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viernes, 13 de octubre de 2017

¿Yo?... uruguayo (por Rodrigo Tisnés) Buenos Aires y los porteños vistos por un uruguayo recién llegado.





Una de las realidades que me resultan más cómicamente llamativas (y absolutamente incomprensibles) en Buenos Aires, es el tema del cambio de moneda. Cualquier persona que haya tenido una estadía más o menos prolongada acá seguramente pueda intuir a lo que me estoy refiriendo.
Se trata ni más ni menos, que de la convivencia entre armónica y esquizofrénica, existente entre las Casas de Cambio formales, que funcionan con todos los requisitos y procedimientos legales, y por otro la de los famosos “arbolitos”, esas personas (hombres generalmente) que están todo el día parados en calles del Microcentro porteño ofreciendo cambio continuamente a los peatones que circulan, para empresas y oficinas que funcionan como casas de cambio ilegales.
El procedimiento cuando se desea cambiar dinero en el circuito formal es el siguiente: se debe presentar el documento de identidad, brindar una dirección de correo electrónico, domicilio en el que se esté parando (ya sea temporal o permanente), número de teléfono, estado civil y ocupación/profesión. ¡Ah!, además, dependiendo del local, hay algunos Cambios que no aceptan clientes que quieran cambiar menos de 50 dólares, o 100, o “X” cantidad de reales o pesos chilenos o uruguayos. Básicamente, solo falta que pidan muestras de sangre y orina, o un examen de ADN. Desconozco cómo es el procedimiento en otros países de la región, pero en Uruguay, donde para cambiar dinero sólo se precisa ir con el dinero a la Casa de Cambio más cercana, todo este procedimiento de controles aparece como un tanto “orwelliano”…
Especialmente cuando se lo contrapone al sistema informal o para-legal de los “arbolitos”.
Como dije: están en plena vía pública ofreciendo el servicio de cambio. Si bien no lo gritan a viva voz, es un susurro lo suficientemente claro y audible, repetido en forma continua e insistente, que suena a algo así como: “cambiocambiocambio”, aunque algunos, un poco más creativos (o menos repetitivos) dicen “cambiodólareuro”. Como sea, resulta lo suficientemente inteligible como para que cualquiera que pase cerca se pueda detener a consultar. Una vez aceptada la tasa de cambio, el “arbolito” te guía hasta donde funciona una oficina, en la que pasa el dato del negocio, y sin ninguna necesidad de documento de identidad, ni número de teléfono, ni dato ni registro de ningún tipo, se realiza la transacción. Y no se imaginen tugurios oscuros e irrespirables, repletos de facinerosos que harían parecer buenos tipos a Don Corleone o Al Capone. Para nada. Si bien es posible que los haya, la mayoría funcionan en oficinas coquetas, muy bien iluminadas, con personal afable y servicial… y eso sí: una excelente seguridad.
Precisamente en esta enorme contradicción es que está la esquizofrenia. Porque no parece racional ni lógico que los negocios del ámbito formal tengan tantos controles (o les exijan tantos controles), mientras que por otro lado, a la vista pública funciona todo un sistema informal, frente al cual parece existir una permisividad absoluta, o –cuando menos-, una tolerancia manifiesta y tácita. Todo esto en pleno centro de Buenos Aires, no en un barrio lejano, allá por donde sea que el Diablo haya perdido su poncho colorado. La calle Florida es famosa por ser la más densamente “arbolada” de todas, pero no es la única.
En suma: que entre los controles de uno y las facilidades de otro, sumado a tasas de cambio iguales o relativamente mejores en el informal, existe un fuerte desincentivo para que las personas, especialmente las extranjeras, cambien (cambiemos) moneda en el sistema formal.
Por supuesto, se puede alegar que esa misma falta de controles y garantías es su mayor debilidad: si a uno le pasan “gato por liebre”, después no queda otra que llorarle a Magoya.
¿Pero qué incentivo tienen los “arbolitos” en generar desconfianza? Al contrario, la solidez de su negocio está en la agilidad y la confiabilidad de su transacciones.
Intuitivamente podría pensarse que los cambistas formales deben presionar y protestar para que se apliquen controles más rigurosos al sistema informal. Sin embargo, la realidad funciona en forma contra-intuitiva: no solo que no parecen existir presiones y protestas contra la existencia del sistema para-legal… ¡sino que además la fomentan! Alguna vez, especialmente cuando se quiere o precisa cambiar sumas irrisorias, en la misma Casa de Cambio te sugieren, con una guiñada cómplice, que vayas al Microcentro…
Podría seguir extendiendo esta columna un poco más, pero recién me fijé la hora, y recordé que debo salir a hacer una compra por la calle Florida…






martes, 26 de septiembre de 2017

¿Yo?... uruguayo (por Rodrigo Tisnés) Buenos Aires y los porteños vistos por un uruguayo recién llegado.



