Vladimir Mayakovski.
El hambre, el ruido sordo en el estómago helado, las llamaradas de fuego en el bosque lejano, un hombre que se diluyó en el humo. La gente no debe matarse, debe amar la vida, no ser egoísta, el dolor tiene que tener atisbos de “racionalidad”.
Veo una noticia sobre un sucidio.Un hombre en llamas en el lugar donde nací. Comentarios debajo del triste suceso en letras de molde. “Qué egoísta” escriben con impiedad.
El dolor te devora, escurridiza bestia informe en completo disimulo torturada de indiferencia, eso es el hombre. Quién sabe en qué momento de honda pena estalla sobre su piel el río de piedras homicidas. Muere, pero lo matan, parece que lo hizo solo, no es tan así. La sociedad puede matar, el desamor, la incomprensión, el feroz desasosiego, un cansancio sin nombre. Algunos sacan deducciones, escriben una carta, y quien sabe su último gesto sea una canción.
El nada sencillo oficio de vivir en un pueblo desauxiliado que es muchas esquinas del mundo, una mano que se vuelve puño y golpea insistentemente la puerta de una cárcel devorada de cerrojos, el fantasma de piedra que sacude la felpa de su saco viejo en cualquier patio, el último aeropuerto donde todos descienden ante la otredad infinita del desencanto.
Paredes, escaleras mecánicas, ruidos, zapatos que parecen no llevar pies, diminutos aparatos interconectados que no tienen rostro, máscaras que no necesitan ningún carnaval.
En la feroz despiadada circunstancia de lo efímero existe un temor de eternidad subyacente para el que vive rodeado de dolor. Las mutilaciones severas no suelen verse, a veces una fotografía desvaída muestra pena. “¿Estás triste? No puedes estar triste”. El tema es algo más complicado, no se quiere estar triste, sucede, como una cama llena de cuchillos ardientes que circundan una persona en posición fetal temblando.
Veo otra noticia, casi al mismo tiempo. La bandada de dados del imposible azar. Una cifra bastante dura sobre la cantidad de suicidios a los que conduce el desempleo. También hace unos meses saqué una foto de una casa muy precaria, con techo de cartón y bolsas negras, de esas que se utilizan para poner basura en los edificios. Allí había niños y una mujer profundamente delgada mirando al vacío, condenada al plato envenenado que si bien puede saciar el hambre también mata. La foto era para acompañar un informe sobre la cantidad de enfermedades siquiátricas ocasionadas por la pobreza.
No todos los enfermos psiquiátricos son los “dulces monstruos abominablemente bellos” que tememos encontrarnos debajo de la cama, semejantes a los multiplicados temores a los que huimos y aparecen traidores detrás de ventanas blindadas que se abren de golpe ante un extraño viento que ni siquiera logramos ver, no todos son personajes de cuento ni tampoco fantasmas que caminan por corredores esperando la visita que nunca llegará.
Muchos son seres humanos simples que viven en esta sociedad dónde son raras las personas sin llagas, en las ruinas de los muchos derrumbes lo que sobra es el polvo molesto que se pega a la desnudez tan metafórica cómo temible de nuestro andar vagabundo y sin ninguna duda hay miles de seres condenados a la tristeza por razones completamente objetivas, sin pan, sin trabajo. Lo único que tienen en exceso es la desesperanza.
Nadie tiene por opción la infelicidad. No creo que un suicida se mate por egoísmo, olvidando la orfandad de los supuestos afectos, no creo en eso, no hay libro que me convenza de un disparate tan grande.
Entro en el foro donde no se quien dice cosas de ese estilo, alguien me corrige una estadística y pienso cuán extraños somos, importan más las cifras sujetas a cambio todos los días, si se elige el puente o el aljibe, que el problema de fondo, el gran desgarro. Parece que hay una especie de show exhibicionista de la catástrofe diaria y pocos ámbitos dónde decir ternura. Seguimos muchos en el camino de las sumas y las restas, de ahí a la conferencia pulpitaria sobre cómo sobrevivir a la próxima tempestad con un paraguas deshecho. Lo imprevisible es seguramente la certeza más grande.
Pienso, “se ha matado por no poder soportar la vida”. Problemas económicos, falta de afecto, tal vez una enfermedad, el desamor agigantado, la pavorosa incertidumbre, el pobre, a veces imposible manejo de la realidad circundante.
El “big brother” del espanto siempre escupe sangre. Me retiro a tiempo, antes de que las barbaries se reproduzcan y para colmo con faltas de ortografía severas y errores de concepto insoportables, y lo peor, pero lo reventadamente peor de todo con juicios de valor decididamente inaceptables.
¿Qué puede hacerse ante el sufrimiento humano que desborda todas las cátedras posibles, no responde ni siquiera al abrazo tímido de un prójimo distraído que todavía sabe a medias el oficio del amor?
Detenida ante el paredón de la inutilidad más grande, me voy al lugar dónde el corazón en descompaso me ha de llevar a los sitios de siempre, con sus desordenes eléctricos que parecen partir de una cabeza muy de cuestionarse todo, tal vez a un gen medio traicionero obediente a la arritmia del dolor cotidiano.
La gente muere de tristeza, no es una poesía, no es canción con quena, es la realidad. Aquella canción de Vinicius viene a mi cabeza “Un hombre llamado Alfredo”. Si, “el vecino de al lado se murió de soledad.”
Recuerdo a un amigo que vino del exilio con sus enormes ojos azules y una delgadez asombrosa. Una tarde mientras escuchábamos a Maria Creuza se puso a llorar.Dijo”ah si yo tuviera una compañera, un trabajo, pero solo mi madre me salva y ya tengo cuarenta años. Si tuviera quien me escuchara, todo sería mejor. Los problemas serian iguales pero llegaría a casa y los conversaría con alguien”. Poco tiempo después su madre enfermó y murió. Fue algo rápido, inesperado y triste, como muchas historias humanas. Un día una amiga me contó que estaba preso. Poco tiempo después que lo habían hospitalizado. Lo último que me comunicaron fue su muerte. Fue desapareciendo del mundo y se fue de el con la misma indiferencia con la cual había sido tratado. Nunca le encontraron enfermedades físicas, pero mirando la pared vacía se convirtió en un muerto sin nombre. Su familia tardó mucho en encontrarlo y ni se si eso a lo que llamo “familia” lo era de verdad. Está por ahí, en algún ataúd de olvido, vuelto polvo.
Un suicida no es un egoísta. Está poderosamente lastimado. Quizás deberíamos mirarnos cuando llevamos a otros a ocupar los túneles del olvido cubiertos por la desesperación en vez de taparnos la cara cuando corren por los patios de la ausencia cubiertos en llamas y nos da como mucho un acceso de tos.
Laura Inés Martínez Coronel-publicado en "Caras y Caretas".Viernes 20 de Febrero.