El Hostel, Diablo Tranquilo, cobija una mezcla de culturas y nacionalidades
Romances en donde el diablo perdió el poncho
El País
En invierno en Punta del Diablo viven unas
mil personas en sus más de 2.200 viviendas. Pero hay un hostal que cada
día alberga viajeros de cualquier parte del mundo; un refugio en el que
abunda la curiosidad y rondan amores y desamores.
Miguel Arregui
Una pareja arriba al hostel El Diablo Tranquilo. Ella
luce muy criolla; él, que carga una mochila muy larga, es notoriamente
gringo. Optan por una habitación compartida. Cocinarán en un espacio
común. Maite (23), de pelo castaño muy fino, muy lacio y muy largo,
estudia Relaciones Internacionales y es de pueblo Palmar, Soriano, una
extensión de la central hidroeléctrica y meca de pescadores. Su
compañero, Aarón (27), de Nuevo México, Estados Unidos, es delgado, alto
y rubio.
-¿Qué haces aquí, en Uruguay, tan lejos de Nuevo México?
-Me enamoré- dice Aarón, muy serio.
Maite, quien cocina casi a la intemperie en una noche gélida, lo mira y sonríe.
Para un gringo como Aarón el balneario Punta del Diablo
queda más o menos donde el Diablo perdió el poncho. Sin embargo, hace
tiempo que ese sitio sugestivo, una suerte de balcón sobre el Atlántico
Sur, dejó de ser un agreste pueblito de pescadores. Y no volverá a
serlo. El turismo, que es más rentable y seductor, acabó con la mística
de la pesca del tiburón y otras especies, que sólo practican tres o
cuatro familias.
"Besé dos mujeres".
Punta del Diablo es mágico. Así lo sintió Brian
Meissner, un estadounidense de Wisconsin, delgado, morocho y pelilargo
cuando llegó en 2003, con 21 años. Brian reunió dinero de cualquier
forma y en 2006 regresó con Heidi, su novia de entonces, para construir
su hostel, un albergue para un turismo informal y de bajo presupuesto,
básicamente juvenil.
En Rocha nadie anda apurado. Es una característica
local, como el habla de un castellano más castizo, que no usa el vos
sino el tú. Pero Brian Meissner sí andaba urgido. "Lo peor de Rocha son
los rochenses" fue de lo primero que escuchó cuando se propuso construir
su hostel. Él no lo cree así; padeció más la burocracia que la
tendencia de muchos lugareños a "quedarse quietos con la cabeza bajo
el agua".
Desde noviembre de 2007, cuando abrió el hostel El
Diablo Tranquilo después de sortear dificultades inverosímiles, "más de
31.000 personas han pasado la noche con nosotros", dice Brian Meissner
con orgullo, vía mail, desde Austin, Texas, donde ahora reside. "Siempre
hay gente. Hace tres años que no tenemos un día vacío, en invierno o
en verano".
¿Y por qué El Diablo Tranquilo? "Me gusta el contrasentido", dice. "El diablo también puede ser tranquilo".
La mejor publicidad se hizo de boca en boca: gente que recomienda el hostel a otra gente porque pasó bien.
Heidi, su pareja, dejó Punta del Diablo tres años
después de llegar. Más tarde Brian Meissner se enredó con Jess. "No me
creen que, siendo dueño del boliche de playa y hostel, lleno de tantas
chicas lindas, he besado solo dos mujeres", cuenta.
Ahora ha puesto su hostel en venta. Pide US$
1.500.000 y cree que los vale, pues "es un ícono" del lugar y de
Uruguay. Habla de nostalgias por su familia en Estados Unidos y de
nuevas iniciativas: "Quiero usar el capital para comprar una casa acá
y para respaldar mi nuevo proyecto", dice, aunque alguien que
conoce su aventura sostiene que también "lo ha cagado todo el mundo;
está quemado".
La Torre de Babel.
El hostel alberga una mezcla improbable de personas
de cualquier parte. Concurren alemanes, argentinos, chilenos. Franceses
como Delfina (38), quien siempre vuelve porque dejó por allí
algunos afectos.
