El País
Hay una línea de
camisetas femeninas que está teniendo éxito. Son negras, simples y
confiesan a grandes letras el estado de ánimo de quien la lleva:
“Harta”. Harta de ser buena, harta de estar harta, etc. En esta
sociedad de vértigo, consumismo, individualismo exacerbado y
desvanecimiento de todas las viejas certezas, se explica que tantas
se sientan identificadas por el producto.
Mi hartazgo también
existe pero aún no tiene camiseta. ¿Cómo sería la frase…? A ver
si logro explicarme. Me agota lo políticamente correcto. Aquel día
de 2008 en que la española Bibiana Aído dijo “miembros y
miembras” creí que mi capacidad de asombro estaba colmada, pero
lamentablemente Aído ha sido imitada e incluso superada. Sin
entender que las reglas del lenguaje no expresan machismo ni
discriminan, como bien se han encargado de explicar la Real Academia
y cuanto buen profesor anda por allí.
Pero lo realmente
preocupante es esa censura sutil pero criminal, que surge de las
redes sociales (que, al igual que el lenguaje, son herramientas que
pueden ser bien o mal usadas), multiplicando los enojos, los gritos,
las rasgaduras de vestiduras, llamando inmediatamente a la acusación.
Hay una satisfacción innegable en sumarse al bando que se arroga la
corrección, la virtud, la vigilancia de todas las reglas. De ella
deriva la velocidad con que -sin reflexión, sin dudas, sin apelar a
ninguna forma de racionalidad o prevención- se lincha a ese “otro”
acusado. Porque el efecto es ese: convertirlo en otro, despojarlo de
toda virtud, no permitirle defensa alguna. Alinearse rápidamente en
base a pocos indicios, los suficientes para conformar grupo, banda,
partido, patota, clan de antipatía instintiva.
Da miedo, sobre
todo, esa suerte de vigilancia colectiva que los diversos grupos
montan, como si de guardias militares se trataran, para que nadie
nunca en ningún momento deje escapar una sola palabra fuera de
lugar. El lenguaje se ha dotado de filo y corta. Corta y mutila,
porque una vez que se internaliza dicho miedo, la autocensura manda.
La más terrible de las censuras, la de uno mismo. Algunos lo llaman
“corrección política”, pero en realidad es algo más complejo,
que va más allá del miembros y miembras o toda esa gama algodonosa
del lenguaje. Llega al corazón del sistema democrático republicano
y le enrostra su “¡Touché!”. Porque mata todo debate. Porque no
se argumenta desde la razón sino desde la comodidad, desde el miedo,
desde la mano que junta votos o desde la ceguera del que no se apea
de sus viejos esquemas explicativos del mundo. Aunque sea evidente
que están carcomidos, perimidos y tristemente encarnados en
espantosas realidades a las que siguen llamando proyecto, revolución,
utopía, paradigma.
Nos convertimos en
militantes necios que celebran pequeñas victorias, sin ser capaces
de ver la gran derrota. Porque hay una gigantesca pérdida cuando los
matices son sustituidos por la dicotomía blanco-negro, nosotros-los
otros. Cuando complejizar o cambiar de opinión se resuelve
fácilmente con la palabra traición y es usada igualmente por
izquierdas y derechas.
Creo que no preciso
dar ejemplos ni citar casos, porque la pérdida de calidad del debate
genera un olor inconfundible: el del azufre de la intolerancia.