Este viernes que viene se está cumpliendo mi segundo mes de vida en la “Ciudad de la Furia”. Al igual que un mes atrás, día a día sigo descubriendo y conociendo nuevos aspectos, lugares, personajes, y costumbres de esta ciudad inconmensurable, inabarcable, y cosmopolita.
Con el paso del tiempo, es inevitable, se produce acostumbramiento y se comienza a perder el deslumbramiento inicial. Si pasa en las relaciones personales, ¿cómo no va a pasar con los lugares?... pero la escala de esta ciudad es tan grande, que aun cuando recorro calles que ahora se han vuelto parte de mi rutina, de vez en cuando, me descubro mirando con admiración algún edificio de comienzos del siglo XX. Para sorpresa propia, agrego, porque nunca he sido especialmente sensible ante la arquitectura.
Como comentaba la vez pasada, la sensación que me da al estar acá, es la de no estar del todo en el extranjero. No es solo la historia la que nos une y hermana. La geografía también. Basta pensar que a cualquier montevideano le lleva menos tiempo venir a Buenos Aires, que viajar a cualquier departamento al norte del río Negro. ¡Ni que hablar los colonienses! En su caso, están a 50 minutos del centro de la capital argentina, y a dos horas y media de la Plaza Cagancha.
Y lo mismo sucede reflexionando a la inversa. Salvo La Plata (capital de la Provincia de Buenos Aires) y Rosario, Montevideo queda más cerca que el resto de las grandes ciudades argentinas: Córdoba, Tucumán y Mendoza. Y en tiempo de viaje, lleva más o menos lo mismo viajar a Rosario que a Montevideo.
En síntesis, tenemos una historia común, una geografía, una cultura y una lengua compartida que nos unen y hermanan, y eso se nota.
Por supuesto que hay diferencias. Pero a la mayoría, uno se acostumbra. Sucede con los modismos y localismos, por ejemplo.
Micro y colectivo me resultan mucho más prácticas que nuestro interminable ómnibus, y más simpática que el anodino bondi montevideano. Llamar tortuga o pebete al tipo de pan usado en nuestros choripanes me resulta en todo intrascendente, al igual que decirle facturas a nuestros bizcochos. Mientras que a la caldera le sigo diciendo caldera y no pava, especialmente porque no suele ser centro de casi ninguna charla, ni la denominación, ni la tenencia, ni el uso de la caldera/pava.
Apartamento y departamento son intercambiables, al igual que pileta y piscina, y refresco y gaseosa. Tampoco se precisa ser lingüista para saber a qué se refieren cuando hablan de la obra social y las expensas.
Sin embargo, hay algunas palabras a las que definitivamente no me acostumbro. O decididamente prefiero las nuestras.
Me pasa con batata, palabra a la que le falta la dulce tosquedad de boniato, que, además, me da la impresión que resume mucho mejor la característica del sencillo tubérculo. Lo mismo me sucede con zapatillas, que me suena desabrida y sin gracia, frente a nuestro clásico y provinciano championes.
Pero la peor de todas. La más horrible a mis oídos (y vista), es el sándwich de milanesa. Un verdadero atentado lingüístico-culinario. ¡Un sándwich es un refuerzo de jamón y/o queso en pan de miga!... como mucho un olímpico, que lleva lechuga y tomate. Llamar sándwich a la milanesa al pan, es reducirla, rebajarla, desclasarla, restarle contundencia. Por eso es que, desde que llegué, no he comido ni una milanesa al pan. Simplemente me niego a entrar a un boliche y pedir “deme un sándwich de milanesa, por favor”, creo que me sentiría bastante ridículo.
Aunque, ahora que lo pienso, tal vez tendría que hacer la prueba de entrar un día y pedir una milanesa al pan, en una de esas, hasta genero una movida y los hermanos argentinos adoptan nuestro uso.
Pensándolo bien, eso sería algo joya.