Llegan brasileños del sur, gaúchos, como Sergio
(44), de Santa Catarina, un experto en seguridad de oleoductos e
instalaciones petroleras. Dejó un par de días a sus cuatro hijos para
hacer surf en medio de frío y viento terribles.
Los fines de semana de invierno suelen aparecer
parejas de uruguayos jóvenes. Alquilan por 65 dólares la suite principal
de El Diablo Tranquilo, que tiene estufa a leña y una hermosa terraza
al sudeste, y pasan una noche romántica. Al otro día el sol sale en su
ventana: una bola roja que emerge del océano Atlántico. Digno fin de
fiesta.
En invierno en el hostel predominan la camaradería y cierto desorden contenido.
El verano es diferente. En enero en Punta del Diablo
hay demasiados adolescentes estremecidos, ruidosos, borrachos y
fumados. Hasta diez mil se apiñan en la primera quincena en ranchos,
hostels, posadas, campings o en la playa, que es interminable y
generosa. Son muchachas y muchachos en busca de diversión, romance y
sexo rápido. La gente más tranquila huye como de la peste.
El pan de cada día.
El Diablo Tranquilo, en realidad dos hostels aunque
uno permanece cerrado en invierno, está a unas cuadras de la Playa de
Rivero, hacia el noreste del pueblo original. Paredes simples revocadas y
pintadas de rojo ladrillo, tirantería de eucaliptos curados, techo de
quincha, terrazas, entrepiso, decks y escaleras de madera rústica,
escalones de pino que -desafiando las leyes de la gravedad- conducen
hacia una calle empinada.
El centro de todo es un living de doble altura
presidido por una gran estufa y sillones que forman un círculo en torno a
una mesa.
Abundan los carteles indicadores en inglés,
portugués, castellano. Y hay reglas: 1) Respetar al compañero de
dormitorio; 2) No bebidas abiertas en la habitación; 3) No cambiar de
cama sin aviso…
Hay en total 91 camas. Los de bolsillo pobretón se
hospedan por 14 dólares en dormitorios compartidos, tanto femeninos como
mixtos. Uno de ellos tiene diez camas. Utilizan baños comunes,
divididos por sexo, que recuerdan a los vestuarios de clubes deportivos,
y cocinan en común, casi a la intemperie. Hay también un par de amplias
suites.
Se ofrece un solo plato para la cena de quienes
puedan pagarla: polenta con tuco, risotto de hongos recolectados en los
bosques aledaños, milanesas rigurosamente vegetarianas. El desayuno se
sirve sobre las nueve de la mañana, cuando llega el pan casero que
reparte Fernanda en una vieja camioneta Fiat. El pan de Fernanda no
tiene precio.
"Ves cualquier cosa".
Guillermo (28), un cordobés delgado y de ojos
claros, es uno de los responsables del hostel. Llegó este verano junto a
una chica, y se quedó a vivir. Ella consiguió novio, un pescador, pero
este otoño riñeron y regresó a Córdoba. Guillermo hace pick up: busca
turistas desnorteados en la terminal de ómnibus y les ofrece hospedaje.
También atiende la barra, pone música o toca guitarra.
El personal proviene mayoritariamente de Argentina.
Vinieron de paso y se quedaron en busca de una utopía, algo vagamente
parecido a la paz y a la libertad; un refugio temporal de
automarginación; por un desengaño o por un amor.
El Negro Augusto (31), un porteño de ascendencia
indígena que trabajaba en Ford Argentina, se ocupa del mantenimiento:
electricidad, carpintería, lo que sea. "Acá, en Punta del Diablo, en
temporada o fuera de ella, se ve cualquier cosa", sostiene. Posa de
jeune fatal y sugiere que a veces viola la regla número tres del
hostel: No cambiar de cama sin aviso.
