invierno o en verano".
¿Y por qué El Diablo Tranquilo? "Me gusta el contrasentido", dice. "El diablo también puede ser tranquilo".
La mejor publicidad se hizo de boca en boca: gente que recomienda el hostel a otra gente porque pasó bien.
Heidi, su pareja, dejó Punta del Diablo tres años después de llegar. Más tarde Brian Meissner se enredó con Jess. "No me creen que, siendo dueño del boliche de playa y hostel, lleno de tantas chicas lindas, he besado solo dos mujeres", cuenta.
Ahora ha puesto su hostel en venta. Pide US$ 1.500.000 y cree que los vale, pues "es un ícono" del lugar y de Uruguay. Habla de nostalgias por su familia en Estados Unidos y de nuevas iniciativas: "Quiero usar el capital para comprar una casa acá y para respaldar mi nuevo proyecto", dice, aunque alguien que conoce su aventura sostiene que también "lo ha cagado todo el mundo; está quemado".

La Torre de Babel.

El hostel alberga una mezcla improbable de personas de cualquier parte. Concurren alemanes, argentinos, chilenos. Franceses como Delfina (38), quien siempre vuelve porque dejó por allí algunos afectos.
Llegan brasileños del sur, gaúchos, como Sergio (44), de Santa Catarina, un experto en seguridad de oleoductos e instalaciones petroleras. Dejó un par de días a sus cuatro hijos para hacer surf en medio de frío y viento terribles.
Los fines de semana de invierno suelen aparecer parejas de uruguayos jóvenes. Alquilan por 65 dólares la suite principal de El Diablo Tranquilo, que tiene estufa a leña y una hermosa terraza al sudeste, y pasan una noche romántica. Al otro día el sol sale en su ventana: una bola roja que emerge del océano Atlántico. Digno fin de fiesta.
En invierno en el hostel predominan la camaradería y cierto desorden contenido.
El verano es diferente. En enero en Punta del Diablo hay demasiados adolescentes estremecidos, ruidosos, borrachos y fumados. Hasta diez mil se apiñan en la primera quincena en ranchos, hostels, posadas, campings o en la playa, que es interminable y generosa. Son muchachas y muchachos en busca de diversión, romance y sexo rápido. La gente más tranquila huye como de la peste.

El pan de cada día.

El Diablo Tranquilo, en realidad dos hostels aunque uno permanece cerrado en invierno, está a unas cuadras de la Playa de Rivero, hacia el noreste del pueblo original. Paredes simples revocadas y pintadas de rojo ladrillo, tirantería de eucaliptos curados, techo de quincha, terrazas, entrepiso, decks y escaleras de madera rústica, escalones de pino que -desafiando las leyes de la gravedad- conducen hacia una calle empinada.
El centro de todo es un living de doble altura presidido por una gran estufa y sillones que forman un círculo en torno a una mesa.
Abundan los carteles indicadores en inglés, portugués, castellano. Y hay reglas: 1) Respetar al compañero de dormitorio; 2) No bebidas abiertas en la habitación; 3) No cambiar de cama sin aviso…
Hay en total 91 camas. Los de bolsillo pobretón se hospedan por 14 dólares en dormitorios compartidos, tanto femeninos como mixtos. Uno de ellos tiene diez camas. Utilizan baños comunes, divididos por sexo, que recuerdan a los vestuarios de clubes deportivos, y cocinan en común, casi a la intemperie. Hay también un par de amplias suites.
Se ofrece un solo plato para la cena de quienes puedan pagarla: polenta con tuco, risotto de hongos recolectados en los bosques aledaños, milanesas rigurosamente vegetarianas. El desayuno se sirve sobre las nueve de la mañana, cuando llega el pan casero que reparte Fernanda en una vieja camioneta Fiat. El pan de Fernanda no tiene precio.

"Ves cualquier cosa".

