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miércoles, 19 de octubre de 2016
El temor civil a los militares Samuel Blixen
ladiaria
No hay otra explicación: la izquierda uruguaya les tiene miedo a los militares. El por qué es harina de otro costal, aunque puede especularse sobre los muchos por qués que confluyen en esa cobardía política de renuncia, que a 30 largos años de la redemocratización sigue apuntalando la impunidad y robusteciendo la autonomía de las estructuras militares del control civil.
Dicho esto, habría que pulir la bastedad de la afirmación, aunque no diluir la síntesis de la generalización. Por ejemplo: el trillado argumento de que Tabaré Vázquez fue el único presidente que impulsó una interpretación de la Ley de Caducidad capaz de abrir el cauce para investigaciones judiciales, el único que instaló la posibilidad de una política menos sumisa, menos hipócrita, menos cómplice. Pero la inacción, la prescindencia y la abstención de un protagonismo del Poder Ejecutivo lo convirtió en un saludo a la bandera.
La gestión de Azucena Berrutti, la primera ministra de Defensa del gobierno frenteamplista, fue, por el contrario, todo menos un saludo a la bandera. La decisión de instalar asesores civiles en la estructura militar; la determinación de eliminar la autonomía del aparato de inteligencia; la búsqueda permanente -y exitosa- de la colaboración de oficiales “profesionales” desprendidos de los compromisos turbios y de la “disciplina de logias”; la respuesta fulminante ante la “desviación” del general Carlos Díaz en la participación de una reunión política con Julio María Sanguinetti, y la sorpresiva incautación de un archivo son muestras inequívocas de que otra actitud es posible y de que una voluntad política no arrastra, necesariamente, una turbulencia cuartelera.
Estos ejemplos (las dos caras de una moneda, las dos mitades del vaso) son una constante de una política ambigua de la izquierda. Hay algunos hechos -y algunos gestos- que tendieron a fortalecer el desprecio militar por el poder civil. La doctora Berrutti supo interpretar a cabalidad la actitud que los militares respetarían: postura firme y disposición de mando. Los gestos de Vázquez fueron todo lo contrario. Cuando se decidió a obtener información sobre los desaparecidos, formuló un pedido en lugar de dar una orden, como correspondía en su condición de comandante supremo. ¿Se hubieran atrevido los militares a desobedecer una orden? Los dos generales encomendados por el comandante Ángel Bertolotti, Carlos Díaz y Pedro Barneix, entregaron al comandante información falsa y este la envió al presidente, quien cayó en el ridículo al señalar el lugar exacto donde supuestamente estaba enterrada María Claudia García de Gelman. ¿Qué se supone que hace un comandante para preservar la autoridad? Castiga a los mentirosos y aumenta la presión para obtener obediencia. Vázquez no tomó ninguna medida y Bertolotti tampoco. Díaz fue pasado a retiro cuando se entrevistó con Sanguinetti y Barneix se suicidó cuando era inminente su procesamiento por un homicidio. Nadie supo explicar dónde nació la mentira ni quién fue engañado por quién.
Habría que determinar qué poder de chantaje tienen los terroristas de Estado dentro de las Fuerzas Armadas como para que la omertá siga intacta. Como primera aproximación, podría decirse que las responsabilidades por los crímenes de la dictadura van mucho más allá del puñado de oficiales encarcelados y alcanzan a quienes hasta ahora han estado libres de toda sospecha. Pero el silencio militar -la determinación a no autoincriminarse- es sólo una parte de la ecuación. Tanto o más sólida es la determinación civil a no profundizar. Si los militares no hablan, los civiles -al menos algunos- hacen ingentes esfuerzos para no saber. Una supuesta prudencia y “seriedad” ha obviado los pasos elementales para que los esfuerzos de quienes denunciaron e investigaron tuvieran resultados concretos.
Si el Poder Ejecutivo ha sido omiso en buscar la documentación que descubriría la verdad, otros han evitado avanzar. Por ejemplo: el archivo encontrado en una unidad militar por la ministra Berrutti contenía más de 1.000 rollos de microfilmación. Una vez digitalizada, esa información se guardó en 51 DVD que en tres copias fueron entregados a la Presidencia, al Archivo General de la Nación y al Ministerio de Defensa. A los investigadores de la Universidad de la República y a los miembros del Grupo de Trabajo por Verdad y Justicia sólo han llegado 16 de esos DVD. Nadie pregunta qué contienen los otros, nadie ha tratado de realizar un trabajo de inteligencia cruzando los datos de toda la información obtenida hasta ahora, de los archivos, de los testimonios, de las investigaciones judiciales. Esa compartimentación sólo favorece a la impunidad.
Esta actitud de avestruz explica otros extremos: ¿existe una verdadera intención política de averiguar los alcances del espionaje militar en democracia? ¿Existe verdadera intención de eliminar los privilegios de las jubilaciones militares que nos cuestan 400 millones de dólares anuales? Hasta ahora, la reforma anunciada no ha sido presentada. Son distintos aspectos de una misma problemática: la relación del poder civil con los militares.
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