Claudio (32) es su compinche. Se crió en Montevideo
pero vivió 12 años en Nueva York. Cuando volvió a Uruguay se halló
perdido, padeció una rapiña y, por un pico de estrés, terminó en el
Clínicas. Allí alguien le recomendó que se refugiara en Punta del
Diablo. Lleva dos años en la aldea y por más de uno no regresó a
Montevideo. Claudio tiene una personalidad expansiva: lo mismo pasión
que ternura, improvisación que locuacidad. Extraña a su hija de seis
años que vive en Brooklyn; cree que la verá en pocos meses. El hostel
"es una puerta al mundo", asegura. Ahora se irá un par de meses a Brasil
y dice tener allí múltiples contactos con personas que pasaron por El
Diablo Tranquilo. No le faltará morada, un plato y cariño.
Cocineros y música.
Nadia (26), de rasgos angulosos y rubia por sus ancestros polacos, es la cocinera de El Diablo Tranquilo.
En su tiempo libre toca el violonchelo. Este verano
renunció a su trabajo administrativo en Casa de Galicia y se quedó en
Punta del Diablo. En una modesta casita pegada al océano, una de esas
sobre las que cuelgan órdenes de demolición, convive con Joselo (28),
profesor de guitarra.
"Es otro capítulo de una larga historia de amor", explica Joselo.
Daiana (33) se ganaba la vida en Buenos Aires en
organización de eventos y tareas administrativas. Viajó a Punta del
Diablo por un par de días y está allí desde hace cuatro años. Claro:
convive con Javier (43), también porteño, quien es cocinero de un
boliche de cierto éxito.
Daiana y Javier ya no toleran las grandes ciudades; buscan desprenderse de casi todo a cambio de calidad de vida.
En la noche la voz de Mercedes Sosa se cuela como el viento e inunda la posada. Canta, sin igual, clásicos populares argentinos.
Para descubrir que la vida va
sin pedirnos nada
y considerar que todo es
hermoso
y no cuesta nada.
Un huésped sentado frente al fuego se ve distante y
melancólico. Intenta una llamada. No hay respuesta. Bien podría decir,
como Borges:
Un símbolo, una rosa, te
desgarra
y te puede matar una
guitarra.
El berretín de un gringo
Brian Meissner (30) recuerda vía mail desde Austin, Texas, los caminos que lo condujeron a Punta del Diablo:
"En 2001, tras terminar mis estudios, salí de viaje.
Compré solo boleto de ida a Ecuador. Pensaba estar unos meses. Tenía
poco dinero y trabajaba en boliches y hostels. Llegué a Punta del Diablo
una noche de luna llena de fines de enero, cuando tenía 21 años. Fue
mágico. Más tarde comencé a realizar análisis sobre la región para
empresas multinacionales. También trabajé un año en Estados Unidos en
barcos de alta mar para pagar la universidad y reunía dinero para un
proyecto de hostel. Consideré cinco lugares diferentes que había
conocido durante mis recorridas por América Latina. Con los inversores
originales elegimos Punta del Diablo porque es un punto estratégico
entre Buenos Aires y Río de Janeiro, dos polos importantes para nuestra
clientela. Ahora los hostels están de moda en todo el mundo pero en
2007, cuando abrimos El Diablo Tranquilo, era relativamente novedoso.
Ahora la gente viaja más y tiene más interés en
experiencias sociales. Si te vas de vacaciones con una mujer por cuatro
días no quieres hablar con nadie más. Pero si viajas con tu mujer por
cuatro meses y no hablan con nadie más, imagino que cuando
vuelvan ya no son pareja.
El proceso fue largo y complejo: desde armar un plan
de negocios que superaba las 100 páginas, hasta reunir a 26 pequeños
inversores, pasando por la operativa en un pueblo con escasa
infraestructura. Pero valió la pena. En 2008 Lonely Planet, una de las
guías turísticas internacionales más importantes, puso a Punta del
Diablo en su Blue List de lugares a ver en el mundo, junto a Las Vegas,
Roma, Damasco, etc. En 2011 National Geographic nos nombró como uno de
los 50 lugares más interesantes en Sudamérica".
Messner dice que sus momentos favoritos son "mirar
la mezcla de gente en el entrepiso, hablando, aceptando sus diferencias
de nacionalidad, clase y edad. Nuestros clientes no son tan jóvenes:
tienen un promedio de 31 años".
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