Guillermo (28), un cordobés delgado y de ojos claros, es uno de los responsables del hostel. Llegó este verano junto a una chica, y se quedó a vivir. Ella consiguió novio, un pescador, pero este otoño riñeron y regresó a Córdoba. Guillermo hace pick up: busca turistas desnorteados en la terminal de ómnibus y les ofrece hospedaje. También atiende la barra, pone música o toca guitarra.
El personal proviene mayoritariamente de Argentina. Vinieron de paso y se quedaron en busca de una utopía, algo vagamente parecido a la paz y a la libertad; un refugio temporal de automarginación; por un desengaño o por un amor.
El Negro Augusto (31), un porteño de ascendencia indígena que trabajaba en Ford Argentina, se ocupa del mantenimiento: electricidad, carpintería, lo que sea. "Acá, en Punta del Diablo, en temporada o fuera de ella, se ve cualquier cosa", sostiene. Posa de jeune fatal y sugiere que a veces viola la regla número tres del hostel: No cambiar de cama sin aviso.
Claudio (32) es su compinche. Se crió en Montevideo pero vivió 12 años en Nueva York. Cuando volvió a Uruguay se halló perdido, padeció una rapiña y, por un pico de estrés, terminó en el Clínicas. Allí alguien le recomendó que se refugiara en Punta del Diablo. Lleva dos años en la aldea y por más de uno no regresó a Montevideo. Claudio tiene una personalidad expansiva: lo mismo pasión que ternura, improvisación que locuacidad. Extraña a su hija de seis años que vive en Brooklyn; cree que la verá en pocos meses. El hostel "es una puerta al mundo", asegura. Ahora se irá un par de meses a Brasil y dice tener allí múltiples contactos con personas que pasaron por El Diablo Tranquilo. No le faltará morada, un plato y cariño.

Cocineros y música.

Nadia (26), de rasgos angulosos y rubia por sus ancestros polacos, es la cocinera de El Diablo Tranquilo.
En su tiempo libre toca el violonchelo. Este verano renunció a su trabajo administrativo en Casa de Galicia y se quedó en Punta del Diablo. En una modesta casita pegada al océano, una de esas sobre las que cuelgan órdenes de demolición, convive con Joselo (28), profesor de guitarra.
"Es otro capítulo de una larga historia de amor", explica Joselo.
Daiana (33) se ganaba la vida en Buenos Aires en organización de eventos y tareas administrativas. Viajó a Punta del Diablo por un par de días y está allí desde hace cuatro años. Claro: convive con Javier (43), también porteño, quien es cocinero de un boliche de cierto éxito.
Daiana y Javier ya no toleran las grandes ciudades; buscan desprenderse de casi todo a cambio de calidad de vida.
En la noche la voz de Mercedes Sosa se cuela como el viento e inunda la posada. Canta, sin igual, clásicos populares argentinos.
Para descubrir que la vida va
sin pedirnos nada
y considerar que todo es
hermoso
y no cuesta nada.
Un huésped sentado frente al fuego se ve distante y melancólico. Intenta una llamada. No hay respuesta. Bien podría decir, como Borges:
Un símbolo, una rosa, te
desgarra
y te puede matar una
guitarra.

El berretín de un gringo

Brian Meissner (30) recuerda vía mail desde Austin, Texas, los caminos que lo condujeron a Punta del Diablo:
"En 2001, tras terminar mis estudios, salí de viaje. Compré solo boleto de ida a Ecuador. Pensaba estar unos meses. Tenía poco dinero y trabajaba en boliches y hostels. Llegué a Punta del Diablo una noche de luna llena de fines de enero, cuando tenía 21 años. Fue mágico. Más tarde comencé a realizar análisis sobre la región para empresas multinacionales. También trabajé un año en Estados Unidos en barcos de alta mar para pagar la universidad y reunía dinero para un proyecto de hostel. Consideré cinco lugares diferentes que había conocido durante mis recorridas por América Latina. Con los inversores originales elegimos Punta del Diablo porque es un punto estratégico entre Buenos Aires y Río de Janeiro, dos polos importantes para nuestra clientela. Ahora los hostels están de moda en todo el mundo pero en 2007, cuando abrimos El Diablo Tranquilo, era relativamente novedoso.
Ahora la gente viaja más y tiene más interés en experiencias sociales. Si te vas de vacaciones con una mujer por cuatro días no quieres hablar con nadie más. Pero si viajas con tu mujer por cuatro meses y no hablan con nadie más, imagino que cuando vuelvan ya no son pareja.
El proceso fue largo y complejo: desde armar un plan de negocios que superaba las 100 páginas, hasta reunir a 26 pequeños inversores, pasando por la operativa en un pueblo con escasa infraestructura. Pero valió la pena. En 2008 Lonely Planet, una de las guías turísticas internacionales más importantes, puso a Punta del Diablo en su Blue List de lugares a ver en el mundo, junto a Las Vegas, Roma, Damasco, etc. En 2011 National Geographic nos nombró como uno de los 50 lugares más interesantes en Sudamérica".
Messner dice que sus momentos favoritos son "mirar la mezcla de gente en el entrepiso, hablando, aceptando sus diferencias de nacionalidad, clase y edad. Nuestros clientes no son tan jóvenes: tienen un promedio de 31 años".

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