Tal
y como he expresado en columnas anteriores, argentinos y uruguayos,
yoruguas y argentos, somos muy parecidos… extremadamente parecidos,
incluso. Más allá de puntuales diferencias léxicas, que por lo
demás existen dentro de los dos países (pensemos como nos
enorgullece en Rocha, y forma parte de nuestra identidad propia, el
hablar castizo de “tú” y “ti”) y resultan inevitables,
porque pese a los diccionarios y a la Real Academia –que la corren
de atrás- la lengua, y más una tan extendida y universal como la
española, son un producto siempre mutable y sujeto cambios y
modismos locales.
En
este sentido, las diferencias que podemos tener con un porteño, son
menores que las que ese mismo porteño puede tener con un formoseño,
por ejemplo.
Me
animo a decir que la díada argentino/uruguayo está entre las tres o
cuatro más difíciles de identificar entre nacionalidades, junto a
la de alemán/austriaco, serbio/montenegrino, y
colombiano/venezolano. Si no me cree, pare usted a un alemán y a un
austríaco y hágalos hablar (sin que digan donde nacieron), a ver si
puede adivinar cuál es cual. Y repita el mismo experimento con un
montenegrino y un serbio, y un colombiano y un venezolano.
En
un borrador previo había incluido canadiense/estadounidense, pero en
realidad, hay una serie de indicios sutiles, pero clarísimos, que
permiten distinguirlos. En general, el canadiense es el que tiene
aspecto y acento de gringo, pero: a) lleva una cámara de fotos
colgando del cuello; b) tiene un rostro ingenuo; c) hace comentarios
y exclamaciones inocentes, de asombro; d) son correctos y más cultos
que el gringo promedio. En forma separada, cada uno de estos
indicadores arroja un 90% de aciertos. Sumados, el porcentaje de
acierto trepa al 99,9999%.
Sin
embargo, y a riesgo de que usted, amable lector/a, piense que estoy
divagando porque tenía que llenar espacio, o que es producto de una
alucinación por haber tomado una Quilmes vencida; el tema de hoy no
son la gran cantidad de cosas que nos hacen tan parecidos con
nuestros mellizos, sino, una de las que más señala nuestras
diferencias: LA YERBA.
Pocas
cosas se extrañan tanto (sacando a los afectos) como la yerba
nuestra. Es que la yerba argentina es puro palo, como si hubiese sido
arduamente cultivada por García Pintos y su alegre muchachada de la
Brigada Palo y Palo en la selva misionera.
No
tengo idea como, siendo tan parecidos en otras cosas, llegamos a
tener un gusto tan distinto respecto al consumo de esta infusión. La
yerba argentina tiene menos sabor, se lava mucho más rápido, y no
precisa ser hinchada para comenzar a tomarla. Uno le hecha el chorro
de agua caliente y arranca a tomar. Podrá parecer una cuestión
mínima, pero al eliminar este sencillo gesto, el acto de tomar mate
pierde buena parte de su mística, y lo rebaja a la calidad de un té
con bombilla o un café de oficina. Un escalón por debajo de la
conjunción de café y cigarro, tantas veces escrita y cantada.
Encima,
acá en Buenos Aires pululan quienes toman en envases que me resisto
a llamar “mate”: tarritos de cerámica, vasos y tazas, están a
la orden del día. Hay honrosas excepciones como la de los
correntinos y misioneros que viven acá, que toman en porongos
similares a los nuestros. Ni que hablar que andar de matera colgando
al hombro en plena calle es, automáticamente, sinónimo de ser
uruguayo.
Tal
vez, lo peor de todo sea el caso de aquellos porteños que te piden
un mate… ¡y lo toman por la mitad! No son todos. Pero un
porcentaje de ellos, pide el mate, toma un poco, y te devuelve el
mate con agua por la mitad o con un fondito de agua. ¡No señores!
Hasta que no hace ruido, y la lengua queda pelada por el calor del
agua hirviendo, el mate no se termina.
Francamente,
tanto me da quien inventó el dulce de leche y el tango, si el asado
se hace con leña o carbón, o si Gardel nació en Tacuarembó o
Touluse; lo único en lo que no transo (además de la anémica
denominación de sándwich de milanesa)
es que en materia de hacer y tomar mate, nuestra yerba es mucho más
sabrosa, gustosa y aguantadora.
Aunqueeeee…
En
toda historia, para que sea historia, siempre hay un pero. O un
aunque
En
este caso, desde que llegué acá, sin contar con un mísero gramo de
Canarias ni de Baldo (hasta El Cebador me hubiese servido), resolví
adaptarme y consumir yerba local. La alternativa de no tomar mate, o
pasarme a un sustituto (café) me resultaba bastante menos deseable
que hacerlo con yerba argentina.
De
hecho, hasta he desarrollado una forma
de sincretismo cultural al respecto:
tomo mate con yerba argentina, pero cebando a la uruguaya. O sea:
dejo hinchar un ratito la yerba, y armo la montañita para dejar un
poco de yerba seca. Sigue sin tener el sabor de nuestros mates…
pero se parece un poco más, y demora más rato en lavarse. Hasta un
termo y medio aguanta, aunque los últimos se parecen más a un
ensopado de palos, que a un mate cimarrón.